Выбрать главу

Mientras tanto, Ingmar se dejaba inundar por una inmensa alegría. Brita se iba a América y él no tendría que casarse con ella. No sería una asesina la que gobernara la casa de los Ingmarsson. Si guardaba silencio era porque no le parecía decente mostrar su satisfacción de buenas a primeras; pero pasados unos minutos ya no debería resultar impropio manifestarla.

El diputado guardaba silencio también. Era consciente de que debía darle a esa venerable gente tiempo para recapacitar. Pero entonces la madre de Ingmar dijo:

– Bien, Brita ya ha cumplido su castigo, ahora nos toca el turno al resto.

Con estas palabras la anciana pretendía decir que si el diputado deseaba ayuda por parte de los Ingmarsson como pago por haberles allanado el camino, ellos no tenían inconveniente en prestársela; sin embargo, Ingmar interpretó sus palabras de distinta manera. Dio un respingo y tuvo la impresión de que acababa de despertarse. «¿Qué diría padre de todo esto? -pensó-. Si yo le planteara esta situación ¿cómo se pronunciaría?» «No creas que puedes burlarte de la justicia divina», diría, «no creas que Dios te librará de castigo si permites que Brita cargue sola con toda la culpa. Aunque su padre quiera repudiarla para complacerte a fin de que le prestes dinero, tú, Ingmar Ingmarsson, no debes apartarte de los caminos de Dios».

«Estoy seguro de que mi anciano padre me vigila en este asunto -pensó-, sin duda ha enviado al padre de Brita para que me haga comprender lo abominable que es hacerle cargar con toda la culpa a ella sola, la pobre. Me refiero a que se ha dado cuenta de que no he tenido muchas ganas de hacer el viaje últimamente.»

Ingmar se puso en pie, echó brandy en el café y alzó la taza.

– Ahora, señor diputado, quiero agradecerle que haya venido a vernos en el día de hoy -dijo, y brindó a su salud.

III

Ingmar se había pasado la mañana entera arreglando los abedules de la entrada. Primero había montado un andamio y después inclinado las copas de los dos abedules de modo que formasen un arco [4] entre sí. Los árboles se amoldaban a desgana, soltándose una y otra vez para quedar igual de rectos que antes.

– ¿Y eso para qué es? -preguntó doña Märta.

– He pensado que podrían crecer así una temporada -refunfuñó Ingmar.

Llegó la hora de la siesta y, después del almuerzo, los jornaleros salieron al patio y se tumbaron por ahí para echar una cabezada. Ingmar Ingmarsson también dormía, pero lo hacía en una cama ancha que había en la recámara de la sala grande. La única que se mantenía despierta era la dueña de la casa, que hacía ganchillo en la sala.

La puerta del zaguán se abrió despacio dando paso a una vieja que cargaba con un yugo del que colgaban dos grandes canastas. Saludó con voz muy queda, tomó asiento en una silla junto a la puerta y levantó las tapas de los cestos. Uno estaba lleno de panecillos crujientes y rosquillas, el otro de untuosas barras de pan recién horneado. La dueña no tardó en acercarse para negociar. En general le costaba soltar los cuartos, pero si tenía una debilidad ésta era, sin duda, mojar algo dulce en el café.

Mientras elegía entre las barras, empezó a conversar con la vieja, la cual gustaba de darle a la lengua como casi todas las personas que van de puerta en puerta y conocen a mucha gente.

– Usted, Kajsa, es una mujer sensata de la que se puede una fiar -dijo la dueña.

– Ni que lo diga -respondió la otra-. Si yo no tuviera la prudencia de callarme algunas cosas que oigo por ahí, no sé cuántos andarían a la greña.

– Pero a veces se calla usted demasiado, Kajsa.

La vieja alzó la vista entendiendo lo que la otra quería decir.

– ¡Dios me perdone! -dijo con lágrimas en los ojos-. ¡Se lo conté a la dueña de Bergskog, señora del diputado, cuando tendría que haber venido aquí a hablar con usted!

– Así que habló usted con la dueña de Bergskog, señora del diputado, ¿eh? -Había un desprecio infinito en el tono con que repitió sus palabras.

El ruido de la puerta que daba a la sala grande abriéndose sigilosamente sacó a Ingmar Ingmarsson del sueño con un sobresalto. Pero nadie entró en la recámara sino que la puerta quedó entornada. No sabía si se había abierto por sí misma o si alguien lo había hecho. Adormilado, permaneció tendido e inmóvil en la cama, escuchando las voces de la sala.

– Dígame, Kajsa, ¿cómo se enteró usted de que Brita no quería a mi Ingmar? -decía la madre.

– Eso se lo oí contar a la gente desde el principio, que fueron los padres que la obligaron -respondió la vieja evasivamente.

– Déjese de rodeos, Kajsa, si yo le pregunto es que quiero saber la verdad, no me ande con remilgos. Estoy segura de que podré soportar lo que tenga que decirme.

– Pues le diré que cada vez que iba a Bergskog por esa época se le veían los ojos llorosos. Un día, que estábamos ella y yo solas en la cocina, le dije: «¡Qué bien casada vas a estar dentro de poco, ¿eh, Brita?» Ella me miró como si creyese que me estaba burlando. Y después dijo: «Usted lo ha dicho, Kajsa, bien casada.» Lo dijo de un modo que me hizo ver ante mí a Ingmar Ingmarsson, y no se puede decir que sea guapo el muchacho; pero yo, pobre de mí, nunca antes me había fijado porque les tengo un gran respeto a todos los Ingmarsson. Pero ese día no tuve más remedio que hacer una mueca. Brita me miró y volvió a decir: «Bien casada, sí», y dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación, y la oí echarse a llorar. Aun así, me fui pensando: «Ya se arreglarán las cosas con el tiempo, a los Ingmarsson todo acaba saliéndoles bien.» No me extrañé de la actitud de los padres; si yo hubiese tenido una hija e Ingmar Ingmarsson la pidiese en matrimonio no viviría tranquila hasta que la niña le hubiera dado el sí.

Ingmar permanecía tumbado en la cama con los oídos atentos. «Madre hace esto adrede -pensó-. Está con la duda de por qué hago este viaje a la ciudad mañana. Piensa que voy a ir a buscar a Brita para traerla a casa. Madre no sabe que soy un pobre diablo que ni para eso valgo.»

– La próxima vez que vi a Brita -continuó la vieja-, ya se había mudado y vivía aquí abajo. No pude preguntarle si se sentía a gusto en Ingmarsgården porque la sala estaba llena de gente, pero cuando llevaba ya un trecho caminado en dirección a la arboleda me dio alcance. «Kajsa», me dijo, «¿hace mucho que has estado en Bergskog?» «Estuve en tu casa anteayer», le respondí. «¡Ay, Dios mío, estuviste en casa anteayer y a mí me parece que hace un siglo que no he estado allí!» Qué podía decirle yo, pobre de mí. Estaba en un estado en que no se le podía decir nada, parecía a punto de romper a llorar dijeras lo que dijeses. «¿Por qué no vas a hacerle una visita a tus padres?», le dije luego. «No; creo que jamás volveré a pisar mi casa.» «¡Venga, mujer, ve!», le dije, «con lo bonito que está todo allá arriba, el bosque se ha llenado de arándanos, donde las antiguas carboneras el suelo rojo parece rojo de tantos que hay.» «Dios bendito», dijo ella y se le pusieron los ojos grandes, «¿ya hay arándanos rojos?». «Sí, ¿por qué no pides libre un día y subes a tu casa y te das un hartón?» «No, mejor será que no vaya», dijo. «Si voy a casa me sentiré mucho peor al volver aquí.» «Tenía entendido que se estaba bien en casa de los Ingmarsson», dije yo. «Son buena gente.» «Sí», respondió ella, «son buena gente». «De lo mejorcito que hay en toda la comarca», le dije yo. «Gente honrada.» «Sí, casar a alguien por la fuerza no se considera una falta de honradez.» «Y gente muy juiciosa, además.» «Sí, pero a su juicio no hay que decir lo que se piensa.» «¿Nunca dicen nada?» «Nunca dicen más de lo estrictamente necesario.» Aquí yo ya me iba, pero en ésas que me pasó por la cabeza preguntar: «¿La boda será aquí o en tu casa?» «La celebraremos aquí en la finca, hay más espacio.» «¡Pues entonces procura que no la retrasen demasiado!», dije yo. «Nos casaremos dentro de un mes», dijo ella. Pero cuando ya me separaba de Brita pensé que los Ingmarsson habían tenido una mala cosecha, y le dije que no creía que fueran a celebrar una boda ese año. «Entonces no tendré más remedio que tirarme al río», dijo Brita. Pasado un mes me enteré de que la boda se aplazaba y pensé que eso no era bueno, así que subí hasta Bergskog para hablar con la señora del diputado. «Creo que van a hacer un disparate ahí abajo en casa de los Ingmarsson», le dije. «Hagan lo que hagan tendremos que conformarnos», me respondió. «Damos las gracias a Dios todos los días por haber podido casar tan bien a nuestra hija.»

вернуться

[4] Según la tradición, en la casa y en la iglesia donde se celebra una boda ha de haber un arco triunfal hecho en invierno de ramas de abeto y en verano de hojas verdes y flores frescas. Estos arcos triunfales también pueden alzarse en otros puntos del trayecto que recorre el cortejo nupcial. (N. de la T.)