Al caminar por aquí piensas: «Ésta es la Jerusalén de la muerte y la resurrección, aquí se abren el cielo y el infierno.» Pero al poco rato dices: «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata. Todavía falta demasiado para que suenen las trompetas del Apocalipsis y el fuego de la Gehenna se ha extinguido.»
Continúas caminando a los pies de la muralla y llegas a la zona septentrional de la ciudad. Atraviesas áridos solares, un paisaje monótono y desértico. Aquí se encuentra el monte pelado que dicen es el auténtico Calvario, aquí está la cueva donde Jeremías compuso sus lamentos. En la parte interior del muro está el estanque de Betesda, por aquí discurre la Vía Dolorosa bajo unas arcadas siniestras. Aquí se encuentra la Jerusalén del desconsuelo, la del dolor y el sufrimiento, la de la reconciliación.
Te detienes un momento y cavilas mientras contemplas la lúgubre severidad de lo que ves. «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata a la gente», piensas, y sigues caminando.
Pero si continúas avanzando hacia poniente y el noroeste, ¡qué súbito cambio te espera! Aquí han levantado el nuevo barrio de extramuros, también las magníficas mansiones de los misioneros y los grandes hoteles. Aquí está el extenso conjunto arquitectónico de los rusos, con iglesia, hospital y enormes casas de huéspedes que pueden recibir hasta veinte mil peregrinos. Aquí cónsules y clérigos se construyen hermosas villas, por aquí entran y salen los peregrinos de las muchas tiendas de quincalla sagrada.
De este lado se extienden las magníficas colonias agrícolas de alemanes y judíos, los grandes conventos, las múltiples instituciones benéficas. Por aquí pululan frailes y monjas, enfermeras y diaconisas, popes y misioneros. Aquí viven los investigadores que estudian el pasado de Jerusalén, y viejas damas inglesas que no saben vivir en otro sitio.
Aquí se hallan las magníficas escuelas de los misioneros, que ofrecen enseñanza gratuita a sus alumnos, además de comida, ropa y cama, a cambio del libre acceso a sus almas; aquí están los hospitales de los misioneros, donde se les pide a los pacientes que se dejen atender a fin de poder convertirlos. Aquí se celebran misas y oficios donde se disputan almas.
Aquí es donde el católico despotrica contra el protestante, el metodista contra el cuáquero, el luterano contra el reformista, el ruso contra el armenio. Por aquí acecha la envidia, aquí desconfía el idealista del ensalmador, aquí litigan los ortodoxos con los herejes, aquí no se practica la clemencia, aquí se odia a todo el mundo para mayor gloria de Dios.
Y es aquí donde encuentras lo que estabas buscando. Aquí está la Jerusalén de la caza de almas, aquí está la Jerusalén de las malas lenguas, aquí está la Jerusalén de la mentira, la difamación y la calumnia. Aquí se acosa sin tregua, aquí se mata sin armas. Ésta es la Jerusalén que quita la vida a las personas.
Desde la llegada de los emigrantes suecos a la ciudad de Dios, todos los integrantes de la colonia gordonista percibieron un notable cambio en el comportamiento de la gente respecto a ellos.
Al principio sólo se trataba de nimiedades, cosas sin importancia como que el sacerdote metodista inglés evitaba saludarles, o que las piadosas hermanas de Sión del convento situado junto al arco del Ecce Homo cambiaban de acera si se cruzaban con ellos, rehusando acercárseles demasiado, no fuera que les contagiasen algún mal.
A ninguno de la colonia se le ocurrió apenarse por esto, y tampoco pusieron el grito en el cielo cuando unos americanos de paso, que habían visitado la colonia y disfrutado de una larga velada en agradable tertulia con sus paisanos, no volvieron al día siguiente como habían prometido; ni cuando, otro día, parecieron no reconocer a la señora Gordon ni a la señorita Young al cruzarse con ellas por la calle.
Más grave se consideró el hecho de que cuando las jóvenes de la colonia entraron en las grandes tiendas recién inauguradas en torno a la Puerta de Jafa, los tenderos griegos se permitieran espetarles unas palabras que ellas no entendieron, pero que fueron pronunciadas con una expresión y en un tono que las obligó a ruborizarse.
Los colonos prefirieron creer que se trataba de algo casual. «Seguramente corre alguna nueva calumnia sobre nosotros en el barrio cristiano -decían-, pero ya pasará.» Los primeros gordonistas les recordaron que habían corrido infames rumores acerca de ellos en ocasiones anteriores. Se había dicho de ellos que no les daban a sus hijos ninguna educación, que vivían a expensas de una viuda rica a la que exprimían hasta el último céntimo, que arriesgaban la vida de sus hijos enfermos negándoles atención médica, alegando que no querían interferir en la divina providencia, que su propósito era convertirse al islamismo, que, bajo la apariencia de obrar por la introducción del verdadero cristianismo, llevaban una vida de opulencia y lujuria.
«Será que han difundido nuevas cosas por el estilo -decían-. Pero las injurias se desmentirán solas, como lo hicieron antes, porque no tienen ni una pizca de verdad de la que alimentarse.»
Hasta que un día, la verdulera de Belén, que solía traerles a diario hortalizas y frutas, dejó de venir. Fueron a Belén para convencerla de que reanudase el comercio con ellos, pero la mujer se negó tajantemente a venderles sus alubias y colinabos nunca más.
Fue una advertencia clara. Comprendieron que lo que se contaba de ellos era muy grave, que ese algo les afectaba a todos, y que se había extendido a todas las clases sociales.
No tardó en producirse un suceso que vino a corroborarlo. Algunos suecos se encontraban un día en la iglesia del Santo Sepulcro cuando entró un grupo de peregrinos rusos. El apacible grupo les sonrió agitando la cabeza en señal de reconocimiento, pues veían que los suecos eran campesinos igual que ellos. Entonces un sacerdote griego pasó por su lado y les dijo unas palabras a los peregrinos. Al instante, éstos hicieron la señal de la cruz y alzaron el puño contra los suecos. Dio la impresión de que los rusos hubieran querido expulsarlos de la iglesia.
Muy cerca de Jerusalén existía una colonia de campesinos alemanes que se habían trasladado allí desde una colonia mayor con sede en Jafa. Estos campesinos habían sufrido persecuciones tanto en su país como en Palestina. Incluso se habían hecho intentos de erradicarlos totalmente. A pesar de ello, habían prosperado tanto que, en la actualidad, eran propietarios de extensas y productivas colonias en varios puntos de Palestina.
Uno de estos alemanes visitó un día a la señora Gordon y le habló con franqueza de la maledicencia que afectaba a la colonia.
– Los que les difaman son los misioneros de allá -dijo señalando hacia la zona oeste de la ciudad-. De no ser porque yo, en mi propia piel, he vivido lo que son falsas acusaciones, tampoco vendería ni carne ni harina a su comunidad. Imagino que no soportan que hayan conseguido ustedes tantos adeptos últimamente.
La señora Gordon quiso saber de qué se les culpaba.
– Dicen que viven ustedes en pecado aquí en la colonia, que no permiten que la gente se una en matrimonio tal como Dios manda; por eso ha empezado a correr la voz de que las cosas no andan como debieran por aquí.
Al principio, los colonos no quisieron creerle. Sin embargo, no tardaron en comprobar que el alemán había dicho la verdad y que la ciudad entera creía que llevaban una vida licenciosa. No había un cristiano en toda Jerusalén que les dirigiese la palabra. En los hoteles les advirtieron de que su presencia no era grata. A pesar de todo, algunos misioneros de paso se arriesgaban a hacerles una visita; pero sólo para salir de la colonia sacudiendo la cabeza significativamente, dando a entender que, a pesar de que no hubieran podido observar nada indecente, y de que los delitos no saltaran a la vista, estaba claro que era un antro de perdición.