Los americanos, empezando por el cónsul y acabando con la más humilde auxiliar de enfermera, eran los que llevaban la voz cantante en la campaña contra ellos. «Es una vergüenza para todos los americanos -decían- que esa gente no sea expulsada de Jerusalén.»
Siendo personas muy sensatas, es natural que los colonos se dijeran que no estaba en su mano hacer nada, que tenían que dejar que la gente hablara, que con el tiempo sus detractores llegarían a percatarse de su error. «No podemos ir de casa en casa declarando que somos inocentes», decían. Se consolaban con la idea de que se tenían los unos a los otros, de que vivían en concordia y eran felices. «Los pobres y los enfermos de Jerusalén todavía no nos rechazan -decían-. Tenemos que dejar que amaine; esto es una prueba a la que Dios nos somete.»
Al principio, todos los suecos llevaron aquella calumnia con total serenidad. «Si piensan que unos humildes campesinos como nosotros -decían- hemos venido a la ciudad donde murió nuestro Salvador para vivir en pecado, es que están muy confundidos y entonces su opinión no vale gran cosa; por tanto, da igual lo que digan.»
Y mientras la gente continuaba manifestándoles su desprecio, ellos encontraban un gran motivo de alegría en la idea de que Dios les consideraba dignos de padecer el acoso y la calumnia en la misma ciudad en que Jesucristo fue escarnecido y crucificado. [49]
Pero pasado el invierno y llegado el mes de mayo, Gunhild, la hija del concejal, recibió una carta. Era de su padre. Le escribía para contarle que la madre de Gunhild había muerto. No había dureza en la carta, como cabría esperar. El padre no la acusaba de nada, sólo hablaba acerca de la enfermedad y el entierro. Era obvio que el anciano concejal había pensado: «Voy a escribir con muchos miramientos, será un golpe muy duro para ella de todas formas.»
La carta continuaba con el mismo talante amable hasta que llegaba a la firma. Ahí, la ira contenida debió sobrevenirle de repente; probablemente, fue con un gesto brusco con el que hundió la pluma hasta el fondo del tintero para escribir lo siguiente, con letras grandes y toscas, en una esquina de la carta: «Seguramente tu madre se habría recobrado del dolor de tu partida, pero murió, y lo hizo porque leyó en el periódico de la Misión que llevabais una vida de pecado ahí en Jerusalén. Nadie se esperaba algo así de ti, ni de los que se fueron contigo.»
Gunhild se guardó la carta en el bolsillo y la llevó encima todo el día sin hablar de ella con nadie. No le cupo la menor duda de que su padre decía la verdad respecto a la causa de la muerte de su madre. Sus padres siempre habían sido muy celosos de su honor y buen nombre. Y ella era iguaclass="underline" ningún otro miembro de la colonia había sufrido tanto al saberse víctima de aquellas calumnias como Gunhild. A ella no le ayudaba saberse inocente, se sentía deshonrada y por ello incapaz de salir a la calle. Aquel deshonor había amargado sus días, los infaustos rumores la mortificaban como si fueran heridas abiertas y ahora aquella deshonra le había arrebatado la vida a su madre.
Gertrud y Gunhild compartían una misma habitación. Siempre habían sido amigas íntimas; pero ni siquiera a Gertrud le contó Gunhild una palabra de lo que su padre había escrito en la carta. Le pareció una lástima estropear la felicidad de Gertrud, quien se sentía pletórica de dicha ahí en Jerusalén, donde todo le recordaba a su Salvador.
Sacaba, eso sí, la carta del bolsillo sin cesar y se la quedaba mirando. No se atrevía a leerla; con sólo verla su corazón se encogía e inundaba de dolor. «¡Ojalá me muera! -pensaba-. Nunca podré sentirme alegre de nuevo; ¡ojalá me muera!» Miraba la carta. Sopesaba el efecto del mortífero contenido y su único deseo era que la reacción fuese rápida para que todo acabase pronto.
Al día siguiente, Gunhild salió por la abovedada Puerta de Damasco; había estado en la ciudad e iba de regreso a la colonia.
Era un día extremadamente caluroso, como a menudo suelen serlo los días a finales de mayo. Cuando Gunhild salió del sombrío casco antiguo, donde las arcadas y los edificios la resguardaban del sol, la deslumbrante luz la hirió a bocajarro y tuvo el impulso de volver corriendo a guarecerse en la sombra de la puerta abovedada. Le parecía que tomar el camino descubierto a pleno sol era muy temerario, como atravesar un campo de tiro mientras las tropas disparan al blanco.
Sin embargo, Gunhild no quería echarse atrás por un poco de sol. Había oído hablar de que podía ser peligroso, pero no se lo creía demasiado. Hizo lo que se suele hacer cuando cae un chaparrón: hundió la cabeza entre los hombros, se alzó el pañuelo que llevaba anudado al cuello tapándose al máximo la nuca y echó a andar a toda prisa.
Mientras caminaba, tenía la impresión de que el sol tensaba un arco relampagueante para disparar un rayo tras otro, y que todos los rayos iban destinados a ella. La única ocupación del astro parecía consistir en apuntar flechas ardientes contra su persona. Era una ráfaga continua lo que le caía encima, y no sólo del cielo. De todas partes salían brillos y destellos que le zaherían los ojos. Los brillantes fragmentos de mica que había por el suelo proyectaban afilados dardos de luz. Los cristales verdes de las ventanas de un convento próximo relumbraron con una intensidad que la obligó a apartar la vista. Una llave de acero metida en una cerradura despidió un rayo maligno, y lo mismo hicieron las relucientes hojas de un arbusto de ricino que parecía haber brotado en un solo día para contribuir a mortificarla.
Allá donde mirase, tanto el cielo como la tierra despedían resplandores y destellos. Su tormento no lo constituía el calor, a pesar de que fuera muy intenso, sino la cegadora luz blanca que penetraba sus ojos y le quemaba el cerebro.
Gunhild sintió contra aquel sol la rabia y el odio que un pobre animal acosado debe sentir contra el cazador que le persigue. También le sobrevino un extraño deseo de detenerse y mirarle la cara a su perseguidor. Resistió la tentación unos momentos, pero luego se volvió de repente y clavó la vista en el cielo. Sí, ahí arriba estaba el sol, una llama inmensa de un blanco azulado. Mientras Gunhild miraba a lo alto, el cielo se oscureció por completo y el sol se redujo a un punto acerado de brillo letal, y le pareció que el punto se desprendía de la mancha negra del cielo, silbando como un proyectil que buscara su nuca para matarla.
Profirió un alarido. Levantando un brazo se protegió la nuca con la mano mientras echaba a correr.
Cuando entre asfixiantes nubes de polvo calcáreo había recorrido un corto trecho del camino, divisó unas ruinas. Eran los restos de un edificio derruido. Gunhild se apresuró hacia allí y se alegró de encontrar la entrada a un sótano. Descendió a una cámara fresca, deliciosamente oscura. Ahí dentro fue incapaz de ver dos pasos más allá.
Se puso de espaldas a la entrada y dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. No había ningún destello, ni un solo resplandor. Comprendía ahora lo que un pobre zorro debía sentir al alcanzar la salvación de su guarida. El calor y el bochorno, los rayos solares, la cegadora luz estaban ahora a las puertas de su refugio como cazadores burlados. Todos la esperaban fuera apuntando con sus relumbrantes lanzas; sin embargo, ahí dentro ella estaba segura y a salvo.
Sus ojos empezaron a adaptarse a la oscuridad. Vislumbró una piedra y se sentó en ella dispuesta a dejar pasar el tiempo. Sin duda tardaría horas en reunir el valor necesario para abandonar su refugio. Antes el sol tenía que descender hacia el oeste hasta perder su hegemonía en el cielo.
[49] «Bienaventurados seréis cuando os insulten y os persigan, y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mí. Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros.» (Mateo, 5:11). (