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Pero Gunhild no llevaba más que un rato en esa oscuridad cuando miles de soles deslumbraron de nuevo sus ojos, empezando a girar como norias en su recalentado cerebro. Un vértigo súbito e intenso impulsaba las paredes de aquel sótano en un infinito movimiento circular. Se sentía tan mareada que tuvo que apoyarse contra la pared para no caer al suelo.

– ¡Oh, Dios, también aquí dentro me persigue! -exclamó Gunhild-. Habré hecho algo terrible para que el sol no soporte mi vista.

Al instante se acordó de la carta, de la muerte de su madre, de su terrible dolor y de sus deseos de morir. Mientras estuvo en peligro de muerte no había pensado en nada de eso, sino en salvarse.

Gunhild sacó la carta del bolsillo de un tirón y la desdobló mientras iba hacia la claridad que se colaba por la entrada. Comprobó entonces que lo que ella recordaba estaba ahí escrito al pie de la letra, y empezó a gemir.

Al poco rato tuvo una idea que le proporcionó cierto alivio y consuelo: «¿No comprendes que la divina providencia te brinda la oportunidad de abandonar esta vida?»

Le pareció una idea muy bella y una inconmensurable gracia que Dios le otorgaba. Pero no acababa de verle la lógica porque no las tenía todas consigo. Nuevamente, el vértigo movía las paredes del sótano y con el rabillo del ojo veía el chisporroteo loco de una llama de fuego.

Se aferró a la idea de que Dios le brindaba la ocasión de abandonar la vida, de subir al cielo con su madre y escapar al dolor.

Se levantó protegiéndose la nuca con ambas manos; pero enseguida deshizo el gesto y salió al sol muy despacio, como si caminara por el pasillo central de una iglesia. La sombra subterránea había enfriado ligeramente su cuerpo y, al principio, no percibió ni cazadores, ni lanzas, ni flechas ardiendo.

Pero tras dar unos pasos todo le cayó encima una vez más, como los proyectiles de una emboscada. La tierra y el cielo despedían brillos y destellos, y el sol, zumbando como una bala en llamas, se precipitó sobre ella y le dio en la nuca. Aún pudo dar unos pasos más. Luego cayó de bruces como fulminada por un rayo.

Fueron colonos los que la encontraron un par de horas más tarde. Yacía con una mano contra el corazón y el otro brazo estirado, con el puño estrujando la carta, como si quisiera indicar que eso la había matado.

En alas de la aurora

Mientras Gunhild sufría una insolación, Gertrud se paseaba por una de las anchas calles del suburbio oeste de la ciudad. Iba de compras en busca de cintas y botones que necesitaba para sus labores; pero al no estar muy familiarizada con la zona tuvo que andar un buen trecho antes de encontrar lo que quería. Por otro lado, no se daba prisa porque se encontraba muy a gusto deambulando al aire libre.

Como siempre que salía a la calle, a Gertrud le brotó en los labios una sonrisa de felicidad. Claro que notaba el tremendo calor y el sol que le picaba la piel, pero eso no la molestaba tanto como a los demás, porque a cada paso se decía que tal vez Jesús había pisado el mismo suelo por el que ella andaba. Sabía que los ojos de él habían reposado la vista en las colinas que se veían al final de la calle, y que el polvo y el calor le mortificaron del mismo modo que la mortificaban a ella. Cuando pensaba en todo esto, se sentía tan próxima a él que no podía más que dejarse arrastrar por una maravillosa alegría.

Era, justamente, esa nueva intimidad con Jesús la que había hecho a Gertrud tan feliz tras su llegada a Palestina. Nunca pensaba que habían transcurrido dos mil años desde que él vagara por aquellas tierras junto a sus discípulos; alimentaba la dulce ilusión de que sólo habían transcurrido unos años desde que él viviera allí. En el polvo de los caminos creía distinguir la huella de sus pies y oía la reverberación de su voz en las calles de Jerusalén.

Justo cuando descendía por la escarpada pendiente que conduce a la puerta de Jafa, unos doscientos peregrinos rusos iniciaban su ascenso. Tras varias horas de caminata a pleno sol para visitar los lugares sagrados de los alrededores de Jerusalén, tal era el agotamiento de los peregrinos que parecía dudoso que lograran subir hasta las posadas rusas situadas en lo alto de la cuesta.

Gertrud se detuvo y los observó a medida que iban desfilando delante de ella. Era gente del campo y, viéndolos con sus abrigos de sayal y sus chaquetas de punto, le maravilló su semejanza con los lugareños de su propio terruño. «Apuesto a que viven en un mismo pueblo y han hecho el viaje a Palestina todos a la vez -pensó mientras los miraba-. Ese de los quevedos es el maestro de la escuela, y el del bastón grueso tiene una finca importante y es el que manda en la parroquia. Ese que camina tan tieso es un viejo militar, y esa figura de hombros estrechos y manos largas es el sastre del pueblo.»

Estaba ahí embobada, de muy buen humor, y como era habitual en ella empezó a componer pequeñas historias con los elementos que tenía a la vista. «La abuelita del pañuelo de seda en la cabeza es muy rica -pensó-, pero ha tenido que esperar a hacerse vieja para ir de peregrinación porque primero tuvo que casar a los hijos y después criar a los nietos. Y la viejita que camina junto a ella con un hatillo en la mano es muy pobre. Es de los que han tenido que luchar y ahorrar toda su vida para pagarse el viaje a Jerusalén.»

Bastaba con verles subir por aquella cuesta para sentir aprecio por ellos. A pesar de ir cubiertos de polvo y sudor se les veía alegres y satisfechos; ni un solo rostro mostraba signos de descontento. «¡Qué devotos y pacientes deben de ser! ¡Y cómo deben de amar a Jesús, ya que se les ve tan felices de seguir sus huellas, sin que las penalidades les afecten!»

Los últimos de la procesión estaban extenuados y avanzaban prácticamente a rastras. Era conmovedor ver cómo sus parientes y amigos se daban la vuelta y les tendían las manos para ayudarles a subir la pendiente. Pero los que ofrecían el aspecto más lamentable iban solos, parecían en tan malas condiciones que nadie se veía con fuerzas de asistirles.

La última era una chica de unos diecisiete años. Se trataba probablemente de la única persona joven del grupo, el resto era gente mayor o de mediana edad. Al verla, Gertrud imaginó que la muchacha había sufrido alguna desgracia tan funesta que la vida en su hogar se le había hecho insoportable. Acaso también a ella se le había aparecido Jesús en el bosque para decirle que emprendiera la marcha hacia Palestina.

Daba la impresión de estar muy enferma y sufrir mucho. Era de constitución delicada y la ropa gruesa y pesada que vestía, sobre todo las toscas botas que calzaba al igual que el resto de las mujeres, le eran sin duda sumamente molestas. Cada pocos pasos vacilantes tenía que detenerse para recobrar el aliento. Pero quedándose quieta de aquel modo en medio de la calle corría el peligro de ser arrollada por un camello, o de que un carro se la llevara por delante.

Gertrud sintió un irresistible deseo de ayudarla. Sin pensárselo dos veces se acercó a la enferma, rodeó su cintura con el brazo y le indicó que se colgara de sus hombros para sostenerse. La chica levantó la vista con la mirada ida; aceptó la ayuda medio inconsciente y dejó que Gertrud la arrastrara unos cuantos pasos.

Una de las mujeres más mayores se giró. A Gertrud le dirigió una dura mirada y a la enferma le gritó un par de palabras en un tono muy severo. La enferma, aparentemente horrorizada, se enderezó, apartó a Gertrud de un empujón e intentó seguir adelante por sus propios medios; aunque tuvo que desistir muy pronto.

Gertrud no entendía por qué la muchacha rechazaba la ayuda que ella le brindaba. Creyó que tal vez la modestia de los rusos no les permitía aceptar ayuda de una desconocida. Corrió nuevamente hasta la muchacha y volvió a rodearle la cintura. Entonces el rostro de la desconocida se transfiguró en una mueca de horror y asco. No sólo se desasió de Gertrud, sino que intentó pegarle y luego echó a correr para escapar de ella.