Fueron a reunirse con Gabriel, quien, de pie junto al portón, no hizo ademán de ir a su encuentro. Con los labios apretados y la mirada fija, iba clavando la punta de la pala entre dos piedras. Cuando Gertrud llegó hasta él, Gabriel empezó a mover los labios pero no articuló ningún sonido audible.
– Sería bueno que consiguiese llorar -le susurró Hellgum a Gertrud.
En silencio, Gertrud le tendió la mano, como se hace con los parientes más cercanos en un funeral. Notó la mano de Gabriel fría y fláccida en la suya.
– Hellgum dice que tú la encontraste -dijo Gertrud, pero Gabriel siguió sin moverse-. Tiene que haber sido muy duro para ti -añadió ella mientras él seguía tieso como una estatua. Gertrud, que ya se había puesto en su lugar, imaginaba lo terrible que debía haber sido para él-. Pero, ¿sabes?, estoy segura de que a Gunhild le ha gustado que fueras tú quien la encontrase -dijo.
Gabriel, con un respingo, la miró sorprendido.
– ¿Tú crees que le ha gustado?
– Sí -respondió Gertrud-. Entiendo que debió ser terrible para ti, pero creo que ella habría querido que fueras tú quien la encontrara.
– No me aparté de ella ni un segundo -empezó Gabriel despacio-, hasta que vino gente para ayudarme, y después la llevé en mis brazos con cariño y delicadeza.
– No me cabe la menor duda -dijo Gertrud.
Un temblor sacudió los labios de Gabriel y luego, de golpe, los ojos se le inundaron de lágrimas. Hellgum y Gertrud se quedaron silenciosos a su lado y le dejaron llorar. Gabriel apoyó la cara contra la jamba de la puerta. Su llanto era incontenible. Al poco se tranquilizó, se acercó a Gertrud y le cogió la mano.
– Gracias por hacerme llorar -le dijo. Ahora su voz era dulce y suave, hasta se diría que era el viejo Hök Matts, su padre, quien hablaba-. Quiero enseñarte algo que no pensaba enseñarle a nadie -continuó-. Cuando encontré a Gunhild tenía una carta en la mano. Era de su padre y me la quedé; tengo cierto derecho a leerla. Ahora pienso que tus padres están en Suecia y que son mayores, y voy a dejar que la leas porque has conseguido hacerme llorar.
Gertrud cogió la carta y la leyó. Después levantó la vista y miró a Gabriel.
– Así que ha muerto por eso -dijo.
Gabriel asintió con la cabeza y dijo:
– Yo creo que sí.
Gertrud exclamó de pronto:
– ¡Jerusalén, Jerusalén, nos estás quitando la vida a todos! ¡Creo que Dios nos ha abandonado!
En ese momento, la señora Gordon entró por el portón y mandó a Hellgum y Gabriel a cavar la fosa.
Gertrud fue al pequeño cuarto que había compartido con Gunhild y allí se quedó toda la tarde, sintiendo un terror agudo e irreprimible. Se figuraba que aquel día aún incubaba otra desgracia, y su temor era inmediato y casi palpable, como si esa desgracia estuviese emboscada en un rincón del cuarto. Al mismo tiempo, las dudas no cesaban de mortificarla. «No sé para qué nos ha enviado aquí Jesucristo -pensaba-. ¡Si sólo traemos desdichas, a los demás y a nosotros mismos!»
A ratos conseguía apartar las dudas; pero enseguida se sorprendía enumerando a todos aquellos que habían sufrido una desgracia por culpa de su éxodo. Que ellos habían emigrado a Palestina por voluntad de Dios, les había parecido una verdad incuestionable; pero entonces ¿cómo es posible que el viaje solamente conllevase desdichas?
Había conseguido pluma y papel para escribir a sus padres; pero no fue capaz de hacerlo. «¿Qué podría escribirles para que me creyesen? Si me tumbo al sol para morirme como hizo Gunhild, tal vez me crean cuando les digo que somos inocentes.»
El día agonizó con lentitud y por fin llegó la noche. Gertrud se sentía tan desgraciada que era incapaz de conciliar el sueño. El rostro de Gunhild se le aparecía y no podía dejar de preguntarse por el contenido de sus cavilaciones. Al final, la idea de que la pregunta que Gunhild tenía en los labios al morir era la misma con que ella se debatía, se convirtió en una certeza.
Antes del alba, se levantó y se vistió para salir.
Durante la última jornada se había alejado tanto de Cristo que le resultaba casi imposible imaginar cómo encontraría el camino de vuelta a su redil. Sin embargo, se despertó con el anhelo de ir a algún lugar donde hubiera estado él con toda seguridad, y ese lugar era el monte de los Olivos. Pensó que si subía allí volvería a sentirse íntimamente ligada a él y amparada por su amor, y que también comprendería sus planes para ella.
Su primera reacción al salir a la oscuridad nocturna fue angustia por partida doble. Una y otra vez, su mente giraba en torno al cúmulo de desgracias e injusticias que habían coincidido en un mismo día.
Pero a medida que ascendía por la montaña, tuvo la sensación de que la luz iba ganando terreno en su interior. La carga que la oprimía le estaba siendo levantada de sus hombros y empezó a vislumbrar un sentido. «Sí, no cabe otra explicación -pensó-. Cuando se permiten injusticias así, es que el mundo se aproxima a su final. De otro modo no se entiende que la bondad se vuelva pecado, ni que Dios no tenga poder para impedir el mal, ni que se persiga a los justos, ni que a la mentira nadie oponga la verdad.» Se detuvo y meditó. Sí, sin duda era eso, la llegada del Señor era inminente y dentro de poco ella le vería descender de los cielos.
De ser así, entendería por qué les habían convocado en Jerusalén: Dios, en su benevolencia, había enviado a Jerusalén, a ella y todos sus hermanos, para ir al encuentro de Jesús. Gertrud juntó las manos con entusiasmo, maravillada de lo inconmensurable de la idea.
Escaló con paso ligero el monte hasta que alcanzó la cima desde la cual Jesús ascendió a los cielos. Una valla le impedía entrar al sitio exacto pero, desde afuera, se quedó mirando el firmamento, donde ya clareaban las primeras luces. «Quizá llegue hoy mismo», pensó. Juntó las manos y levantó la vista hacia el cielo cubierto de unas nubes leves como plumas. No tardaron en teñirse de rojo y su resplandor pareció incendiar el rostro de Gertrud.
– Ya llega -dijo-, ya llega, seguro.
Tenía los ojos clavados en la aurora, como si la viera por primera vez. Le parecía que su vista alcanzaba muy lejos. Hacia el este divisó un arco profundo con un ancho y elevado portal; ahora sólo cabía esperar que las hojas se abrieran para ver aparecer a Cristo con su séquito de ángeles.
Al cabo de un rato el este abrió realmente sus puertas y el sol avanzó por el firmamento. Gertrud quedó como suspendida mientras el sol proyectaba sus rayos sobre el oeste de Jerusalén, donde un mar de colinas se extendía ondulante. Aguardó sin moverse hasta que el sol ascendió tan alto que sus rayos centellearon en la cruz de la cúpula del Santo Sepulcro.
Gertrud creía haber oído que Cristo vendría en el amanecer, sobre las alas de la aurora. Tuvo que aceptar que esa mañana no podía seguir esperándole, pero eso no la abatió ni desasosegó su espíritu.
– Vendrá mañana y no hoy -dijo con la mayor convicción.
Descendió el monte y volvió a la colonia con el rostro radiante de felicidad. Sin embargo, no le confió a nadie la jubilosa, inconmensurable certeza que la embriagaba. Durante todo el día estuvo sentada trabajando como de costumbre y hablando de cosas cotidianas.
A la madrugada siguiente se encontraba de nuevo en el monte de los Olivos esperando la aurora.
Y allí volvía, alba tras alba, porque quería ser la primera persona del mundo en ver aparecer la estrella radiante de la mañana que era Cristo.
Sus escapadas al monte no tardaron en llamar la atención de toda la colonia y se le pidió que se quedara en casa. Sus correligionarios le hicieron comprender que sería perjudicial para ellos si la gente la veía cada mañana en el monte de los Olivos aguardando de rodillas la aparición de Jesucristo. Si persistía, a la calumnia se añadiría el tildarlos de locos.