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Gertrud intentó obedecer y quedarse en casa. Pero se despertaba con el alba iluminada por la idea de que, justamente, ése era el día que vendría Jesús. Entonces nada ni nadie habría podido impedirle que se levantara y acudiese corriendo para recibir a su rey y salvador.

Esta continua espera llegó a fundirse con su persona. No podía resistirse a ella y tampoco librarse. En todos los otros aspectos era la misma de siempre. No había ningún desorden en su cerebro, el único cambio consistía en que se había vuelto más dulce y risueña que antes.

Con el tiempo se acostumbraron tanto a sus paseos matutinos que la dejaron ir y venir sin que a nadie le importara. Eso sí, al salir de madrugada ella notaba una sombra que la esperaba junto al portón. A medida que subía la montaña se hacía más audible el sonido de suelas con tacones de metal. Ella nunca hablaba con la sombra, pero aquel sonido a sus espaldas le daba seguridad.

En ocasiones, cuando bajaba del monte se topaba con Gabriel, que la esperaba apoyado contra un muro. Entonces bajaban juntos a la colonia; a Gertrud no se le escapaba que él la esperaba para hablar de Gunhild. A ella la alegraba poder darle esa satisfacción. Cuanto más hablaba con Gabriel, más se daba cuenta de lo amable y bondadoso que era. Gertrud no tardó en contarle sus sueños y esperanzas. Gabriel no se mostró de acuerdo con ella, al contrario, intentó hacerla entrar en razón; pero había en sus modos tanta indulgencia que no la asustó.

El pachá Baram

Los gordonistas se alegraron sobremanera cuando se les presentó la oportunidad de alquilar una gran casa-mansión en las afueras de la Puerta de Damasco. Era una vivienda muy agradable con terrazas en los tejados y galerías abiertas que brindaban un oasis de frescura en medio del tórrido calor. Era casi inevitable interpretar la suerte de encontrar una casa así como una especial gentileza por parte de Dios. A menudo comentaban que no sabían qué habrían hecho para conseguir el bienestar y la cohesión de la comunidad si no hubieran logrado alquilar una vivienda tan grande, donde no faltaban ni una gran sala para sus asambleas, ni refectorio, ni talleres.

Resulta que la casa era propiedad del pachá Baram, por entonces gobernador de Jerusalén. Hacía unos tres años, le había regalado aquella enorme mansión a su esposa, a quien amaba más que a nada. Consciente de que nada podría hacerla más feliz, mandó edificar una vivienda donde pudiera albergar a su gran familia, es decir, a todos sus hijos y nueras, a todas sus hijas y yernos, y a todos los nietos y criados de que disponían.

Sin embargo, una vez acabada la mansión, al poco tiempo de que el pachá Baram se hubiese mudado allí con los suyos, sucedió una terrible desgracia. Durante la primera semana que habitó en la casa perdió a una de sus hijas, durante la segunda a otra, y durante la tercera murió su amada esposa. El pachá, profundamente afligido, abandonó su nuevo palacio, lo cerró a cal y canto y juró no volver a pisarlo.

Desde entonces el palacio había estado deshabitado, hasta que aquella primavera los gordonistas le pidieron al gobernador Baram que se lo arrendara. A todos sorprendió que diera su consentimiento, ya que cualquiera habría dado por supuesto que el pachá no iba a permitir que nadie traspasara sus puertas.

Pero cuando empezó a circular la grave calumnia acerca de los gordonistas, varios misioneros americanos deliberaron entre sí respecto al mejor modo de obligar a sus compatriotas a marcharse de Jerusalén. Y acordaron solicitar una audiencia con Baram y hablarle acerca de sus inquilinos. Le contaron todas las supuestas vilezas de que eran culpables y luego le preguntaron cómo podía consentir que gente tan despreciable habitara aquel palacio inicialmente construido para su esposa.

Sucedió hacia las ocho de la mañana de un hermoso día de mayo.

La pesada oscuridad de la noche, que había mantenido inmovilizada a la ciudad con sus tinieblas, ya se había disuelto y Jerusalén recuperaba su aspecto de cada día. Los mendigos de la Puerta de Damasco hacía rato que habían ocupado sus respectivos puestos, y los perros callejeros, muy activos durante la noche, se disponían a descansar en sus guaridas y estercoleros de costumbre. Una reducida caravana había montado su campamento junto a la puerta la noche anterior y ahora se disponía a levantarlo y proseguir la marcha; los camelleros ataban paquetes de mercancías a los animales echados, los cuales mugían al sentir la presión de la carga en sus lomos. Extramuros, por la carretera, venían campesinos con sus canastas repletas de hortalizas. De los montes bajaban pastores que cruzaban solemnemente la bóveda del portal, seguidos de grandes rebaños de corderos que iban al matadero, y de cabras que había que ordeñar.

Justo cuando el tránsito en el portal era más intenso, llegó un anciano montado en un hermoso asno blanco. Iba magníficamente vestido con camisa de una seda rayada y caftán talar de brocado azul celeste con ribetes de piel. Tanto el turbante como la faja estaban ricamente adornados con hilos de seda dorada. Sin duda otrora su rostro había sido bello y venerable. Ahora la vejez había hecho en él estragos, dejando los ojos lacrimosos, la boca hundida y la abundante barba blanca enmarañada y con las puntas amarillentas.

La concurrencia que se apretujaba frente al portal, muy sorprendida, se decía: «¿Por qué sale el pachá Baram por la Puerta de Damasco y toma el camino que no ha querido ni ver en tres años?» Otros preguntaban: «¿Acaso el pachá Baram tiene la intención de visitar su palacio, el cual juró no volver a pisar?»

Mientras Baram, montado en su asno, atravesaba la multitud agolpada en torno al portal, le dijo a su sirviente Mahmud que le acompañaba:

– ¿Oyes cómo todos estos que nos encontramos se extrañan de verme y se preguntan qué sucede y si el pachá Baram se dirige al palacio que no ha visitado en tres años?

Y su sirviente le respondió que sí oía cómo se extrañaba la gente.

Entonces, Baram respondió resentido:

– ¿Creen de verdad que estoy tan chocho que pueden hacer conmigo lo que quieran? ¿Creen que toleraré que unos extranjeros lleven una vida licenciosa en la casa que construí para mi esposa, una mujer tan bondadosa y honesta?

El sirviente intentó aplacar su ira recordándole:

– Señor, olvidáis que no es la primera vez que los cristianos se difaman entre sí.

El pachá alzó los brazos furioso y gritó:

– ¡Las estancias donde murieron mi mujer y mis hijas se han convertido en un nido de bailarinas y juerguistas! Este día no llegará a su fin sin que esos rufianes sean expulsados de mi casa.

Tras proferir esta amenaza, el anciano se cruzó con una fila de niños que venían por el camino de dos en dos y a paso ligero. Al mirarlos le parecieron distintos de los otros niños que pululaban por las calles de Jerusalén, ya que éstos llevaban ropa limpia sin rotos, iban bien calzados y su cabello perfectamente peinado era rubio.

Baram retuvo su asno y le dijo a su sirviente:

– ¡Ve y pregúntales quiénes son!

– No necesito preguntar quiénes son -contestó el sirviente-, ya que los veo cada día. Son los hijos de los gordonistas camino de la escuela que esa gente ha establecido en la ciudad, en una casa junto a la muralla donde vivían antes de alquilar la mansión de su excelencia.

Mientras el pachá aún miraba cómo se alejaban los niños, llegaron dos hombres de la colonia gordonista arrastrando una carreta cargada de pequeñuelos que no tenían edad para ir andando a la ciudad. Y el pachá vio que los chiquitines batían palmas de contento ahí subidos a la carreta, y que quienes la arrastraban se reían con ellos y corrían más deprisa para hacerles felices.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le preguntó a su amo:

– ¿No os parece, mi señor, que estos niños han de tener buenos padres?

Sin embargo, el pachá era un hombre mayor y tozudo, como suelen serlo los viejos.