– Nunca he visto un rostro al cual el Todopoderoso haya otorgado mayor hermosura y pureza. No me atrevo a decirle que he oído que su gente vive entregada al pecado y la lascivia.
Y el pachá se derrumbó en una butaca y ocultó el rostro entre las manos mientras intentaba esclarecer dónde se encontraba la verdad, si en lo que había oído o en lo que veía.
Entonces la puerta se abrió muy despacio y un vagabundo viejo y pobre entró en la sala. Llevaba una raída túnica gris y unos trapos le envolvían las piernas; en la cabeza un sucio turbante verde revelaba que era descendiente de Mahoma. Sin reparar en la presencia del pachá, tomó asiento en un sillón apartado del resto. Le dejaron hacer sin que nadie le preguntara qué deseaba.
– ¿Quién es este hombre y qué desea? -inquirió el pachá a la señorita Young.
– No lo conocemos -contestó ella-, nunca ha estado aquí antes. No debéis molestaros por su presencia, nuestra casa está abierta a todo aquel que busque refugio.
– Mahmud -ordenó el pachá-, ¡ve a preguntarle a ese vagabundo descendiente del profeta qué quiere de estos cristianos!
Mahmud lo hizo y luego regresó junto al pachá.
– Dice que no solicita nada, pero que no quería pasar sin entrar porque está escrito: «¡No dejes que tus pies te hagan pecar pasando de largo la morada de un justo!»
Baram se quedó callado un buen rato.
– Seguro que has oído mal -dijo por fin-. ¡Pregúntale de nuevo qué se le ha perdido en esta casa!
Mahmud fue y volvió. Repitió textualmente la misma respuesta.
– ¡En ese caso, Mahmud, amigo mío, démosle gracias a Dios! -dijo el pachá Baram con sencillez-. Él nos ha enviado a este hombre para iluminarnos, le ha hecho entrar aquí para que mis ojos se abrieran a la verdad. Ahora nos vamos, Mahmud, amigo, y yo no voy a echar a estos cristianos de su casa.
Poco después, el pachá se marchó de la colonia; pero al cabo de una hora Mahmud regresó conduciendo el hermoso asno blanco del gobernador. Lo entregó a los colonos con un saludo y dijo que el pachá Baram deseaba que el asno llevara a los niños más pequeños a la escuela por las mañanas.
La Gehena
Fuera de los muros de Jerusalén, en la ladera sur del monte Sión, una de las misiones americanas poseía un camposanto y los colonos gordonistas obtuvieron permiso para sepultar a sus muertos allí. Un buen número de los suyos descansaban ya ahí, desde el joven Jacques Garnier, ex grumete de L'Univers y primer gordonista en fallecer, hasta Edward Gordon en persona, muerto de fiebres el año anterior, tras su regreso de América.
Como cementerio era el más sencillo y humilde que quepa imaginar. Consistía únicamente en un pequeño solar cuadrado, rodeado de un muro cuya altura y grosor lo hacían más propio de una fortaleza. No había allí árboles ni céspedes; aparte de limpiarlo y quitar escombros, no se le había dispensado ningún tratamiento, pero al menos el terreno estaba limpio y parejo. Cubrían los túmulos funerarios unas lápidas planas de piedra caliza, de las que abundan tanto en Jerusalén, y junto a algunas tumbas se observaban sofás y sillas verdes.
En la esquina inferior oriental, desde donde podría haberse divisado una preciosa vista sobre el mar Muerto y las montañas de reflejos dorados de Moab si no fuera por el muro que se alzaba en medio, se hallaban las sepulturas de los ciudadanos suecos. Yacían allí ya tantos de ellos que se diría que Nuestro Señor no les exigía otro sacrificio que abandonar su tierra y sus hogares para abrirles las puertas de su reino. Allí yacía Birger Larsson, el herrero, y el hijo pequeño de Ljung Björn, Eric, y la hija del concejal, Gunhild, y Brita Ingmarsdotter, muerta de viruela poco después de Gunhild. También reposaban los restos de Per Gunnarsson y Märta Eskilsdotter, pertenecientes a la comunidad que Hellgum fundó en América. La muerte había segado tantas vidas entre los suyos que los colonos se azaraban al pensar que habían acaparado una porción tan grande del angosto cementerio.
Tims Halvor Halvorsson también tenía a alguien de su sangre en aquel camposanto. Era su hija menor, una niñita que sólo había alcanzado la edad de tres años y de la que estaba enormemente prendado; además, de sus hijos era la que más se parecía a él. No creía haber sentido un cariño semejante por nadie en el mundo como por aquella hija. Y no podía olvidarla. Hiciera lo que hiciese, siempre estaba con ella en el pensamiento.
Si hubiera muerto en Dalecarlia y hubiese sido enterrada en el cementerio parroquial, seguramente habría logrado apartarla de su mente, pero aquí le parecía que su niña debía sentirse muy sola y abandonada en ese horrible cementerio. Por las noches la imaginaba sentadita sobre su lápida, llorando y tiritando de frío mientras gemía porque le daba miedo la oscuridad y el extraño mundo que la rodeaba.
Una tarde, Halvor bajó al valle de Josafat y recogió amapolas rojas, las más lozanas y hermosas que pudo encontrar, para llevarlas a la sepultura. Mientras caminaba por el terreno reverdeciente del fondo del valle se dijo: «¡Ay, si mi niña pudiese estar aquí a campo abierto, bajo un puñado de hierba, para que al menos no la rodease ese muro horrendo!» Siempre había odiado el alto muro que circunscribía el camposanto. Cada vez que pensaba en su pobre hijita muerta tenía la sensación de haberla abandonado en una casa oscura y helada, encerrada allí sin las atenciones de nadie. «Tengo frío y sufro -le parecía oír a la niña-. Tengo frío y sufro.»
Halvor salió del valle y enfiló el estrecho sendero extramuros hasta que salió al monte Sión. El cementerio caía un poco a la izquierda de la Puerta de Sión, debajo del gran jardín de los armenios.
Halvor no dejaba de pensar en su hija. Avanzaba por el conocido camino sin levantar los ojos del suelo. Pero enseguida se percató de que había algo distinto. Levantó la vista y descubrió a unos hombres más allá, ocupados derribando un muro. Halvor se paró y los observó. ¿Qué muro podía ser ese que estaban derribando? ¿Había sido un edificio o una cerca? El cementerio debía estar justamente a esa altura, ¿o acaso se había equivocado de camino?
Tardó unos minutos en situarse pero finalmente comprendió lo que había sucedido. Lo que los trabajadores habían echado abajo era el muro del cementerio.
Halvor intentó convencerse de que lo habían derribado para ampliar el recinto o para sustituir el muro por una valla de hierro. Pensó que sin el muro habría menos humedad y frío allí dentro. Pero apuró el paso lleno de malos presagios. «¡Mientras no me toquen a la niña! -pensó-. Ella está junto al muro, ¡que no me la toquen!»
Entró en el cementerio sin resuello, trepando por el montón de escombros. Finalmente, pudo apreciar la situación que reinaba en el interior. En el acto sintió que el corazón le fallaba; de pronto se le paró, luego dio un par de fuertes latidos, luego volvió a pararse. Era como un reloj cuando se estropea. Halvor tuvo que tomar asiento en una piedra mientras pasaba lo peor. Al cabo de un rato el corazón empezó a latir a su ritmo habitual, aunque pesadamente y con esfuerzo. «Ya está -se dijo despacio-. No me moriré de ésta.»
Se armó de valor y echó una nueva ojeada al cementerio. Todas las tumbas estaban abiertas y no había ni rastro de los féretros. En el suelo vio un par de vértebras y calaveras probablemente caídas de algún ataúd podrido. Las lápidas habían sido amontonadas en un rincón.
– ¡Oh, Dios mío, ¿qué han hecho con nuestros muertos? -gritó Halvor. Se acercó a los obreros-. ¿Qué habéis hecho de mi Greta? -les increpó en sueco.
Estaba fuera de sí y no sabía exactamente lo que decía. De pronto se dio cuenta de que hablaba en su lengua materna y, pasándose la mano por la frente, sintió vergüenza. Se recordó quién era. No era ningún mocoso asustadizo sino un hombre maduro y sensato, un labriego importante que en su día había gozado de la admiración de todo un pueblo. Era indigno de un hombre así perder los estribos.