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Así pues, adoptó una actitud comedida y severa y les preguntó en inglés si sabían por qué habían removido el cementerio.

Los obreros eran nativos pero uno de ellos sabía algo de inglés.

Le explicó a Halvor que los americanos habían vendido el camposanto a los alemanes, quienes tenían la intención de construir un hospital en aquel sitio. Ésa era la razón por la que habían tenido que exhumar a los muertos.

Halvor calló unos instantes considerando la respuesta. Así que iban a construir un hospital allí, justamente allí. ¿Cómo no habían encontrado un sitio en cualquiera de las colinas peladas que abundaban por la zona? ¿Por qué habían tenido que meterse justamente ahí? ¿Y qué pasaba si los desenterrados venían a llamar a la puerta del hospital una noche oscura pidiendo que les dejaran entrar? «Nosotros también queremos una cama aquí», podrían exigir. La cola que formarían los muertos sería larga: entre otros Birger Larsson, el pequeño Eric, Gunhild y su hijita, que vendría la última.

Halvor se aguantó las lágrimas mientras por fuera intentó aparentar desapego, como si la cosa no fuera con él. Adoptó una expresión indiferente, trasladó todo su peso sobre una pierna y empezó a hacer oscilar el ramo de amapolas rojas.

– ¿Pero qué habéis hecho con los muertos? -preguntó.

– Los americanos han venido a llevarse sus féretros -contestó el peón-. Todos los que tenían familiares aquí han recibido un aviso de que vinieran a buscarles. -En este punto el peón se interrumpió y observó a Halvor-. ¿No será usted de la casa grande que está frente a la puerta de Damasco? Los que viven allí no han sacado a ninguno de sus muertos.

– A nosotros no nos han avisado -dijo Halvor mientras seguía con aquel vaivén del brazo que hacía oscilar las amapolas. Su rostro, de tanto ocultar su tormento, se había vuelto de piedra.

– Los que nadie ha venido a buscar están allí -repuso el obrero señalando un lugar colina abajo-. Le voy a enseñar dónde están para que puedan enterrarlos.

El hombre se adelantó y Halvor echó a andar tras él. Al bajar por el muro derribado se agachó y cogió una piedra. El peón caminaba tranquilamente, con desenvoltura, mientras Halvor venía detrás con la piedra en la mano.

– Qué raro que no me tenga miedo -dijo Halvor en sueco-, que se atreva a caminar tan cerca de mí. Y eso que él es uno de los que han profanado la sepultura, que ha arrojado a mi niña a un vertedero.

»Greta, pequeña mía -gimió-, tan bonita que se merecía un arca de mármol. Y ni siquiera la han dejado descansar en paz en esa maldita tumba.

»Tal vez fue este mismo hombre quien desenterró el féretro -murmuró sopesando la piedra-. Nunca he tenido tantas ganas de machacar una cosa como ese cráneo afeitado que tienes debajo de la gorra. Para que lo sepas, mi pequeña era la Greta de Ingmarsgården -dijo envalentonándose-, y por derecho le correspondía yacer junto a don Ingmar, su abuelo. Por nacimiento ella, mi niña, tenía derecho a una tumba propia en la que dormir hasta el día del Juicio. Aquí no pudimos celebrar un funeral como Dios manda, y tampoco la llevamos al cementerio al son de las campanas, ni era un pastor de verdad quien leyó la misa. Pero eso no te daba permiso para desenterrarla. Puede que yo no haya demostrado ser un buen padre para ella; pero por mal padre que sea, no permitiré que la saques impunemente de su sepultura.

Halvor levantó la piedra y sin duda se la habría arrojado de no ser porque el hombre se detuvo en ese preciso instante y se dio la vuelta.

– Aquí los tiene -dijo.

Entre montañas de basura y pilones de escombros se abría un hoyo profundo en el cual habían arrojado los sencillos ataúdes negros de los colonos. Los habían volcado allí sin ningún miramiento y los más antiguos se habían rajado, de modo que los cuerpos que contenían eran perfectamente visibles. Algunos ataúdes habían caído boca abajo y entre las tapas podridas asomaban manos largas y desecadas que parecían querer colocar la caja como era debido.

Mientras Halvor tenía la vista clavada en el hoyo, los ojos del peón repararon en los dedos emblanquecidos con que aferraba la piedra. De ahí, los ojos se trasladaron al rostro de Halvor, y lo que el hombre leyó debió de ser terrible puesto que profirió una exclamación y echó a correr.

Pero Halvor había dejado de pensar en él. Lo que sus ojos veían le había aniquilado. Lo peor era que el acre olor a muerto se había elevado y anunciaba a los cuatro vientos lo sucedido. Un par de buitres surcaban ya el cielo azul y sólo esperaban la llegada de otros camaradas para descender. De la distancia llegaba el zumbido de enjambres de bichos negros y amarillentos que sobrevolaban los ataúdes. Dos perros callejeros llegaron al trote y, con las lenguas a un palmo del suelo, se echaron en el borde de la fosa mirando hacia abajo.

Con un escalofrío, Halvor recordó que se encontraba en una ladera del valle de Hinnom, muy cerca del lugar donde antiguamente ardía el fuego perenne de la Gehena. «¡Qué duda cabe, esto es la Gehena, la morada del horror!», [50] gritó. Sin embargo, no se quedó más tiempo paralizado contemplando aquello. Bajó corriendo a la fosa, empezó a apartar a un lado los pesados ataúdes y a arrastrarse y escarbar entre los muertos. Buscó y buscó hasta que dio con la caja de su Greta. Y cuando la halló se la cargó a los hombros y salió de la fosa.

– ¡Al menos no podrá decir que su padre la dejó pasar una noche en este sitio! -exclamó-. ¡Querida hija! -dijo con voz seria y solemne, como si quisiera justificarse ante la niña muerta-. Queridísima Greta, no sabíamos nada de todo esto. Nadie sabía que abrirían tu sepultura y te sacarían. A los demás sí les advirtieron, pero a nosotros no. No nos tienen por personas, por eso no se molestaron en avisarnos.

Cuando salió de la fosa con la caja al hombro sintió que el corazón le fallaba de nuevo. Tuvo que sentarse hasta que el dolor más agudo cedió un poco.

– No tengas miedo, hijita -dijo-. Esto se me pasará enseguida. Descuida, cariño, te sacaré de aquí.

Al cabo de un rato recuperó las fuerzas y con la caja al hombro enfiló la cuesta de Jerusalén.

Mientras caminaba por el angosto sendero extramuros le pareció que todo se veía diferente. La muralla y las ruinas le asustaban. Todo se había transformado en algo amenazante y maligno. Aquel país que no era el suyo y aquella ciudad que no era la suya se regocijaban con su sufrimiento.

– No me tengas a mal, bonita mía, que tu padre te haya traído a un país tan despiadado -le explicaba-. Si esto hubiera pasado en nuestra tierra, los bosques llorarían y las montañas gemirían de dolor; pero aquí no existe la piedad.

Ralentizó la marcha para no forzar su corazón, al que le costaba impulsar la sangre por sus venas. Se sentía desesperado e indefenso, sí; pero, ante todo, angustiado por encontrarse tan lejos, en una tierra ajena donde nadie tenía por qué compadecerse de él.

Luego dobló en una esquina y avanzó a lo largo del muro oriental. El valle de Josafat, repleto de tumbas, se extendió ante él.

«Y nada menos que aquí se celebrará el Juicio Final y los muertos resucitarán -pensó-. Y ese día ¿qué dirá Dios de mí, que he conducido a los míos a esta ciudad de la muerte, Jerusalén? Y también a mis vecinos y allegados les he persuadido de venir a esta ciudad del horror. Me acusarán ante Dios por ello.» Le pareció oír que sus paisanos tomaban la palabra contra él. «Confiábamos en él y nos condujo a una tierra donde se nos despreciaba más que a los perros, y a una ciudad cuya crueldad nos mataba.»

Intentó apartar esas ideas, pero le resultó imposible. De repente vio ante sí todas las penurias y peligros que les aguardaban a sus compañeros. Pensó en la dura pobreza que pronto sería la suya, ya que nadie les remuneraba por su trabajo. Pensó en el clima al que no estaban acostumbrados y en las enfermedades que acabarían con ellos. Pensó en los estrictos mandamientos que se habían impuesto y que con el tiempo les llevarían a las divisiones y al hundimiento. Se sintió agotado.

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[50] Gehena, en lenguaje bíblico, el infierno. Como se ha venido anunciando en notas anteriores, el valle de Hinnom fue lugar de cultos idolátricos donde se ofrecían niños en holocausto. Los judíos aborrecieron el lugar y mandaron destruirlo, pasó a ser un lugar donde cadáveres y basuras no aptos para el culto eran incinerados. Los escritos apocalípticos del siglo ii lo mencionan como el lugar donde en el Juicio Final, los apóstatas, impíos e idólatras serán castigados con las tinieblas, el fuego y los gusanos. (N. de la T.)