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– ¡Y esto es algo que necesariamente va a ocurrir -exclamó Kolås Gunnar-, porque es una profecía divina y aún no se ha cumplido! Y yo me pregunto por qué no puede cumplirse hoy o cualquier día de éstos.

Sin embargo, cuando Hellgum, también presente, oyó esto, se acaloró, pidió prestada la Biblia de Ljung Björn y leyó algunos versículos de las Crónicas.

– ¡Fijaos en esto! -dijo-. Es lo más extraordinario que he oído nunca.

Y les leyó cómo en tiempos del rey Ezequías se supo que Senaquerib se disponía a asediar Jerusalén. Ezequías se había reunido con sus jefes y oficiales más valerosos y todos le habían dicho: «¿Por qué han de encontrar los asirios, cuando lleguen, agua en abundancia?» Así que Ezequías salió con un gran ejército y cegó las fuentes de los extramuros de Jerusalén, y el gran río que corría por en medio del territorio.

Cuando Hellgum hubo finalizado la lectura escrutó la tierra yerma que rodeaba la colonia.

– Le he dado muchas vueltas a este relato -dijo-, y les he hecho preguntas a los americanos acerca de él. Y ahora os voy a contar lo que me han dicho.

»Bien, me han dicho que en época del rey Ezequías esta meseta estaba cubierta de incontables árboles y arbustos. No crecían cereales en este terreno tan pedregoso; pero había muchos huertos llenos de granados y albaricoques, de azafrán, cálamo y canela, de arbustos de henna y fragantes plantas de nardos, de todo tipo de árboles aromáticos y toda clase de frutos exquisitos. Todos estos árboles estaban bien regados; cada uno de estos edenes desviaba agua de torrentes y arroyos, y cada dueño de un huerto o jardín tenía derecho a regar su propiedad durante unas horas al día.

»Pero una mañana el rey Ezequías salió con sus tropas, una mañana en que todos estos árboles lucían sus mejores galas. Mientras Ezequías se alejaba los albaricoques y los almendros desparramaron sus pétalos sobre él. Cuando Ezequías se fue por la mañana el aire estaba cargado de esencias balsámicas, y cuando al final del día regresó a casa con sus tropas, los árboles le recibieron con las mismas deliciosas fragancias.

»Sin embargo, ese día el rey Ezequías había cegado todas las fuentes de Jerusalén y el gran canal que dividía el territorio en dos. Y al día siguiente ya no fluyó agua en las acequias que conducían el agua hasta las raíces de los árboles. Al cabo de unos días, cuando los árboles debían empezar a dar fruto, estaban desfallecidos y dieron muy poco, y cuando brotaron las hojas éstas eran pequeñas y deformes.

«Después vinieron malos tiempos para Jerusalén, con guerras y grandes catástrofes. Nadie tenía tiempo de reabrir las fuentes ni de reconducir el gran canal a su cauce. Y los árboles frutales de la meseta que rodeaban la ciudad se secaron, algunos durante la primera sequía de verano; otros durante la segunda; y otros durante la tercera. Y alrededor de Jerusalén la tierra se volvió yerma, y así continúa siéndolo hasta el día de hoy.

Se interrumpió para coger un cascajo del suelo y escarbar la tierra.

– Pero ahora resulta -continuó- que al regresar los judíos de Babilonia no supieron encontrar el sitio por donde habían cegado el canal, y tampoco la situación de las fuentes cuyas aguas se habían desviado. Y hasta hoy nadie las ha encontrado. Pero nosotros, que estamos aquí sentados ansiando un trago de agua, ¿por qué no salimos en busca de las fuentes del rey Ezequías? ¿Por qué no localizamos el gran canal y las numerosas fuentes? Si los encontráramos los árboles volverían a crecer en las mesetas y este país sería rico y fértil. Ese descubrimiento valdría más que un yacimiento de oro.

Cuando Hellgum acabó su discurso los otros sopesaron sus palabras. Todos admitieron que debía ser como él lo había explicado y que no parecía imposible dar con el gran canal. Pero ninguno se levantó para poner manos a la obra y comenzar la búsqueda; ni siquiera Hellgum. Se notaba que sus palabras no eran otra cosa que un capricho con el cual intentaba aplacar su sed.

Entonces habló Hök Gabriel Mattsson, que hasta el momento sólo había escuchado a los otros sin abrir la boca.

– Yo no pienso en aguas tan sagradas y extraordinarias como vosotros -dijo despacio-, pero me paso el día pensando en un río de aguas claras que discurre fresco y cristalino.

Los otros le observaron con mirada expectante.

– Pienso en un río que recoge las aguas de muchos arroyos y riachuelos y que baja ancho y caudaloso de los oscuros bosques, y cuya agua es tan clara que deja ver los guijarros que centellean en el fondo. Y ese río no está seco como el Cedrón, ni es una quimera como el río de Ezequiel, ni es imposible de encontrar como el de Ezequías, sino que fluye a raudales en el día de hoy. El río en que pienso es el Dal.

Los tres hombres se quedaron sentados sin rechistar, cabizbajos. Desde el momento en que se hizo mención del río Dal nadie fue capaz de hablar de los ríos y fuentes de Palestina.

Ese mismo día hacia el mediodía tuvo lugar otra defunción. Murió uno de los hijos pequeños de Kolås Gunnar, un chiquitín muy alegre al que todos querían.

Sin embargo, parecía que nadie llevase duelo por aquel niño porque todos cayeron presa de un pánico que apenas podían dominar. El niñito muerto se les antojaba una señal de reproche, les hacía ver lo imposible que era para todos sobrevivir a aquel mal.

Los funerales se prepararon con la precipitación de rigor; pero los que confeccionaban el ataúd se preguntaban quién haría ese trabajo cuando les tocara a ellos; y las que amortajaban el cadáver explicaban cuáles eran sus deseos para cuando estuviesen muertas.

– ¡Acuérdate, si es que vives más que yo -le decía una a la otra-, que quiero que me amortajen con mi propia ropa!

– Acuérdate -decía su compañera- que quiero un crespón negro alrededor del féretro y que me entierren con la alianza de matrimonio.

En medio de todo esto se difundieron por la colonia unos extraños rumores. Nadie sabía quién había sido el primero en pronunciar las palabras; pero una vez pronunciadas, todo el mundo prestó oídos y meditó sobre ellas. Como suele ocurrir, al principio los colonos suecos pensaban que se les proponía algo disparatado y absurdo, pero poco después la propuesta pasaba a resultarles sensata y hasta la única opción viable.

Pronto no se habló de otra cosa en la colonia: sanos como enfermos, suecos como americanos, todos decían: «Quizá lo mejor es que los labriegos vuelvan a Dalecarlia.»

Ninguno de los americanos era capaz de ocultar su convicción de que todos los campesinos suecos perecerían en Jerusalén. Por muy triste que fuera el hecho de que tanta gente buena y honrada abandonase la colonia, no parecía haber alternativa. Mejor que volvieran a su país y obraran por la causa de Dios lo mejor que pudieran en su tierra, que morir allí, en la Ciudad Santa.

Al comienzo, los suecos pensaban que les resultaría imposible marcharse de aquella tierra tan llena de lugares y monumentos sagrados, y se estremecían ante la posibilidad de ser devueltos a las luchas y los temores del mundo después de haberse acostumbrado a la amable y segura vida comunitaria de la colonia. Varios de ellos incluso preferían morir antes que volver a casa. Pero luego la idea les parecía tentadora: «Tal vez no tengamos más remedio que marcharnos», decían persuadidos.

De pronto sonó la campana que solía llamar a los colonos a las misas y reuniones en la sala de asambleas. Todos se sobresaltaron. Imaginaron que la señora Gordon deseaba reunirlos para plantear el regreso a Suecia. Ellos mismos todavía no sabían lo que querían; aunque sí era cierto que la mera idea de eludir la enfermedad y la muerte les suponía un alivio. Esto se notó sobre todo en el hecho de que varios enfermos graves se levantaron y se vistieron para asistir a la reunión.