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Pero como Gabriel seguía con su gesto inquisitivo, Betsy intentó sonsacarle a Gertrud el significado de sus palabras.

– Pues no creo yo que haya agua buena de verdad en Jerusalén -dijo.

– Me extraña que tengas tan mala memoria -dijo Gertrud-, ¿o acaso no viniste el día que visitamos el lugar donde se erigía el antiguo templo de los judíos?

– Claro que fui.

– No fue en la mezquita de Omar -dijo Gertrud rememorando-, no, no fue en esa preciosa mezquita situada en medio de la explanada; sino en esa muy vieja y cochambrosa que hay en una esquina. [52] ¿Acaso no recuerdas que allí dentro había un pozo?

– Claro que lo recuerdo -dijo Betsy-, pero no entiendo cómo puedes creer que allí el agua es mejor que en cualquier otro lugar de la ciudad.

– Me cuesta tanto hablar con esta sed que me quema por dentro… -se quejó Gertrud-. Podrías haber prestado atención cuando la señorita Young nos habló del pozo, ¿no?

Era realmente muy angustioso para Gertrud hablar con los labios resecos y la garganta ardiendo; pero aun así, antes de que Betsy pudiese replicar, ya se había embarcado en el relato de lo que sabía de aquel pozo.

– Ese pozo es el único en toda Jerusalén que siempre tiene agua potable -dijo-. Y eso se debe a que la fuente de la que mana está en el paraíso.

– Me pregunto cómo tú o cualquier otra persona puede saber eso -repuso Betsy sonriendo con tristeza.

– Pues lo sé -afirmó Gertrud muy seria- porque la señorita Young nos contó que un humilde aguador fue una vez en plena sequía de verano a la antigua mezquita para buscar agua. Enganchó su cubeta a la cuerda que colgaba sobre el pozo y la descolgó. Pero cuando la cubeta tocó la superficie del agua se desenganchó y cayó al fondo del pozo. Como comprenderás, el pobre hombre no quería perder su cubeta.

– Sí, lo comprendo -dijo Betsy.

– Así que se apresuró a buscar un par de aguadores más y con su ayuda se descolgó por el pozo oscuro. -Gertrud se incorporó sobre un codo y miró a Betsy con ojos febriles-. Se descolgó hasta muy abajo, ¿entiendes?, y cuanto más descendía, más perplejo le dejaba la suave luz que le llegaba desde el fondo del pozo. Y cuando finalmente tocó tierra firme con los pies, el agua se había retirado y en su lugar descubrió un delicioso jardín. No había ni luna ni sol allí dentro, pero sí un delicado resplandor que le permitía ver el jardín con toda claridad. Lo más extraordinario era que todo parecía dormir; las flores tenían las corolas cerradas, las hojas colgaban plegadas de los árboles, y la hierba se inclinaba plana en el suelo. Los árboles más maravillosos dormitaban apoyados unos contra otros, con las copas sembradas de pájaros inmóviles. Y allí abajo nada era rojo ni verde, sino gris como la ceniza; aunque ya te imaginas que era muy hermoso de todos modos.

Gertrud era prolija en su relato, como si estuviese ansiosa de que Betsy la creyera.

– ¿Y qué pasó luego con ese hombre? -preguntó Betsy.

– Bien, primero se quedó un rato preguntándose dónde estaba; luego temió que los hombres que lo habían descolgado por el pozo perdieran la paciencia si tardaba demasiado. Pero antes de hacerse subir a la superficie se acercó al árbol más grande y delicioso del paraíso y arrancó una ramita que se llevó arriba.

– Opino que no debería haber salido tan rápidamente del jardín del Edén -dijo Betsy sonriendo, pero Gertrud no se dejó interrumpir.

– Cuando estuvo con sus amigos arriba de nuevo -continuó-, les explicó lo que había visto y les mostró la ramita. Y ¿sabes que en el mismo momento en que le dio la luz del sol la ramita empezó a vivir? Las hojas se abrieron y su color ceniciento se transformó en un verde luminoso. Y cuando el aguador y sus amigos vieron eso comprendieron que había estado en el jardín del paraíso, el cual aguarda adormecido bajo los cimientos de Jerusalén, el momento de ascender a la superficie con renovada vida y esplendor el día del Juicio Final.

Gertrud suspiró pesadamente y se hundió en la almohada.

– Cielos, te cansas demasiado al hablar tanto -dijo Betsy.

– No tengo más remedio que hablar para que entiendas por qué hay agua buena en ese pozo -suspiró Gertrud-. Además, ya no queda mucho que contar. Tienes que entender que nadie habría creído que el aguador había estado en el paraíso de no ser por esa ramita que trajo como prueba. Pero como la rama pertenecía a un tipo de árbol desconocido para aquel hombre, sus amigos quisieron bajar al pozo enseguida para también contemplar el Edén. Pero el agua ya lo había inundado de nuevo y por muy hondo que bajaron no pudieron tocar el fondo.

– ¿Así que nadie más que él pudo ver el paraíso? -dijo Betsy.

– No, nadie más, y desde ese día el agua nunca se ha vuelto a retirar, y a pesar de que incontables personas han intentado llegar al fondo del pozo nadie lo ha conseguido.

Gertrud dio un hondo suspiro. Y prosiguió:

– Lo que pasa es que la providencia no debe querer que conozcamos el paraíso en esta vida.

– No, supongo que no -concedió Betsy.

– Pero lo importante para nosotros es saber que dormita ahí abajo, aguardándonos.

– Sí, así es.

– Y ahora, Betsy, ya debes entender por qué el agua de ese pozo cuya fuente mana del paraíso siempre está limpia y fresca.

– ¡Ay cielos, si pudiera conseguirte un poco de esa agua que tanto anhelas! -dijo Betsy sonriendo con pesar.

Justo cuando Betsy decía esto, una de sus hermanitas pequeñas abrió la puerta y le hizo una señal.

– Betsy, madre ha caído enferma -dijo la niña-, está en cama y te llama.

Betsy se desconcertó, no sabía si podía dejar sola a Gertrud. Pero al instante tomó una decisión y se volvió hacia Gabriel, quien todavía estaba apoyado junto al quicio de la puerta.

– ¿Podrías quedarte aquí con Gertrud y cuidarla mientas yo estoy fuera? -le preguntó.

– Sí -dijo Gabriel-, la cuidaré lo mejor que pueda.

– Intenta hacerla beber, a ver si deja de pensar que va a morirse de sed -le susurró Betsy al marcharse.

Gabriel ocupó el lugar de Betsy junto a la cama. A Gertrud parecía darle igual que fuera él o Betsy quien estaba ahí sentado. Seguía hablando del pozo del Edén, contándose a sí misma lo refrescante, clara y limpia que tenía que ser aquella agua.

– ¿Ves, Gabriel? No consigo convencer a Betsy de que el agua de ese pozo es mejor que cualquier otra -se quejó-. Es por eso que no hace nada para conseguírmela.

Gabriel, caviloso, consideraba el asunto.

– Le estoy dando vueltas a la idea de ir a buscarte agua de ese pozo -dijo.

Gertrud se horrorizó y le agarró por la manga para retenerle.

– No, ni lo pienses, sólo me quejo de Betsy porque me muero de sed. Pero sé perfectamente que ella no puede ir a buscar agua del pozo del Edén. La señorita Young nos explicó que los musulmanes tienen ese pozo por algo tan sagrado que no permiten que ningún cristiano saque agua de allí.

Gabriel se quedó callado un rato pero siguió dándole vueltas a la misma idea.

– Podría disfrazarme de musulmán -sugirió.

– Ni se te ocurra algo semejante -dijo Gertrud-, es una locura por tu parte.

Sin embargo, Gabriel no quería abandonar la idea.

– Si hablo con el viejo zapatero que remienda nuestros zapatos aquí en la colonia creo que me prestará su ropa -dijo.

Gertrud reflexionaba.

– ¿Está aquí hoy el zapatero? -quiso saber.

– Sí, es tan… -dijo Gabriel.

– Bien, de todos modos no podrá ser -suspiró Gertrud.

– Creo que lo mejor es que salga ahora por la tarde cuando no hay peligro de que coja una insolación -dijo Gabriel.

– ¿Pero no tienes miedo? Tienes que saber que te matarán si se dan cuenta de que eres cristiano.

– Bah, no hay por qué tener miedo si voy bien disfrazado con fez rojo y un turbante blanco, ya sabes, y me dejan unas pantuflas viejas de piel ocre y me arremango la camisa como suelen hacerlo los aguadores.

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[52] En la explanada del Templo hay dos mezquitas, la de Omar o de la Roca, de reluciente cúpula dorada, y la mezquita de Al-Aqsa, cuyo nombre en árabe significa «la más remota» -en relación a la Meca-, que data del siglo viii pero que fue destruida por varios terremotos. No fue reconstruida hasta 1938, por tanto, cuando Selma Lagerlöf visitó Jerusalén en el año 1900, debía encontrarse en un estado bastante ruinoso. (N. de la T.)