– Pero ¿dónde llevarás el agua?
– Cogeré un par de nuestras cubetas de cobre y las colgaré de un yugo sobre el hombro -respondió Gabriel.
A éste le parecía que Gertrud, pese a poner muchas objeciones, revivía ante la expectativa de que él fuera a buscar el agua. Sin embargo, casi al mismo tiempo se dio cuenta de lo imposible de su proyecto.
«¡Cómo voy a ir a buscar agua en un lugar que para los musulmanes es tan sagrado que un cristiano apenas puede pisarlo! -pensó-. Los hermanos de la colonia no me permitirían hacer algo semejante por mucho que quisiera. Por otro lado, ¿de qué serviría? El agua de ese pozo del paraíso debe de ser tan mala como la de todas partes.»
Mientras pensaba en ello, Gertrud le sorprendió diciendo:
– No habrá mucha gente por los caminos a esa hora del día.
«Por lo visto espera que vaya -pensó Gabriel-. ¡Ahora sí que la he hecho buena! Y Gertrud se ha animado tanto que no me atrevo a decirle que toda la idea es imposible.»
– Sí, es verdad -dijo, alargando las sílabas-, tendré el camino despejado hasta la Puerta de Damasco, a menos que me tope con algún colono.
– ¿Crees que te prohibirían ir? -preguntó Gertrud inquietándose.
Gabriel había decidido justamente decirle algo por el estilo para descartar todo el disparatado proyecto; pero al ver su inquietud no tuvo el valor de hacerlo.
– Cómo van a prohibírmelo -dijo animosamente-, si ni siquiera me reconocerán vestido de aguador con las cubas de cobre colgando entre las piernas.
Gertrud se tranquilizó. Pero enseguida se le metió otra idea entre ceja y ceja.
– ¿Tan grandes son esas cubetas? -preguntó.
– Ni que lo jures, no podrás acabarte el agua que te traiga en muchos días.
Gertrud se quedó callada y miró a Gabriel con ojos suplicantes que le pedían que siguiera, y él no pudo resistírsele.
– Una vez atravesada la Puerta de Damasco, lo tendré peor -dijo-, no sé cómo podré sortear todo el gentío.
– Pero los otros aguadores lo consiguen -dijo Gertrud ansiosa.
– Sí, pero no sólo hay gente, también hay camellos -repuso Gabriel inventándose toda suerte de obstáculos.
– ¿Crees que te retendrán mucho? -le preguntó la enferma, inquieta, y a Gabriel le pasó lo mismo que antes, no tuvo valor de decirle a Gertrud que el plan era irrealizable.
– Si llevara agua en las cubetas tendría que esperar, pero como las llevaré vacías podré sortear los camellos.
Aquí Gabriel volvió a callar. Gertrud alargó su enflaquecido brazo y acarició la mano de él un par de veces.
– Qué bueno eres buscándome agua -dijo dulcemente.
«¿Qué será de mí si le doy falsas esperanzas de esta manera?», pensó él. Pero como la mano de Gertrud seguía acariciando la suya, él siguió describiendo el camino que recorrería.
– Luego iré todo recto hasta que llegue a la Vía Dolorosa -dijo.
– Sí, ahí nunca suele haber mucha gente -terció Gertrud ansiosa.
– No, ahí seguramente me cruce con un par de monjas y nada más -coincidió Gabriel-. Puedo seguir adelante sin obstáculos hasta el serrallo y las mazmorras.
Aquí Gabriel volvió a callar, pero Gertrud seguía acariciando su mano muy despacio. Era como una silenciosa oración donde le rogaba que siguiera adelante. «Creo que el mero hecho de que yo hable de ir en busca de agua le alivia la sed -pensó-. Debo contárselo paso a paso.»
– Ahí abajo, junto a las mazmorras, volveré a verme metido en tumultos y aglomeraciones -dijo-, porque seguro que la policía aparece con un ladrón para encarcelarlo, y en esos casos siempre se forma un corro de curiosos y vocingleros a las puertas de la prisión.
– Pero tú pasarás de largo lo más deprisa que puedas, imagino -dijo Gertrud ansiosa.
– No, no pasaré de largo, porque entonces cualquiera vería que no soy un nativo; no, me quedaré a escuchar como si supiera de qué va la cosa.
– Qué listo eres, Gabriel -se admiró Gertrud.
– Cuando todos tengan claro que no volverán a verle el pelo a ese bandido, el grupo se disolverá y yo seguiré mi camino. Ahora sólo me queda atravesar una arcada oscura y ya estoy en la plaza del templo. Pero seguro que cuando esté a punto de pasar por encima de un niño dormido en medio de la calle, otro niño me hará la zancadilla y tropezaré y me pondré a blasfemar en sueco. Entonces me asustaré mucho, claro, y miraré de reojo a los chiquillos para ver si me han descubierto. Pero ellos seguirán en el suelo felices y perezosos, revolcándose en el polvo como antes.
La mano de Gertrud seguía en la de Gabriel, y esto a él le emocionaba de forma extraña. «A Gunhild le habría gustado que la ayudara», pensó. Tuvo la sensación de que le estaba contando un cuento a una niña y empezó a pasárselo bien adornando su fábula con muchas aventuras. «Tendré que sacarle el mayor partido a este paseo, ya que parece que la divierte -pensó-; después ya veré el modo de escurrir el bulto.»
– Bueno, al final salgo al sol que toca de lleno en la amplia explanada del templo -prosiguió-, y he de confesarte que en un primer momento me olvido de ti, del pozo y del agua que he venido a buscar.
– Pero ¿por qué? -le preguntó Gertrud sonriéndole débilmente.
– Por nada -dijo Gabriel muy seguro-, sólo que ahí hay tanta luz, paz y belleza en comparación con los barrios sombríos de la ciudad de donde he venido, que sólo me apetece quedarme quieto y mirar. Además, también está la hermosa mezquita de Omar, que se eleva sobre un promontorio en medio de la explanada, y muchos pabellones y arcadas y escalinatas y pozos cubiertos que mirar. Por no hablar de la historia; cuando pienso que estoy en el atrio del antiguo templo de los judíos, desearía que las grandes losas del pavimento pudieran hablar y contarme todo lo que han visto.
– Pero puede ser peligroso que te quedes ahí parado, mirando todo como si fueras un forastero -se preocupó la enferma.
«Lo que desea, claro, es que vuelva enseguida con el agua -pensó Gabriel-. Es curioso lo ansiosa que está, es como si realmente creyera que voy a ir al pozo del paraíso.» Pero, de hecho, a él le pasaba lo mismo: estaba tan involucrado en su relato que veía ante sí la explanada del templo y narraba sus aventuras como si realmente hubieran ocurrido.
– Bueno, tampoco es que me quede mucho rato parado -repuso-, al contrario; paso de largo la mezquita de Omar y también los altos y oscuros cipreses de la cara sur, y también dejo atrás el gran estanque que dicen es la tina de cobre del templo de Salomón. Y allá donde voy hay gente tumbada sobre el pavimento de piedra tostándose al sol. Ahí juegan niños pequeños y ahí dormitan los haraganes, y un jeque derviche está sentado en medio de un corro de discípulos. Les habla al compás del vaivén de su cuerpo, y cuando lo miro no puedo dejar de pensar: así debió de estar sentado Jesús con sus apóstoles en este mismo lugar. Justo cuando pienso eso, el jeque derviche levanta la vista y me observa. Puedes estar segura de que me asusto: tiene unos ojos grandes y negros que te atraviesan.
– ¡Ojalá no detecte que no eres un verdadero aguador! -dijo Gertrud.
– Qué va, no parece en absoluto sorprendido de verme; pero un rato más tarde tengo que pasar por delante de unos auténticos aguadores que están sacando agua de un pozo. Me llaman para que me acerque y yo me giro y les indico con señas que voy a entrar en la mezquita. Y entonces se hace un silencio total a mis espaldas.
– ¡Imagina que hayan descubierto que no eres musulmán!
– Me giro nuevamente y los busco con la vista. Están de espaldas a mí, hablando.
– Tal vez hayan echado el ojo a algo más interesante que tú.
– Es probable. No obstante, al final llego a la ruinosa mezquita de Al-Aqsa, donde se encuentra el pozo del paraíso, y paso por el lado de las dos columnas del portal, que están tan juntas y de las que, como ya sabes, se dice que sólo los hombres rectos pueden pasar por en medio. Bueno, me digo, no seré yo quien intente pasar entre esas columnas en un día como hoy, en el que he venido para robar agua.