Выбрать главу

– ¡Cómo puedes pensar eso! -exclamó Gertrud-. Es lo mejor que has hecho en toda tu vida. -Ahora escuchaba con feliz expectación. Su fiebre era tan alta que no podía distinguir lo real de lo imaginario y estaba convencida de que Gabriel iría por el agua del pozo del paraíso.

– Así que me descalzo y entro en la mezquita de Al-Aqsa -continuó él. Que inventarse ese relato le resultara tan fácil le parecía una maravilla; pero era su profunda compasión por Gertrud lo que le inspiraba. Era esa compasión lo que hacía brotar las palabras de sus labios. Sólo le preocupaba que tarde o temprano tuviera que decirle a Gertrud que en realidad no podría ir a buscarle el agua-. Y una vez dentro, enseguida veo, a mano izquierda, el pozo en medio de un bosque de columnas. Hay una polea con gancho y cuerdas sobre el pozo, así que no va a ser difícil descolgar las cubetas y llenarlas. Y te diré que el agua que saco del pozo deslumbra, tan limpia está. «Si Gertrud prueba esta agua me consta que se curará», me digo mientras lleno los cubos.

– ¡Sí, pero falta que puedas volver a casa enseguida con el agua! -le recordó Gertrud.

– Tengo que confesarte que ya no estoy tan tranquilo como cuando llegué. Ahora que tengo el agua tengo miedo de perderla. Y cuando camino hacia la salida todavía me inquieto más, porque me parece oír gritos y llamadas.

– Ay, Dios, ¿qué se interpone ahora? -preguntó Gertrud, y Gabriel vio que palidecía de temor. Pero se dijo que era el momento de rematar el asunto y exclamó:

– ¿Que qué se interpone? Yo te lo diré: toda Jerusalén se me echa encima. -Suspiró hondo para expresar su pasmo y su terror-. Sí, todos los que estaban ahí fuera tumbados están ahora a las puertas de Al-Aqsa chillando. Y los gritos convocan a gente de todas partes. De la mezquita de Omar viene corriendo, con enorme turbante y piel de zorro, el máximo encargado del templo; y por todas las puertas entran niños; y de todas las esquinas de la plaza del templo llegan los pordioseros que antes dormitaban al sol. Y yo no veo otra cosa que puños y bocas vociferantes y brazos en alto. Y ante mi vista gira un torbellino de túnicas rayadas, telas ondeantes, cintos rojos y pantuflas que aporrean el suelo.

Gabriel miró a Gertrud por el rabillo del ojo. Ella no le interrumpió con preguntas, pero le escuchaba muy atenta y hasta se había incorporado ligeramente debido a la tensión.

– No entiendo ni una palabra de lo que me gritan -continuó-, pero lo que sí entiendo es que están furiosos porque un cristiano ha sacado agua del pozo del Edén.

Lívida, Gertrud se hundió nuevamente en la almohada.

– Sí, ya veo que no podrás volver aquí con el agua -dijo con un hilo de voz.

Gabriel tenía pensado describir a continuación cómo abandonaba los cubos mientras él se ponía a salvo; pero de nuevo pensó en lo brutal y cruel que había sido la vida con un ser tan delicado y sensible como Gertrud, y sintió que, por lo menos él, debía ser bueno con ella. «Creo que tendré que hacer que esa agua del paraíso le llegue a Gertrud sea como sea», pensó.

– ¿Entonces te quitan el agua? -preguntó Gertrud.

– No, al principio sólo gritan. Supongo que no saben lo que quieren. -Hizo una pausa porque él mismo no sabía cómo salir del atolladero. Entonces ella acudió en su ayuda.

– Tenía la esperanza de que aquel que hablaba con sus discípulos te salvaría -dijo.

Gabriel suspiró hondo.

– Es increíble, ¿cómo lo has adivinado? -exclamó-. De pronto me doy cuenta de que el encargado de la mezquita, el que llevaba aquella hermosa piel de zorro, empieza a dar órdenes a la gente. Después, unos cuantos desenfundan sus dagas y vienen por mí. Su intención es acabar conmigo inmediatamente; pero por extraño que parezca, no tengo miedo de perder la vida sino de que derramen el agua. Así pues, dejo los cubos en el suelo, me pongo delante y cruzo los brazos. Y cuando me alcanzan, con un movimiento rápido los tumbo de espaldas de un violento empujón. Tendrías que ver la cara de asombrados que ponen mientras ruedan por el suelo. Como es la primera vez que pelean contra un campesino de Dalecarlia… Pero enseguida se levantan y aparecen más. Y ahora son tantos que no dudo que van a someterme.

– Pero seguro que entonces sale en tu ayuda el jeque derviche -terció Gertrud.

Gabriel aprovechó la idea.

– Sí, se acerca despacio muy dignamente y le dice unas palabras a la muchedumbre, que enseguida deja de atacarme y proferir amenazas.

– Sé perfectamente lo que hace después -dijo Gertrud-. ¡Vaya si lo sé!

– Me dirige una mirada clara y serena… -continuó Gabriel, pero de pronto se quedó en blanco.

– Bueno, ¿y qué más? -le urgió ella.

Gabriel intentó decir algo pero no se le ocurrió nada.

– Eso ya lo has adivinado tú sola -dijo para incitarla a hablar.

Gertrud veía la escena completa ante sus ojos y no vaciló:

– Entonces él te aparta a un lado y mira dentro de los cubos.

– Claro, eso es exactamente lo que hace -dijo Gabriel.

– Mira el agua del pozo del paraíso -precisó Gertrud significativamente.

Pero antes de que pudiese añadir más, Gabriel, que sin saberlo le había leído el pensamiento, supo en el acto cómo se imaginaba ella el final de la aventura y empezó a narrarlo entusiasmado.

– Como ya sabes, Gertrud, no había nada más que agua en los cubos cuando los saqué de Al-Aqsa, nada más que agua clara.

– ¿Y ahora qué había?

– Bien, cuando ese hombre se inclina sobre los cubos ve un par de ramitas flotando en el agua.

– Sí, por supuesto, es lo que me imaginaba.

– Y en las ramitas las hojas son grisáceas y están plegadas, ¿no lo ves?

– Sí que lo veo. Debe de ser algún tipo de hacedor de milagros, ese derviche.

– Seguramente -asintió Gabriel-, y también es bueno y misericordioso.

– Cuando luego se agacha y recoge las ramitas y las eleva en el aire -dijo Gertrud siguiendo el hilo-, las hojas se despliegan y adquieren un maravilloso color verde.

– Y entonces el gentío rompe a clamar admirado -añade Gabriel-, y con las reverdecidas ramas en la mano, el derviche se dirige al encargado de la mezquita; señala las ramitas y me señala mí. Es fácil entender lo que dice: «Este cristiano ha sacado hojas y ramas del paraíso. ¿No comprendéis que está bajo la protección de Dios? ¡Cómo se os ocurre matarlo!» Después se acerca a mí, todavía con las radiantes hojas en la mano. Yo veo cómo a la luz del sol se vuelven luminosas y tornasoladas: ora son rojizas como el cobre, ora azules como el acero. Luego me ayuda a colocarme el yugo y me hace señas de que me vaya. Y yo me voy a toda prisa, pero me giro varias veces. Y cada vez que lo hago, veo al derviche con las hojas tornasoladas en la mano mientras la muchedumbre lo rodea inmóvil, mirándolo. Y ahí se queda él, dándome tiempo a que salga de la explanada del templo.

– ¡Oh, que Dios le bendiga! -dijo Gertrud, que miraba a Gabriel con una débil sonrisa en los labios-. Ahora nada te impedirá llegar a casa con el agua del paraíso.

– No, ahora no hay más obstáculos, nada me impedirá llegar felizmente a casa.

Entonces Gertrud, muy ilusionada, levantó la cabeza y le sonrió de nuevo. «¡Que Dios me ampare, por lo visto cree que tengo el agua aquí! -pensó Gabriel-. He hecho muy mal engañándola. Es capaz de morirse si le digo que el agua que ansia no existe.»

Desesperado, Gabriel tomó el vaso de agua que había en la mesita, la misma que Betsy le había ofrecido anteriormente a Gertrud, y se lo tendió.

– ¿Quieres probar el agua del paraíso, Gertrud? -le preguntó con la voz trémula por la angustia. Casi con espanto, vio que ella se incorporaba y tomaba el vaso con ambas manos.