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Gertrud bebió medio vaso de golpe con mucha avidez.

– ¡Dios te bendiga! -dijo-. Creo que ahora sobreviviré.

– Dentro de un rato te daré más -repuso Gabriel.

– Quiero que les des de esta agua a los otros enfermos para que ellos también se curen -dijo Gertrud.

– No -dijo Gabriel-, el agua del paraíso es sólo para ti, nadie más que tú beberá de ella.

– Pero tú por lo menos puedes probar lo bien que sabe, ¿no?

– Eso sí -dijo Gabriel y tomó el vaso que Gertrud le ofrecía, lo giró de modo que sus labios tocaran el mismo sitio en que ella había puesto los suyos, y lo vació.

Antes de que él tuviera tiempo de dejar el vaso en la mesita, Gertrud se había recostado en la almohada y dormía como un angelito. Gabriel se quedó de pie mirando ora el vaso del cual acababa de beber, ora a Gertrud.

¿Qué le ocurría? ¿Por qué le hacía tan arrebatadoramente feliz que Gertrud durmiera, y qué poder le había concedido la capacidad de contar una historia como aquélla? Y ante todo, ¿por qué, sin pensar, había girado el vaso de modo que sus labios tocaran el mismo sitio que los de Gertrud?

Ingmar Ingmarsson

Un domingo por la tarde, cuando los campesinos de Dalecarlia llevaban ya un año y medio en Jerusalén, todos los colonos se encontraban reunidos celebrando una misa. La Navidad se aproximaba y el invierno ya estaba en curso; pero el día era muy cálido y apacible, de modo que las ventanas de la gran sala de asambleas estaban abiertas de par en par.

Justo mientras entonaban uno de los himnos de Sankey, [53] se escuchó la campana del portal, fue un toque muy débil, una campanada humilde y solitaria; de no ser porque las ventanas estaban abiertas, nadie la habría oído. Uno de los hombres jóvenes, que ocupaba un asiento junto a la puerta, bajó a abrir y luego nadie pensó más en aquella llamada.

Un rato más tarde se escucharon unos pasos pesados y lentos que subían con parsimonia la escalinata de mármol. Alcanzado el último escalón, el visitante hizo una pausa larga. Se diría que recapacitaba antes de cruzar, aún con mayor vacilación, el suelo de mármol del gran vestíbulo que antecedía a la sala de asambleas. Por fin, puso su mano sobre el picaporte y lo accionó. La puerta se abrió la cuarta parte de una pulgada y eso parecía ser todo lo lejos que el visitante estaba dispuesto a llegar.

Al oír los pasos, los labriegos de Dalecarlia habían bajado las voces espontáneamente para oírlos mejor; ahora todos tenían los ojos puestos en la entrada. Esa forma tan delicada de abrir una puerta les era demasiado familiar. Se olvidaron por completo de dónde se hallaban, les parecía que estaban de vuelta en su terruño sentados cada uno junto a la chimenea de su casa. Un segundo más tarde, sin embargo, ya se habían recobrado y volvían a tener la vista puesta en sus cancioneros.

La hoja de la puerta se deslizó lenta y sigilosamente, y sin que el que estaba fuera se dejara ver todavía. En el caso de Karin Ingmarsdotter y un par más, el rubor, como una nube roja, veló sus rostros mientras procuraban concentrar sus ideas y seguir la letra del himno. Los hombres, en cambio, empezaron a cantar con más ahínco, dándole al bajo más potencia que antes y sin ningún miedo a desafinar.

Finalmente, cuando la puerta se hubo abierto más o menos un pie, apareció un hombre larguirucho y feo estrujando su tórax por el estrecho resquicio. Había mucha modestia en su forma de entrar, y tan ansioso estaba por no estorbar la celebración de la misa que se quedó junto al umbral, cabizbajo y con las manos entrelazadas.

Llevaba un traje negro de buena tela que formaba bolsas y pliegues por todas partes. Las manos, naciendo de los puños arrugados de su camisa, destacaban grandes y callosas, y las venas sobresalían bajo la piel. El rostro era ancho y pecoso, y las cejas completamente blancas; el prominente labio inferior confería severidad a la boca. En el mismo instante en que el recién llegado entraba por la puerta, Ljung Björn se levantó y siguió cantando de pie. Enseguida, el resto de los campesinos de Dalecarlia, ya fueran jóvenes o viejos, lo imitaron. Cantaban con los rostros pegados al cancionero y sin una sonrisa que les iluminara. Sólo de vez en cuando, una mirada furtiva se escapaba en dirección al recién llegado que aguardaba en el umbral.

Pero su canto cobró fuerza, como un fuego atizado por una ráfaga de viento. Las cuatro hermanas Ingmarsdotter, todas con muy buena voz, se pusieron a la cabeza del coro y a partir de ese momento el himno sonó con una energía y un júbilo inusitados.

Entretanto, los americanos miraban atónitos a los campesinos de Dalecarlia, ya que, probablemente sin que los suecos mismos lo supieran, de pronto se habían puesto a cantar en su lengua materna.

SEGUNDA PARTE

Barbro Svensdotter

En los primeros tiempos de su matrimonio, Ingmar Ingmarsson no le concedió casi ninguna importancia al hecho de tener una esposa. Al renunciar a Gertrud a cambio de hacerse con la finca, en su mente sólo había sitio para campos y enseres, dependencias y ganado, todo lo que casándose pasaba a ser de su propiedad; pero era como si no hubiese contado con que en la transacción entraba también una esposa. Tras la boda y la mudanza a la casa en que iban a vivir juntos, seguía sin comprender que esa esposa tuviera algo que ver con él. Nunca le preocupaba saber cómo se encontraba, ni si estaba a gusto o si sentía añoranza. Tampoco se fijaba en cómo realizaba las tareas domésticas, si la casa iba bien o mal. Pensaba tanto en Gertrud que, simplemente, no se acordaba de la existencia de su esposa. Ella era como uno de los tantos bienes inmuebles sin valor que formaban parte de la finca. Que se espabilara como pudiera, él no tenía ninguna intención de acarrearse molestias por su causa.

Pero había, además, un detalle en particular que le impedía a Ingmar sentir estima por su esposa: la despreciaba porque lo había aceptado a pesar de saber que él quería a otra. «Ha de ser tarada de un modo u otro -pensaba-, de lo contrario su padre no habría tenido que comprarle un marido.»

Si Ingmar alguna vez se fijaba en su esposa era para compararla con la mujer a la que había renunciado. No se le escapaba que su esposa era agraciada; pero ni de lejos tan guapa como la que había perdido. Ni caminaba con la misma soltura, ni movía las manos con la misma elegancia, ni tenía tantas cosas bonitas y divertidas que decir. Realizaba sus quehaceres en silencio y con paciencia, eso era todo y para eso estaba.

De todos modos, si hemos de ser justos con Ingmar, habrá que reconocerle que, al menos, no mencionaba ante la esposa aquello que casi siempre ocupaba su mente. No le confiaba que a todas horas pensaba en que la mujer que más amaba había emigrado a una tierra lejana. Por descontado que no. Y tampoco le parecía que podía hablar con ella del castigo divino que creía merecer por haber roto su palabra, ni que temía pensar en su padre, que en paz descansara, ni que se figuraba que todo el mundo le reprochaba su conducta. Nadie le faltaba al respeto, desde luego; pero en el profundo estado de melancolía en que se encontraba, sospechaba que todos se burlaban de él a sus espaldas y murmuraban que no era digno del nombre que llevaba, o cualquier cosa similar.

Lo que sigue es el relato de cómo Ingmar reparó por primera vez en que tenía una esposa.

Sucedió que, cuando Ingmar y Barbro llevaban un par de meses casados, les invitaron a la boda de unos parientes afincados en la antigua parroquia de ella. El viaje era largo y tuvieron que pararse en una fonda durante una hora para apacentar al caballo. Hacía mal tiempo y la esposa subió al piso superior a esperar en una habitación. Ingmar le dio agua y avena al caballo y luego también subió a la habitación. No se lo comentó a su mujer, pero sólo pensaba en lo difícil que iba a resultarle el trato con toda esa gente de la boda, y se preguntaba si los anfitriones e invitados llegarían a insinuarle la mala opinión que él debía merecerles. Mientras estaba ahí sentado torturándose con estas cuestiones, le cruzó la idea de que todo aquello era, de hecho, culpa de su esposa. «Si ella hubiese rehusado casarse conmigo -pensó-, todavía sería un hombre irreprochable. Nadie habría tenido el poder de tentarme y ahora no me avergonzaría de mirar a los ojos de la gente honrada.»

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[53] Ira David Sankey (1840-1908). Véase nota en el Libro I. (N. de la T.)