Al decir esto, Ingmar vio que ella se estiraba un poco. Barbro lanzó la chaqueta sobre una silla y le miró fijamente a los ojos.
– No sabía cómo ponerle final a esa situación -continuó-, hasta que un día se me ocurrió decirle a mi padre que sólo me casaría con Ingmar Ingmarsson. Al decir esto, yo, como todo el mundo, sabía que Tims Halvor era el propietario de Ingmarsgården y que tú ibas a casarte con la hija del maestro, con Gertrud. Dije eso justamente porque era algo imposible y yo quería que me dejara en paz. Al principio, padre también se espantó. «Entonces no te casarás nunca», dijo.
«En ese caso, al mal tiempo buena cara», dije yo. Pero luego me di cuenta de que a padre le gustaba la idea. «¿Me das tu palabra?», dijo al cabo de un rato. «Sí, padre», dije yo. Como comprenderás, nunca creí que fuera capaz de arreglar esa boda. Parecía tan improbable como que yo me casara con el rey.
»Después de eso, al menos me libré de toda propuesta matrimonial durante un par de años y yo, con tal que me dejaran tranquila, no pedía más. Estaba todo lo bien que podía estar, administraba la casa de mi padre y, mientras siguió viudo, tuve las manos libres para llevarla a mi modo. Pero en el mes de mayo mi padre llegó tarde a casa una noche y me mandó llamar. "Ingmar Ingmarsson, con finca y todo, puede ser tuyo", me dijo. Llevaba dos años sin mencionar el asunto. "Ahora espero que sepas atenerte a tu palabra", añadió. "He comprado la finca por cuarenta mil coronas." "Pero si Ingmar ya tiene una prometida", repuse yo. "Pues no debe importarle mucho, ya que ahora pide tu mano."
Aquello llenó a Ingmar de amargura. «¡Qué curioso es todo esto! -pensó-. Suena como un juego. ¡Imagínate que he tenido que renunciar a Gertrud sólo porque un día Barbro le hizo una broma a su padre a mi costa!»
– No sabía qué hacer -continuó la esposa-; entre otras cosas, me conmovió que mi padre hubiera ofrecido tanto dinero por mí, me pareció que no podía negarme de buenas a primeras. Y tampoco sabía qué sentías tú, si tal vez esta finca fuera más importante para ti que todo lo demás. Luego padre juró que si yo no accedía vendería la finca a la compañía maderera. Además, por aquella época yo no me encontraba tan bien en casa como antes. Padre se había casado por tercera vez y a mí no me gustaba estar supeditada a mi madrastra en una casa que antes había gobernado yo sola. Así que como no tuve claro desde un principio si iba a decir sí o no, las cosas acabaron como mi padre quiso. La cuestión es que no me lo tomé con la suficiente seriedad.
– No -dijo Ingmar-, ya veo que para ti todo ha sido un juego.
– No comprendí lo que había hecho hasta que supe que Gertrud había huido de casa de sus padres para ir a Jerusalén. Pero desde entonces no he tenido ni un minuto de sosiego. De ninguna manera era mi intención causarle a nadie tanta desgracia. Ahora también veo cómo sufres tú -continuó Barbro-, y siempre pienso que todo es por culpa mía.
– De eso nada -repuso Ingmar-, la culpa es mía, no estoy peor de lo que me merezco.
– No sé cómo voy a soportar la idea de que yo he provocado todo este sufrimiento, cada noche me imagino que no vuelves. «Se ha quedado para siempre en el río», pienso. Y hasta me parece que oigo voces en el patio y me figuro que es gente que te trae en brazos. Y luego pienso en cómo será mi vida después. ¡Si algún día podré olvidar que he sido la causante de tu muerte!
Mientras ella hablaba y aireaba sus inquietudes, las ideas de Ingmar iban por curiosos derroteros. «Ahora quiere que la ampare y la consuele», pensó. Que ella se angustiara por él sólo le fastidiaba. La prefería cuando se mostraba inalterable, ocupándose de sus cosas, así él no tenía que acordarse de su existencia. «Para problemas tengo suficiente con los míos», se dijo. Pero supo que tenía que responder algo.
– ¡No sufras por mí! -dijo-. No añadiré un nuevo delito a la lista de los que ya he cometido. -Y tan sólo con esas palabras consiguió que todo el rostro de ella se iluminara.
Por más que su esposa le trajera sin cuidado, tras conocer que ella se angustiaba tanto, Ingmar se quedó en casa un par de noches. Ella fingió no entender que lo hacía por ella, y siguió callada y sumisa como siempre. Por otra parte, Barbro había sido muy bondadosa con todos los viejos sirvientes de la casa y ellos estaban muy encariñados con ella. Al quedarse Ingmar junto al calor del hogar en la sala grande, en compañía de los demás, la tía Lisa y Bengt el Cuervo disfrutaban de lo lindo. Así que se habló y se contaron historias animosamente toda la velada, y a Ingmar le pareció que el tiempo iba más deprisa de lo esperado.
Dos noches seguidas consiguió quedarse en casa sin salir; pero a la tercera, que era domingo, a la esposa se le ocurrió sacar la guitarra y empezar a cantar para matar el tiempo. La cosa fue bien un rato, pero luego ella eligió una balada que a Gertrud le había gustado mucho tararear. La situación se hizo insoportable para Ingmar, así que se puso la gorra y se marchó.
Fuera era noche cerrada y caía una fría llovizna. A él ese tiempo, precisamente, le gustaba. Se subió a la barca y remó hasta la escuela, tomó asiento en una piedra de la ribera y se puso a pensar en Gertrud y en la época en la que aún no había roto sus promesas, sino que era un hombre recto y de palabra. No regresó a casa hasta pasadas las once de la noche. Entonces se encontró con que su mujer le esperaba en la orilla.
Ingmar se disgustó pero no le comentó nada hasta que estuvieron en la alcoba.
– Soy libre de ir y venir cuando me plazca -dijo entonces, y ella oyó en su tono que estaba disgustado; pero no contestó sino que se dio prisa en rascar una cerilla y encender una bujía.
El marido vio entonces que estaba empapada, tenía la ropa pegada al cuerpo. Ella fue a buscarle la cena, encendió un fuego y preparó la cama, y en todo momento el roce de la tela mojada acompañó sus movimientos. Sin embargo, su actitud no dejaba traslucir el menor rastro de enfado o de tristeza. «Quizás es tan buena que nada es capaz de alterarla», pensó Ingmar.
De pronto él se giró hacia ella y le preguntó:
– Si yo te hubiera hecho lo mismo que a Gertrud, ¿me perdonarías?
Ella lo miró fijamente un momento.
– No -dijo por toda respuesta, y sus ojos destellaron.
Él se quedó callado. «¿Por qué no me perdonaría a mí cuando ha perdonado a ese Stig? -pensó-. Seguramente piensa que mi comportamiento con Gertrud fue peor porque lo hice por codicia.»
Un par de días más tarde, a Ingmar se le había perdido un destornillador. Se puso a buscarlo por todas partes y de ese modo llegó hasta el lavadero junto al río, donde yacía enferma la tía Lisa mientras Barbro, sentada a su lado, leía la Biblia en voz alta. Era una Biblia desmesuradamente grande con herrajes de bronce y gruesas tapas de cuero. Ingmar se quedó parado mirando el libro. «Tal vez provenga de la casa de Barbro», pensó, y se alejó de allí. Sin embargo, al cabo de un momento regresó, arrebató la Biblia a su esposa y la abrió por la primera página. Tal como sospechaba, era una de las antiguas Biblias que habían formado parte del inventario de Ingmarsgården y que Karin había puesto a la venta en la subasta.
– ¿De dónde ha salido? -preguntó.
La esposa no respondió, pero en cambio la tía Lisa sí:
– ¿Acaso Barbro no te ha contado que ella la recuperó?
– ¿En serio? ¿Barbro la recuperó? -dijo Ingmar.
– Ha hecho más que eso -repuso la vieja criada con entusiasmo-, yo de ti miraría dentro de la alacena de la sala grande.
Ingmar salió rápidamente del lavadero y subió hasta la casa. Al abrir la alacena vio sobre la balda dos de las antiguas jarras de la familia. Las sacó y las giró para comprobar que las marcas en el fondo eran las auténticas. Barbro entró mientras él todavía estaba allí. Tenía todo el aspecto de haber sido cogida en falta.
– Como tenía un poco de dinero ahorrado… -dijo con voz animosa.