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Ingmar estaba más alegre de lo que había estado en mucho tiempo. Se le acercó y le tendió la mano.

– Esto te lo agradezco de verdad -dijo.

Pero a los pocos minutos recuperó la compostura y se marchó. Tenía la sensación de que ser amable con su esposa no era correcto; se lo debía a Gertrud; con la que había usurpado su lugar no podía, de ningún modo, mostrarse afectuoso ni benevolente.

Más o menos una semana después de esto, Ingmar salía del granero en dirección a la casa cuando vio a un desconocido abrir la verja de la entrada y entrar en el patio. Cuando se encontraron, el desconocido saludó y preguntó si Barbro Svensdotter estaba en casa.

– Soy un antiguo conocido -aclaró.

Ingmar enseguida supo quién era el forastero.

– Eres Stig Börjesson -le dijo.

– No creía que nadie me conociera por estos pagos -respondió el otro-. Enseguida me iré, sólo quiero decirle una cosa a Barbro. ¡Pero no le digas a Ingmar Ingmarsson que he estado! A lo mejor no le gusta que venga por aquí.

– Pues yo creo que a Ingmar le gustaría conocerte -contestó Ingmar-, seguro que se ha preguntado muchas veces qué cara tiene un canalla como tú. -A Ingmar le había puesto furioso que aquel miserable fuese por ahí diciendo que Barbro Svensdotter le quería.

– Que yo sepa, nunca nadie me ha llamado canalla -replicó Stig.

– Pues siempre hay una primera vez -replicó Ingmar y sin más le abofeteó.

El forastero se echó atrás, lívido y crispado por la ira.

– ¡Te lo dejo pasar -dijo- porque no sabes lo que haces! Quería pedirle dinero prestado a Barbro, sólo venía por eso.

Ingmar se avergonzó de su agresividad, no entendía por qué había reaccionado de ese modo. Pero tampoco quería mostrarse arrepentido ante aquel miserable, así que repuso en tono airado:

– No es que me dé miedo que Barbro te quiera, es que te merecías ese bofetón por traicionarla.

Stig Börjesson avanzó dos pasos hacia él.

– Ahora verás, me has abofeteado y a cambio yo te contaré una cosa -masculló con voz afilada y sorda-. Me parece que lo que vas a oír te dolerá más que cualquier latigazo que pudiera darte, porque te veo muy enamorado de Barbro, así que escucha esto: ella es de la gente del Despeñadero.

Y se quedó esperando la reacción de Ingmar, pero éste sólo puso cara de ligera sorpresa.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– ¿Así que no lo sabes? -respondió Stig, igual de furioso-. Pues ahora lo sabrás. Había una vez un tipo que se dedicaba a la compraventa de caballos -continuó-. Viajaba continuamente de mercado en mercado y trataba fatal a sus animales. El hombre era además un pícaro muy tramposo. A veces les pintaba manchas blancas a caballos que se sabía padecían la enfermedad de Borna para que no fuera posible reconocerlos; y a veces, a un pobre penco viejo que estaba para el arrastre lo engordaba de modo que le brillaba el pelaje el tiempo justo para canjearlo. Pero cuando más mal se portaba con sus caballos era cuando tenía que probarlos. Entonces se volvía loco de veras y los fustigaba hasta desollarles el lomo con el látigo, cada latigazo les abría marcas en carne viva.

»Una vez el hombre se pasó todo un día en un mercado sin sacar ningún provecho, lo cual se debía, por una parte, a que había engañado a tanta gente que nadie quería hacer tratos con él, y por la otra, a que el caballo que quería canjear ese día estaba tan viejo y cascado que a nadie le interesaba. Hizo correr al pobre penco a galope tendido arriba y abajo delante de la muchedumbre, azotándolo hasta que los varales del carro chorreaban sangre; pero cuanto más hostigaba al animal, menos ganas tenía la gente de hacer negocios con él.

»Al atardecer comprendió que no iba a cerrar ningún trato ese día. Antes de irse a casa lo intentó por última vez y condujo al caballo a una velocidad tan espeluznante por el campo donde se celebraba el mercado que la gente creyó que se estrellaría. En plena carrera, sus ojos descubrieron a un hombre que iba en un precioso potro negro a la misma velocidad que él, sin que pareciera costarle al potro el menor esfuerzo. Nada más detenerse, se le acercó el hombre que conducía el potro. Era un tipo pequeño y enérgico, de rostro alargado y barba de chivo. Iba completamente vestido de negro y el tratante, ni por la tela ni por el corte, pudo adivinar de qué comarca procedía. Lo que sí descubrió enseguida fue que el dueño de aquel potro era tonto. Le explicaba que en su casa tenía un caballo pardo y que le gustaría cambiar el negro que traía por otro marrón para tener dos del mismo color. "Ese caballo que conducías me iría bien por el color", le dijo, "me gustaría quedármelo, siempre y cuando esté en buenas condiciones. Por favor, ten la decencia de no endosarme un mal caballo porque la verdad es que si hay una cosa de la que no entiendo nada, es de comprar caballos".

»Naturalmente, la cosa acabó con que el tratante le dejó su penco inútil a cambio del potro joven. Nunca en su vida le había puesto los arreos a un ejemplar tan magnífico. "Este día empezó como el peor de mi vida y ha acabado como el mejor", dijo al montar en el carro para volver a su casa. El trayecto hasta su casa no era largo. Cuando llegó, el sol aún no se había puesto del todo. Al cruzar el portal vio que un grupo de sus viejos amigos, tratantes de caballos de varios pueblos, le esperaban delante de la puerta. Se les veía de muy buen humor, y cuando apareció él sentado al pescante del carro empezaron a aclamarlo a viva voz, alternando carcajadas y gritos de hurra. "¿Qué demonios os divierte tanto?", preguntó el tratante mientras refrenaba su nuevo caballo. "Es que", dijeron, "te hemos estado esperando para ver si aquel tipo te endosaba su potro ciego. Nos topamos con él cuando iba al mercado y entonces apostó con nosotros a que te engañaría". El tratante bajó del carro de un salto, se puso delante del caballo y con el mango del látigo le soltó un golpe terrible entre los ojos. El animal no hizo el mínimo ademán de esquivarlo. Sus colegas tenían razón, el potro estaba completamente ciego.

»La rabia furiosa que le vino le hizo perder la razón. Mientras sus colegas seguían riéndose y burlándose de él, desenganchó el caballo del carro, tiró de las riendas y lo obligó a subir una cuesta muy escarpada que había tras la cabaña. A base de chasquidos y latigazos consiguió que el animal avanzara a paso ligero, pero cuando llegaron a la cima, el potro se paró en seco y no quiso seguir. Allá arriba el terreno daba a una sima profunda y ancha donde la comarca entera había ido extrayendo arena durante muchos años. Por fuerza, el caballo tuvo que notar el precipicio, porque se negaba a seguir. El tratante lo arreaba y lo azotaba como un poseso, y el caballo se asustó y terminó por encabritarse, pero aun así no se movió. Al final, sin ver otra salida, el potro dio un salto largo con la esperanza de alcanzar el otro lado, como si creyera que lo que tenía que saltar sólo era una zanja. Pero no había tal otro lado que alcanzar, y al no encontrar sus cascos un punto de apoyo, relinchó de un modo atroz y espeluznante, y un segundo más tarde yacía con la crisma partida en el fondo del despeñadero. El tratante ni se dignó echarle una mirada, sino que volvió directamente a donde estaban sus amigos. "Qué, ¿ya no os reís?", dijo. "¡Marchaos y contadle al tipo con que hicisteis la apuesta cómo le ha ido a su potro!"

»Pero la historia no se acaba aquí -continuó Stig-. Poco después, la mujer del tratante tuvo un hijo y el niño salió débil mental y encima ciego. Como si no bastara, todos los hijos varones que parió la mujer después de ése salieron ciegos e idiotas. En cambio, las hembras eran hermosas y listas y pudieron casarlas bien.

Ingmar, que había estado escuchando como hechizado, hizo ademán de marcharse; pero Stig continuó con su relato y él siguió allí.

– Pero eso no es todo, pues resulta que cuando las hijas casadas parían varones, éstos salían ciegos e idiotas, mientras que las niñas eran hermosas y sanas y muy bien dotadas. Y así ha sucedido hasta el día de hoy -añadió Stig-, todos los que se han casado con hijas de esa familia han tenido hijos varones idiotas. De ahí que la cabaña de donde procede la familia de tu mujer se conozca por el Despeñadero, y sin duda ese nombre le quedará para siempre.