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Ingmar creyó recordar que de niño había escuchado esa historia sobre la familia del Despeñadero, pero sólo como un cuento, nunca pensó que hubiera nada de verdad en ella. Se echó a reír.

– Por lo visto no te lo crees, ¿eh? -dijo Stig acercándose aún más a Ingmar-. Pues tienes que saber que la segunda esposa de Sven Persson era de esa familia, ¿entiendes? Todos los del Despeñadero se han mudado a otras comarcas y por eso aquí la gente ha olvidado cómo son; pero mi madre estaba al corriente de todo. Se calló y no le contó a nadie quién era la esposa de Sven Persson, hasta que surgió la cuestión de si yo me casaría con su hija. Yo, al enterarme de la historia, no pude tomarla por esposa; pero me callé por mi honor, ¿entiendes? Si yo hubiese sido un canalla habría hablado. Pero no lo hice, he cargado con toda la vergüenza de este asunto con la boca cerrada, hasta que has venido tú y me has abofeteado. Al parecer, ni el mismo Sven Persson ha sabido nunca quién era la mujer que lo pescó; porque ella murió después de darle su única hija. Y las hijas del Despeñadero son buenas y cariñosas, ¿entiendes?, sólo los varones salen ciegos e idiotas. Así que ahora ya lo sabes, el que siembra recoge. Si supieras lo que me he reído de ti al pensar cómo traicionaste a tu prometida, y al imaginarme a ese futuro Ingmar Ingmarsson que llevará la finca después de ti y será idiota. A partir de hoy, espero que disfrutes de muchos días felices en compañía de tu esposa.

Pero mientras Stig, arrimado a Ingmar, le espetaba todo esto a la cara, Ingmar había subido la vista hasta la casa y avistado el borde de una falda tras la puerta del zaguán. Imaginó que Barbro había salido al ver que él y Stig se cruzaban en el patio y ahora estaba ahí escuchándolo todo. Al principio se inquietó y pensó: «Es una desgracia que Barbro haya oído esto. ¿Acaso acaba de suceder lo que tanto he temido? ¿Es éste el castigo de Dios que he estado esperando?»

Al mismo tiempo ocurrió que, por primera vez, sintió de veras que tenía una esposa y que a él le correspondía cuidarla. Por eso se obligó a reír una vez más y fingió indiferencia.

– Gracias por contarme todo esto, así ya no tendré que guardarte rencor.

– Vaya -dijo Stig-, ¿así te lo tomas?

– Sí, no pensarás que soy tan tonto como tú para desperdiciar mi felicidad por culpa de una vieja superstición.

– Bueno, por esta vez no diré nada más -repuso Stig-. Ya veremos si estás igual de confiado dentro de un año.

– ¿Por qué no entras y hablas con Barbro? -dijo Ingmar al ver que el otro se disponía a marchar.

– No, déjalo -rehusó Stig.

Tan pronto Stig se hubo ido, Ingmar entró en la casa para hablar con su mujer. Ella estaba en la sala grande esperándolo, y antes de que él tuviera tiempo de decir una palabra ella le dijo muy serena:

– Ingmar, no vamos a creer en esos cuentos de niños, ¿verdad? ¿Cómo voy a tener yo algo que ver con cosas que pasaron hace más de cien años, si es que alguna vez pasaron?

– ¿Así que lo has oído? -dijo Ingmar, sin mencionar que la había visto espiando.

– He oído esa vieja historia antes, como todo el mundo. Pero es la primera vez que oigo que tiene algo que ver conmigo.

– Es una lástima que la oyeras -dijo el marido-, pero no tiene ninguna importancia, siempre y cuando tú misma no te la creas.

La esposa sonrió.

– Yo no siento que pese sobre mí ninguna maldición -dijo.

Ingmar pensó que apenas recordaba haber visto a alguien que tuviera mejor aspecto que ella.

– Yo diría que pareces estar sana de cuerpo y alma -dijo.

Hacia la primavera, la esposa dio a luz un niño. Fue valiente durante todo el embarazo y nunca mostró signos de inquietud. Ingmar creyó muchas veces que ella había olvidado la historia que contó Stig Börjesson. Por lo que a él respecta, tras aquella conversación nunca osó entregarse a su pena del mismo modo. Se esforzaba por mostrarse de un talante que le diera a entender que él no creía en la maldición que supuestamente pesaba sobre ella. En casa intentaba adoptar un aire satisfecho en vez de poner cara de quien espera un castigo divino. Empezó a esmerarse en el manejo de su propiedad y ayudaba a los lugareños al igual que lo hiciera su padre. «Ahora ya no puedo ir por ahí con la cara larga -pensaba-, porque entonces Barbro pensará que creo en la maldición y que mi pena proviene de ahí.»

Su esposa se sentía increíblemente feliz a causa del hijo. Era un niño bien formado y hermoso, con la frente alta y recta y los ojos grandes y claros. Barbro llamaba a Ingmar sin cesar para que fuese a contemplar al niño.

– Es completamente normal, no veo yo que tenga ningún defecto -decía ella.

Ingmar se quedaba azarado, con las manos a la espalda y sin atreverse a tocarlo.

– Completamente normal, sí -repetía él.

– Ahora te demostraré que ve bien -dijo ella en una ocasión y encendió una vela que movió de un lado a otro ante los ojos del bebé-. ¿Ves cómo la sigue? -dijo.

– Sí -respondió Ingmar, convencido de que la esposa veía moverse los ojos del niño; aunque él no lo viera.

Unos días más tarde, Barbro se había levantado y su padre y su madrastra fueron de visita para conocer a su nieto. La madrastra sacó al niño de la cuna y lo sopesó entre sus brazos.

– Qué niño más grande -dijo complacida. Pero acto seguido comenzó a observar la cabeza del bebé-. ¿No tiene la cabeza demasiado grande? -dijo.

– Nuestra familia da niños con la cabeza grande -dijo Ingmar.

– ¿Está bien de salud este niño? -le preguntó la madrastra al cabo de un rato devolviéndolo a la cuna.

– Sí -dijo Barbro-, no hace más que crecer.

– ¿Estás segura de que ve? -dijo la madrastra al cabo de un momento-, siempre gira los ojos hacia arriba.

Barbro empezó a temblar en la silla.

– Si queréis encender una vela -dijo Ingmar-, comprobaréis que ve perfectamente.

Su esposa, ansiosa, encendió una bujía y la sostuvo ante los ojos del bebé.

– Claro que ve -dijo procurando sonar alegre y confiada. El bebé yacía quieto en la cuna mostrando el blanco del ojo-. ¿Veis cómo sigue la luz con los ojos? -exclamó Barbro. Ninguno de los presentes dijo nada-. ¿No ves cómo mueve los ojos? -le dijo a la madrastra, quien no abrió la boca-. Tiene sueño -explicó entonces-. Los ojitos se le cierran.

– ¿Cómo se llamará? -preguntó la madrastra al cabo de un rato.

– Es costumbre de esta casa ponerle Ingmar al primogénito si es varón -dijo Ingmar, pero su esposa terció:

– Había pensado pedirte que le pusiéramos Sven por mi padre.

Se hizo un silencio tenso que duró varios minutos. Ingmar se dio cuenta de que su esposa lo observaba aunque fingía mirar al suelo.

– No -respondió-, tu padre, Sven Persson, es un hombre intachable pero el mayor tiene que llamarse Ingmar.

Pero una noche, cuando el bebé tenía ocho días, sufrió unas súbitas convulsiones y hacia la madrugada murió. De este modo los padres nunca supieron con certeza el verdadero estado de su hijo. Intentaban convencerse de que había sido un bebé sano y normal, pero no estaban seguros.

Desde su encuentro con Stig, Ingmar siempre había sido bueno con Barbro, e incluso había llegado a comportarse con ella como suelen hacerlo los recién casados. Sin embargo, seguía convencido de que su corazón pertenecía a Gertrud, y solía decirse: «No es que quiera a Barbro, pero tengo que ser bueno con ella porque su destino es muy duro de sobrellevar. Es preciso que sienta que no está sola en el mundo, sino que tiene un marido con deseos de cuidarla.»

Barbro no lloró mucho al bebé muerto. Parecía más bien complacida de que ya no viviera. Transcurrido un par de semanas le sobrevino la calma. Nadie era capaz de discernir si se sentía desgraciada o si de nuevo había apartado de su mente los oscuros pensamientos.