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A principios de verano Barbro condujo el hato de vacas a las pasturas de los bosques e Ingmar se quedó solo en la casa.

Sin embargo, le pasó algo muy curioso. Cuando entraba en la sala grande buscaba a Barbro. A veces, mientras realizaba alguna labor, levantaba la cabeza escuchando por si oía su voz. Tenía la sensación de que todo el bienestar se había esfumado de la finca. Parecía un sitio completamente distinto.

Al atardecer del sábado subió a los bosques para ver a Barbro. La encontró sentada sobre el escalón de entrada de la cabaña. Tenía las manos inertes sobre el regazo y aunque vio venir a Ingmar de lejos, no fue a su encuentro. Él se sentó a su lado.

– Me ha pasado una cosa muy curiosa, ¿sabes? -le dijo él.

– ¿Ah sí? -repuso ella sin demasiado interés.

– Resulta que he empezado a quererte.

Ella lo miró y él se dio cuenta de que estaba tan cansada que a duras penas tenía fuerzas de levantar los párpados.

– Es demasiado tarde -contestó.

A Ingmar le entró miedo al comprender el estado en que se encontraba.

– No te conviene estar sola aquí arriba en el bosque -dijo.

– Aquí estoy bien, yo me quedaría toda la vida.

Ingmar intentó explicarle que ahora la amaba, que sólo pensaba en ella. Que no había comprendido sus propios sentimientos hasta que ella se hubo ido de la casa. Barbro seguía taciturna.

– Eso tendrías que habérmelo dicho el otoño pasado -respondió.

– ¿El otoño pasado me querías? -preguntó él.

– Entonces le rogaba a Dios todas las noches para que llegara un día en que me quisieras -dijo Barbro-. Habría mordido el polvo por una palabra amable tuya.

– En cambio, yo no me portaba contigo de un modo que mereciera tus sentimientos -dijo Ingmar extrañado.

– Pero es como si estuviese decidido de antemano -respondió Barbro-. Había oído a padre hablar tanto de Ingmarsgården que al principio me agotaba y sólo quería encontrarle defectos a la finca y a ti; pero tan pronto puse los pies en el interior de la vieja casona sentí que era mi hogar y que en el fondo era el sitio donde siempre había anhelado vivir.

– Me parece muy raro -dijo Ingmar.

– Seguramente es a causa de mi padre. Después de pasar la primera semana en la finca y ver cómo era la vida allí, comprendí que todo lo mejor que hay en mi padre provenía de tu familia, y que cada uno de los anticuados usos y costumbres que seguíamos en mi casa los había aprendido él en la tuya. Creo que mi padre se ha pasado la vida esforzándose en ser como un Ingmarsson y a mí me ha educado para que yo fuera como una Ingmarsdotter.

– Es verdad, Sven Persson te educó solo -dijo Ingmar.

– Sí, mi madre murió cuando yo era muy pequeña.

– ¿No te das cuenta de que es imposible que no acabaras gustándome? -dijo Ingmar. Pero Barbro lo puso a prueba:

– El otoño pasado pensaba que todo lo que había podido sentir hasta entonces había sido una mera obcecación. No me cabía en la cabeza que pudiera haber estado enamorada de alguien que no fuera como tú. Y pensé que tú, probablemente, te habrías dado cuenta de que había algo que me unía a ti y a lo tuyo de un modo muy especial, de no ser porque Gertrud se interponía entre nosotros.

Ingmar calló para ganar tiempo, pero al cabo de un rato levantó la vista y sonrió.

– Me has juzgado mejor de lo que soy.

– ¿Qué quieres decir?

– Pensarías que soy un hombre cabal que nunca muda de sentimientos. Yo he llegado a verme como un veleta deplorable; pero luego caí en la cuenta de que no puede haber ningún mal en que quiera a mi propia esposa. Al fin y al cabo, es contigo con quien he de vivir y no con Gertrud.

– Sí, es verdad, es verdad -asintió Barbro-, pero aun así es como si hicieras algo malo.

– Gertrud me ha escrito y me ha pedido que no piense en ella -dijo Ingmar-. Es más feliz ahora de lo que nunca hubiera sido casándose conmigo. Halvor y Karin también me escriben que Gertrud es la más satisfecha de todos.

– ¿De verdad? ¿Realmente crees que es cierto? -exclamó Barbro levantando la cabeza como liberada del peso de una losa.

– Tampoco cabía esperar que Gertrud sufriese por mí toda la vida -dijo Ingmar.

– Si estuviese segura de que Gertrud es feliz, entonces yo también me atrevería a serlo -dijo Barbro y al instante la cara se le iluminó.

Cuando Ingmar regresó al pueblo le esperaba una carta de Jerusalén. No abundaban las buenas noticias ni el regocijo, como en las cartas que había recibido de los emigrantes durante el invierno y la primavera. De golpe supo que Halvor y Gunhild habían muerto y que Gertrud se comportaba de un modo excéntrico. Era Hök Gabriel Mattson quien le escribía, prometiéndole que cuidaría de Gertrud lo mejor que pudiera; pero sus temores de que fuera a perder el juicio se traslucían claramente.

– Está visto que no me corresponde ser feliz -dijo Ingmar tras leer la carta-. Aún no he cumplido suficiente penitencia. Nuestro Señor no se contentará hasta que haya puesto remedio a todo el mal que he hecho.

Un día de agosto, volvió a subir a la cabaña de pastores para ver a Barbro.

– Ha ocurrido una gran desgracia que nos afecta mucho -dijo al encontrarse con ella.

– ¿Qué pasa? -preguntó Barbro.

– Tu padre ha muerto.

– Tienes razón, nos afecta mucho -dijo ella.

Barbro se sentó sobre una roca al pie del sendero y le pidió que se sentara a su lado.

– Ahora somos libres de hacer lo que queramos -dijo ella-, y lo que vamos a hacer es separarnos. -Él quiso interrumpirla pero ella no le dio oportunidad-. Mientras padre vivía era imposible, pero ahora tenemos que solicitar el divorcio de inmediato. Lo entiendes, ¿no?

– No -dijo Ingmar-. No entenderé nada de lo que me digas en ese sentido.

– ¿Pero no viste qué clase de hijo te di?

– Era un bebé precioso -dijo él.

– Era ciego y retrasado -corrigió ella.

– No me importa. Yo te quiero de todos modos.

Ella juntó las manos e Ingmar vio que movía los labios.

– ¿Le estás agradeciendo a Dios lo que ha pasado? -quiso saber él.

– Durante todo el verano he estado rogándole que me liberase -contestó ella.

– Dios santo, ¿tengo que perder mi felicidad por culpa de una vieja superstición? -se lamentó él.

– No es ninguna superstición -replicó Barbro-, el niño era ciego.

– Eso no lo sabe nadie -dijo él-. Si no hubiese muerto te habrías dado cuenta de que su vista era normal.

– No importa, si tuviera otro hijo saldría ciego e idiota -dijo ella-, porque ahora sí creo en la maldición.

Ingmar continuó discutiendo con ella.

– No es sólo por el bebé que quiero el divorcio -dijo Barbro. Él le preguntó si había algo más que se interpusiera entre ellos-. Quiero que vayas a Jerusalén a buscar a Gertrud.

– Eso no lo haré nunca -dijo él.

– Lo harás por mí -insistió ella-, para que recupere la paz de mi espíritu.

Él se resistió alegando que le pedía algo absurdo.

– Tienes que hacerlo igualmente porque es lo justo. ¿Acaso no te das cuenta de que si seguimos conviviendo como marido y mujer, Dios nunca dejará de castigarnos?

Ella sabía, desde el primer momento, que los remordimientos acabarían obligándolo a ceder.

– Alégrate de tener la oportunidad de remediar todo el mal que hiciste el año pasado -dijo ella-, de lo contrario te amargará la vida para siempre.

Y finalmente, como él seguía resistiéndose:

– No te preocupes por la finca, cuando vuelvas podrás comprármela. Pero mientras estés en Jerusalén, yo me ocuparé de cuidártela.

Juntos bajaron de regreso a Ingmarsgården dispuestos a tramitar el divorcio. Para Ingmar comenzó la peor época de su vida. Veía a Barbro radiante y feliz de librarse de él. Su mayor alegría era especular en cómo sería el futuro de él y de Gertrud a la vuelta. Lo que más ilusión le hacía era describir lo contenta que se pondría Gertrud cuando él fuera a buscarla a Jerusalén. En una ocasión, cuando Barbro llevaba parloteando así largo rato, Ingmar dedujo que Barbro no debía de quererle, de lo contrario no se pasaría los días hablando de su unión con Gertrud. Entonces se levantó y pegó un puñetazo en la mesa.