– ¡Iré -gritó-, pero que no se hable más del asunto!
– En ese caso todo se arreglará -repuso ella con gesto alegre-. Pero recuerda una cosa, Ingmar: ¡nunca tendré paz hasta que te hayas reconciliado con Gertrud!
Luego afrontaron todos los trámites necesarios: el párroco celebró la primera audiencia de conciliación, el concejo eclesiástico celebró la segunda audiencia de conciliación, y en el otoño el tribunal decretó la separación conyugal durante un año, luego de la cual se decretaría el divorcio definitivo.
El mismo día en que el tribunal hizo público el fallo, Ingmar partió para Jerusalén.
La carta de Ingmar
Al día siguiente de la llegada de Ingmar a Jerusalén, Karin Ingmarsdotter se encontraba sola en su cuarto, como de costumbre. La noche anterior, llevada por la alegría de ver de nuevo a su hermano, había permanecido en la sala de asambleas durante toda la velada participando vivamente en la conversación. Pero ahora, hierática y rígida en la butaca de Halvor, volvía a estar como petrificada, con la vista fija al frente y las manos desocupadas y ociosas.
Entonces la puerta se abrió y entró Ingmar. Karin no notó su presencia hasta que él estuvo a su lado. Ella, avergonzándose de que el hermano la hubiese pillado sin hacer nada, enrojeció mientras se apresuraba a coger las agujas.
Ingmar tomó asiento en una silla y se quedó ahí callado, sin mirarla. Entonces, ella cayó en la cuenta de que la noche anterior sólo habían hablado de la situación de los colonos en Jerusalén y que nadie había pedido saber nada de él, de Ingmar, ni de por qué había venido a verles. «Seguramente ha venido a contarme eso», pensó Karin.
Ingmar movió los labios un par de veces como si fuera a iniciar una conversación; pero de su boca no salió ningún sonido. Karin, entretanto, lo observaba. «Asusta ver lo que ha envejecido este muchacho -pensó-. Ni siquiera nuestro padre, con lo mayor que era, tenía surcos tan profundos en la frente. O bien Ingmar ha estado enfermo o bien ha tenido que pasar por algo muy duro desde la última vez que nos vimos.»
Karin empezó a preguntarse qué podía haberle ocurrido a Ingmar. Tenía el borroso recuerdo de una carta que sus hermanas le leyeron en una ocasión y en la que se mencionaba algo referente a él; pero había estado tan inmersa en su propio dolor que los sucesos del mundo exterior pasaban por su lado como si no fueran con ella.
Con la parsimonia que le era habitual, Karin quería ahora que Ingmar le contara cómo estaba y por qué había hecho aquel viaje a Jerusalén.
– Me alegro de que hayas venido a mi cuarto, así podrás ponerme al corriente de cómo van las cosas en casa -dijo.
– Sí -contestó Ingmar-, creo que hay muchas cosas que deberías saber.
– Con la gente de nuestro pueblo siempre ha pasado lo mismo -dijo Karin lentamente, como quien intenta meterse en una situación que ha olvidado hace tiempo-, necesitan a alguien a quien seguir: un tiempo lo fue padre, otro Halvor, y durante muchos años el maestro de la escuela. Me gustaría saber a quién siguen ahora.
Ingmar bajó los ojos y se quedó callado sin inmutarse.
– ¿Tal vez sea el párroco quien dirige el pueblo ahora? -tanteó ella. Ingmar siguió tieso y recto sin contestar-. Le he estado dando vueltas y supongo que el más notable del municipio ha de ser el hermano de Ljung Björn, Per -insistió, pero también esta vez se quedó sin respuesta-. Claro que sé muy bien que la gente acostumbraba a regirse según los designios del amo de Ingmarsgården, pero tampoco se puede exigir que se dejen gobernar por alguien tan joven como tú.
Aquí Karin hizo una pausa e Ingmar respondió por fin.
– Sabes muy bien que soy demasiado joven para formar parte de corporaciones y concejos.
– Se puede dirigir un pueblo sin ostentar ningún cargo -repuso Karin.
– Cierto, se puede.
Al expresarse Ingmar en estos términos, Karin se estremeció de júbilo. «¡Pero si estas cosas ya no me incumben!», pensó sin poder reprimir la alegría de que el antiguo poder y buena reputación de la familia hubiesen pasado a Ingmar. Karin se estiró y empezó a hablar en un tono más firme.
– Ya me imaginaba que la gente sería sensata y comprendería que hiciste bien al adueñarte de la finca -dijo ella y le dirigió una larga mirada.
Él entendió muy bien lo que traslucían sus palabras, Karin había temido que Ingmar hubiese pagado con el desprecio de los lugareños el haber abandonado a Gertrud.
– Dios me ha castigado de otro modo -replicó él.
«Si no es esto debe de ser alguna otra cosa grave», pensó Karin y tuvo que quedarse sentada un buen rato meditando; le suponía un gran esfuerzo meterse en la forma de pensar y sentir con que había vivido en su tierra natal.
– Me gustaría saber si alguien del pueblo sigue profesando nuestra doctrina -dijo al cabo.
– Puede que uno o dos, a lo sumo.
– Siempre pensé que Dios llamaría a unos cuantos más que se unirían a nosotros más tarde -comentó Karin escrutándolo.
– No -respondió él-, que yo sepa nadie más ha sido llamado.
– Ayer, al verte, pensé que habrías recibido la gracia de Dios.
– No, yo no he venido por eso.
Karin hizo una pausa antes de continuar con sus preguntas; pero esta vez su tanteo fue más precavido, como si temiera las respuestas que podría obtener.
– Bueno, ya no debe de quedar nadie allá en el pueblo que se acuerde de los que nos fuimos.
A esto Ingmar, una vez más, respondió con cierta turbación.
– Vuestro recuerdo no es tan doloroso como al principio.
– ¿Doloroso? -dijo Karin-. Me figuraba que sólo sentiríais alivio de libraros de nosotros.
– Qué va, se os recuerda con pena y añoranza -contestó Ingmar más vivamente-; tuvo que pasar mucho tiempo antes de que los que habían sido vuestros vecinos se acostumbraran a la gente que ocupó vuestros lugares. Sé de buena fuente que Börs Berit Persdotter, que era vecina de los Ljung Björn, el invierno pasado salía cada anochecer y daba una vuelta alrededor de la casa donde ellos habían vivido.
Su siguiente pregunta la planteó Karin con mucho cuidado.
– ¿Entonces Börs Berit es la que más nos ha extrañado?
– Desde luego que no -dijo Ingmar con la voz cascada-, había uno que el otoño pasado aprovechaba cada noche sin luna para remar con su barca hasta la casa del maestro, y luego se sentaba en una roca de la orilla en la cual Gertrud solía sentarse a contemplar las puestas de sol.
Karin creyó saber entonces por qué Ingmar había envejecido y cambió rápidamente de tema.
– ¿Tu esposa se ocupa de la finca mientras tú estás fuera? -le preguntó.
– Sí -contestó Ingmar.
– ¿Es una buena ama de casa?
– Sí -repitió Ingmar.
Karin se alisó el delantal con la mano antes de decir nada más. Le pareció recordar que sus hermanas le habían contado que las cosas no andaban bien entre Ingmar y su mujer.
– ¿Tenéis hijos? -preguntó por fin.
– No -dijo Ingmar-, no tenemos hijos.
Karin, perpleja, se alisaba el delantal con la mano una y otra vez. No quería preguntarle directamente por qué había venido; esa manera de proceder no se estilaba en la familia. Pero el propio Ingmar acudió en su ayuda.
– Babro y yo vamos a divorciarnos -dijo con frialdad.
Karin dio un respingo. De repente volvía a ser la dueña de Ingmarsgården. En su cabeza sólo había sitio para sus antiguas opiniones y creencias.