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– Que Dios te ampare por lo que has dicho -exclamó-, ¡en nuestra familia nadie se ha divorciado jamás!

– Ya está hecho -dijo Ingmar-, el juzgado ya ha decretado la separación conyugal por un año. Al cabo de ese año solicitaremos el divorcio definitivo.

– ¿Qué tienes contra ella? -le espetó Karin-. Nunca podrás casarte con otra de igual reputación y fortuna.

– Yo no tengo nada contra ella -respondió Ingmar elusivo.

– ¿Es ella la que quiere el divorcio?

– Sí -dijo Ingmar-, es ella la que quiere el divorcio.

– Si te hubieras portado como un buen marido, ella no habría querido el divorcio -le reprochó Karin. Se aferraba a los brazos de la butaca, muy agitada, lo cual se notó porque empezó a mencionar a Halvor-. Menos mal que padre y Halvor han muerto y se ahorrarán este espectáculo.

– Sí, suerte tienen todos los que están muertos -dijo Ingmar.

– ¡Y te has atrevido a venir aquí a por Gertrud! -exclamó Karin.

Él se limitó a agachar la cabeza.

– No me extraña que te avergüences -espetó la hermana.

– Más me avergoncé el día de la subasta.

– ¿Qué crees que dirá la gente de que corras a pedirle la mano a otra, antes de estar legalmente divorciado de tu esposa?

– No había tiempo que perder -dijo Ingmar sereno-, tenía que venir aquí a ocuparme de Gertrud, nos llegó una carta diciendo que se estaba volviendo loca.

– Pues no hacía falta que te molestaras -repuso Karin con brusquedad-, aquí hay quien se ocupa de ella mejor que tú.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada, luego Ingmar se puso en pie.

– Esperaba otros resultados de esta conversación -dijo con tanta dignidad en su gesto y actitud que Karin sintió un respeto por su hermano muy similar al que había sentido por su padre-. Me he portado muy incorrectamente con Gertrud y los Storm, que han sido como padres para mí. Creía que querrías ayudarme a remediar el mal que he hecho.

– Tú lo que quieres es empeorar las cosas abandonando a tu legítima mujer -dijo Karin violentándose una vez más. Intentaba alimentar su ira con acusaciones puesto que había empezado a temer que Ingmar la persuadiera de ver las cosas desde su punto de vista.

Él no replicó a la mención de la esposa, sino que simplemente dijo:

– Pensé que te gustaría que intentase seguir los caminos de Dios.

– ¿Y me pides que crea que estás siguiendo los caminos de Dios al abandonar tu hogar y tu mujer para correr detrás de tu amor?

Ingmar fue lentamente hacia la puerta. Daba la impresión de sentir fatiga y pena pero no dejó entrever ningún signo de ira. Su actitud era bastante distinta a la de alguien impulsado por un gran e indomable amor.

– Si Halvor viviese sé que te aconsejaría que volvieses a casa y te reconciliases con tu mujer -dijo Karin.

– He dejado de guiarme por los consejos de la gente.

Karin también se levantó; estaba resentida de nuevo por la insinuación de su hermano de que actuaba según el mandato de Dios.

– No creo que Gertrud piense en ti como antes -saltó.

– Ya sé que aquí en la colonia nadie piensa en casamientos, pero lo intentaré de todos modos.

– Y yo sé -le interrumpió su hermana- que a ti la promesa que los miembros de la comunidad nos hemos hecho mutuamente te trae sin cuidado; tal vez te importe más saber que Gertrud ha puesto su corazón en otra parte.

Ingmar había llegado junto a la puerta. Al oír esto se quedó quieto, buscando a tientas la salida, como si no pudiese ver el picaporte. No se giró hacia Karin. Ella, en menos de un segundo, rectificó:

– Que Dios me libre de afirmar que alguno de nosotros podría querer a alguien con un amor carnal, pero creo que, hoy en día, Gertrud ama al más humilde de los hermanos de esta colonia más que a ti, que no perteneces a ella.

Ingmar dejó escapar un hondo suspiro. Rápidamente abrió la puerta y se fue.

Karin Ingmarsdotter se quedó sentada, cavilando a fondo. Luego se levantó, se alisó el cabello, se anudó el pañuelo a la cabeza y salió para hablar con la señora Gordon.

Karin le comunicó abiertamente la razón de la llegada de Ingmar y le aconsejó que no le permitiera quedarse en la colonia, a menos que deseara perder a una de las hermanas. Sin embargo, mientras Karin hablaba, la señora Gordon contemplaba el patio, donde Ingmar, apoyado contra un muro, ofrecía un aspecto más torpe e indefenso que nunca. La señora Gordon esbozó una pequeña sonrisa y respondió que no era de su agrado expulsar a nadie de la colonia, y menos a alguien venido de tan lejos y que, además, tenía tantos parientes cercanos entre los colonos. Si Dios había decidido poner a Gertrud a prueba, dijo, deberían guardarse mucho de impedir que ella la afrontara.

Karin se sorprendió de aquella respuesta. En su afán, se acercó más a la señora Gordon, adelantándose tanto que pudo ver a quién iban dirigidas sus sonrisas. Karin sólo vio lo parecido que Ingmar se había vuelto al padre, y por muy dolida que estuviera con él, le irritaba que la señora Gordon no comprendiera que alguien con una fisonomía así era un hombre sobresaliente, cuyo juicio y capacidad superaba a la del resto de la gente.

– Bueno -dijo Karin-, puede usted dejarle que se quede, porque igualmente se las arreglará para que las cosas salgan como él quiere.

Al atardecer de ese día, la mayoría de los colonos se encontraba reunida en el salón. Estaban pasando una velada de lo más agradable y entretenida. Algunos disfrutaban mirando jugar a los niños, otros charlaban sobre los acontecimientos del día, otros se retiraban a un rincón y leían periódicos americanos en voz alta. Cuando Ingmar Ingmarsson vio la espaciosa e iluminada sala y las muchas caras alegres y dichosas, no pudo dejar de pensar: «Sin duda nuestros granjeros son felices aquí y no añoran su antiguo hogar. Estos americanos sí saben hacerse la vida agradable, tanto a los demás como a sí mismos. Debe de ser esta felicidad hogareña la que les da ánimos para sobrellevar sus penas y privaciones. Es verdad que los que antes eran dueños de toda una finca se tienen que contentar con una habitación, pero a cambio reciben mucha más alegría y diversión que antes. Y además, han tenido la oportunidad de ver y aprender una increíble cantidad de cosas. De los adultos mejor no hablar; pero tengo la impresión de que hasta el niñito más pequeño de esta sala sabe mucho más que yo.»

Varios campesinos se acercaron a Ingmar y le preguntaron si no le parecía que vivían bien.

– Sí -dijo Ingmar, ya que no podía decir otra cosa.

– Tal vez creías que vivíamos en chozas de barro -dijo Ljung Björn.

– De eso nada, sabía muy bien que tan mal no estabais -contestó Ingmar.

– Pues nos han dicho que se rumoreaban cosas así en el pueblo.

Esa noche lo interrogaron exhaustivamente acerca de cómo andaba todo en su antigua parroquia. Uno tras otro se le acercaban, se sentaban a su lado y le interrogaban en relación con sus parientes más allegados. Casi todos le preguntaron por la anciana Eva Gunnarsdotter.

– Está bien y espabilada como siempre -respondió él-, y nunca desaprovecha la oportunidad de echar pestes de los hellgumianos.

Ingmar se dio cuenta de que había dos personas que durante toda la velada evitaron aproximarse a él, y esos dos eran Gabriel y Gertrud. Lo que más le extrañaba es que Gabriel no se acercara para preguntar por su padre; en cuanto a Gertrud, entendía de sobras que se mantuviese a distancia. Tampoco vio que entre ellos se hablaran, pero le pareció notar que él la seguía con los ojos en todo momento. Ingmar se sorprendió de lo apuesto que se había vuelto Gabriel. Siempre había sido un muchacho guapo; pero ahora se le veía más alto y fornido, de modo que se había convertido en un hombre de aspecto impresionante. Además, sus rasgos eran ahora vivos y avispados como no lo habían sido nunca antes. «Si Gabriel volviera a casa creo que se le tendría por un hombre mucho más notable que yo», pensó.