Ingmar se acercó a Ljung Björn y le pidió que le consiguiera papel y pluma. Björn se extrañó. Ingmar se secó el sudor de la frente y dijo que tenía una carta urgente que escribir. Lo había olvidado ya durante el día, pero si la escribía aquella noche la podría enviar con el primer tren de la mañana.
Ljung Björn le consiguió lo que solicitaba y para que pudiera escribir en paz lo condujo al taller de carpintería. Una vez allí, encendió un quinqué y arrimó una silla al banco.
– Aquí puedes escribir tranquilo toda la noche -dijo al marcharse.
Tan pronto Ingmar se quedó solo, levantó los brazos apretando los puños, tal como hacen los que sienten una gran añoranza, y su garganta profirió un gemido.
– Oh, no podré soportarlo -murmuró con desesperación-. Me resulta insoportable cumplir mi compromiso. Noche y día no hago más que pensar en la mujer que he abandonado. Y lo peor es que no creo que pueda serle útil a Gertrud.
Se quedó un rato cavilando. Luego se rió un poco de sí mismo. «Cualquiera diría que a mí debería resultarme más fácil hacer lo correcto por ser el hijo de don Ingmar. Pero ser su hijo no ayuda. No soy más que un pobre diablo.»
La carta que se disponía a escribir la había pensado cada día desde el momento en que se marchó de casa. Durante todo el viaje tuvo la sensación de que nunca se había sincerado realmente con su esposa y por eso quería transmitirle sus sentimientos. Escribir no era para él una tarea fácil, pero pensaba que por carta podría superar la timidez que normalmente le impedía hablar de sí mismo.
Así pues, le escribió a Barbro contándole todas las oscilaciones de su alma desde el momento en que se casaron, le recordó los sucesos más importantes de su matrimonio, le explicó sus sentimientos y cómo, con el tiempo, había llegado a quererla. Estuvo escribiendo varias horas y llenó un par de cuartillas. En su conjunto, la carta no era más que una extensa plegaria en la que Ingmar le suplicaba a Barbro que renunciara a exigirle su unión con Gertrud y le permitiera regresar a su lado.
Al fin y al cabo, debería entender que le resultaba imposible reanudar algo que estaba muerto y acabado. El presentarse ahora ante Gertrud declarando un falso amor sería traicionarla por segunda vez.
Al redactar estas líneas Ingmar recordó lo que su esposa le había dicho mientras discutían el divorcio: «Tienes que hacerlo por mí, para que recupere mi paz de espíritu.» Le pareció que de nuevo estaba sentado en el bosque, oyendo hablar a Barbro. «Alégrate de poder remediar todo el mal que hiciste el año pasado.» Oía esas palabras y muchas otras que ella había dicho.
Su corazón se expandió, lleno de amor y admiración por ella. «¿Qué es lo que Barbro me pide que haga comparado con la desgracia que pesa sobre ella?», pensó.
De repente, le pareció que lo último que quería es que esa carta fuese a parar a sus manos. No, no iba a dejarle saber que no podía seguir adelante. ¿Iba a obligarla a oír sus deplorables ruegos, suplicándole que le eximiera de su penitencia y castigo?
En cambio ella, desde el momento en que se sintió libre de ejercer su voluntad, no vaciló ni un segundo. Ella había tenido que marcarle el camino. ¡Y ahora él pensaba obligarla a oír, una vez más, que no se veía con fuerzas de desempeñar su cometido!
Ingmar reunió las cuartillas escritas y se las guardó en el bolsillo. «Por lo visto no será menester que termine esta carta», pensó.
Apagó el quinqué y salió del taller. Su expresión seguía abatida y triste pero estaba decidido a obedecer la voluntad de su esposa. Vio entreabierta una puerta trasera. El sol ya estaba alto y radiante. Se detuvo en el umbral y aspiró el aire fresco de la mañana. «Ya no es hora de acostarse», se dijo.
El sol iluminaba las colinas, las cuales se tiñeron de un resplandor cobrizo, mientras el resto del paisaje que abarcaban sus ojos mudaba de color cada minuto.
Bajando por las laderas del monte de los Olivos vio venir a Gertrud. Los rayos solares la seguían, envolviéndola también a ella. Caminaba ligera, como si estuviese feliz y contenta, y a Ingmar le pareció que era ella quien proyectaba el resplandor que despedía su silueta.
Y tras Gertrud, Ingmar vio a un hombre fornido que la seguía a distancia. De vez en cuando se detenía y miraba hacia otra parte, pero no cabía duda de que la estaba vigilando. No tardó en reconocer a aquel hombre, y al hacerlo bajó la mirada al suelo y recapacitó.
Entonces creyó comprender cómo cuadraban algunas cosas que había observado el día anterior, y una inmensa alegría embargó su corazón.
«Estoy empezando a creer que Dios me tiende una mano», dijo.
El derviche
Una tarde poco antes del anochecer, Gertrud se paseaba por las calles del centro de Jerusalén. Vino a fijarse entonces en un hombre alto y delgado, vestido con un traje talar negro, que caminaba delante de ella. A Gertrud le pareció que rezumaba un algo fuera de lo común, pero no supo precisar qué. Desde luego no era el turbante verde que llevaba para señalar su condición de descendiente del Profeta: hombres con tocados como ése se encontraban en cada esquina. Quizá se debía a que no se había afeitado la cabeza ni llevaba el pelo recogido bajo el turbante como era habitual entre los orientales; su melena caía suelta sobre los hombros en rizos grandes y regulares.
Lo siguió con los ojos, y de pronto deseó que se girara para poder verle el rostro. Entonces un joven se acercó a él, hizo una profunda reverencia, besó su mano y siguió su camino. El hombre de negro se detuvo un segundo y siguió con la vista al joven que lo había saludado con tanta humildad, y gracias a eso vio Gertrud realizado su deseo.
El asombro más feliz le cortó el aliento. Se paró en seco llevándose la mano al corazón. «¡Pero si es Cristo! -se dijo-. ¡Es Jesucristo, con quien me crucé en el arroyo del bosque!»
El hombre prosiguió su camino. Gertrud intentó seguirle pero él se metió por una calle muy concurrida donde le perdió el rastro por completo. Entonces tomó el camino de vuelta a la colonia. Caminaba muy despacio, parándose con frecuencia para apoyarse contra un muro y cerrar los ojos.
– ¡Ojalá pueda retenerlo en mi memoria! -murmuraba-. ¡Ojalá pueda seguir viendo su rostro para siempre!
Intentó grabar en su retina lo que acababa de ver. «Tenía un poco de barba con algunas canas -se repetía a sí misma-, era bastante corta y partida en dos puntas. Su rostro era ovalado, la nariz larga y la frente ancha pero no muy alta. Y era el vivo retrato de Cristo tal como lo he visto en los cuadros, el vivo retrato de cuando vino hacia mí por el sendero del bosque, sólo que esta vez su belleza y majestad eran aún mayores. Sus ojos desprendían luz y una gran autoridad, y alrededor de ellos había sombras y también numerosas arrugas. Eso es, en torno a sus ojos se concentraba todo, sabiduría y amor, pena y misericordia, y aún algo más, como si esos ojos a veces fueran tan penetrantes que traspasaran los cielos y pudiesen contemplar el lugar donde está Dios y todos sus ángeles.»
Durante la caminata de regreso, Gertrud se encontró en un estado de éxtasis supremo. No experimentaba una dicha tan plena desde el día en que se había cruzado con Jesús en el sendero del bosque. Avanzaba con las manos juntas y los ojos en blanco, con todo el aspecto de andar flotando.
Encontrar a Cristo en Jerusalén era de una trascendencia aún mayor que cuando se le apareció en medio de aquel bosque allá en Dalecarlia. Allí había pasado por su lado como una visión, mientras que su aparición en Jerusalén significaba que Cristo había regresado a la tierra para vivir entre los hombres. Sí, era tan inmenso saber que Cristo había regresado a la tierra que su mente no daba abasto a todas las implicaciones de ese hecho; pero lo primero que comportaba era paz y alegría y una dicha infinita.