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Una vez cruzada la muralla, ya muy cerca de la colonia, Gertrud se topó con Ingmar Ingmarsson. Seguía llevando aquel traje negro que le sentaba tan mal a sus manos callosas y poco refinadas facciones, y tenía un aire cansado y abatido.

La inmediata reacción de Gertrud al encontrarse de nuevo con Ingmar, allí en Jerusalén, fue sorprenderse de haber estado tan encariñada con él en el pasado. También se extrañó de que a Ingmar, allá en su tierra, se le considerase un hombre importante. Por muy pobre que hubiera sido él, tanto ella misma como los demás pensaban que nunca encontraría mejor partido. En cambio, allí en Jerusalén, Ingmar sólo ofrecía un aspecto desvalido y descuidado. Gertrud no entendía qué le veían de extraordinario allá en el pueblo.

Pero tampoco era aversión lo que sentía hacia él y de buen grado se habría mostrado amable. Sin embargo, alguien le había contado que Ingmar estaba separado de su mujer y que el motivo de su viaje a Jerusalén era conquistarla a ella. Al saberlo, había pensado con horror: «No me atrevo ni a hablar con él; tengo que demostrarle que él no me importa. No le daré pie a que crea que puedo volver a ser suya. Si ha venido hasta aquí es porque cree que me ha ofendido gravemente; pero cuando vea que no siento nada por él, espero que recupere el juicio y regrese a su casa.»

Pero al toparse con Ingmar a las puertas de la colonia, sólo pensó en que, gracias a Dios, había encontrado una persona en quien confiar su enorme y maravilloso descubrimiento. Así que se abalanzó sobre él y gritó:

– ¡He visto a Jesús!

Probablemente, una exclamación tan entusiasta como aquélla no había vuelto a oírse en los áridos campos y lomas de los alrededores de Jerusalén desde el día en que las devotas volvieron del sepulcro vacío y anunciaron a los apóstoles: «¡Hemos visto al Señor!»

Ingmar se paró y bajó la vista, como solía hacer cuando quería ocultar lo que pensaba.

– ¡Vaya! -le dijo a Gertrud-. ¿Has visto a Jesús?

Gertrud se impacientó, exactamente igual que antaño, cuando Ingmar no era capaz de captar con la suficiente rapidez el significado de sus ideas y ensoñaciones. Deseó haberse topado con Gabriel porque él la comprendía mucho mejor. No obstante, empezó a relatarle lo que había visto.

Ingmar no articuló un solo sonido que dejara traslucir que no la creía, pero aun así Gertrud tuvo la sensación de que su historia, al ponerla en palabras, se iba reduciendo a nada. En la calle había visto a un hombre que se parecía a Cristo, eso era todo. Aquello se parecía ahora a un sueño. Al vivirlo le había parecido de lo más extraordinario, pero al intentar contarlo se desintegraba.

De todos modos, daba la impresión de que Ingmar se alegrara mucho de que ella se hubiera dirigido a él. Se esforzó en averiguar exactamente la hora y el lugar en que ella había visto al hombre y tomó nota detallada de su aspecto y su indumentaria.

Ya en el interior de la colonia, Gertrud se dio prisa en alejarse de Ingmar. «Sé que no vale la pena que le cuente esto a la gente -pensó-. ¡Ay, con lo feliz que me sentía con mi descubrimiento a solas!» Así pues, decidió no contárselo a nadie más. También le pediría a Ingmar que guardara el secreto. «Es verdad, es la pura verdad -se repetía-, he vuelto a encontrar a aquel que vi en el sendero del bosque; pero sería pedir demasiado que alguien me creyera.»

Un par de noches más tarde recibió una sorpresa. Ingmar se le acercó después de la cena y le explicó que también él había visto al hombre de la túnica negra.

– Desde el momento en que me hablaste de él, no he dejado de pasearme por esa calle esperando a ver si venía -dijo.

– ¡Dios bendito, entonces me creíste! -exclamó Gertrud pictórica de alegría. La llama de su fe volvió a arder inquebrantable.

– No soy de los que creen de buenas a primeras -respondió Ingmar.

– ¿Alguna vez has visto un rostro igual?

– No, nunca he visto un rostro igual.

– ¿Y no es verdad que ves ese rostro vayas donde vayas?

– Sí, es verdad.

– ¿No crees que sea Jesucristo?

Ingmar eludió contestar a la pregunta.

– Deberá ser él quien nos demuestre quién es.

– ¡Ojalá pudiese verlo una vez más! -suspiró Gertrud.

Ingmar vacilaba.

– Yo sé dónde estará esta noche -dijo al cabo, con parsimonia. Gertrud se entusiasmó.

– Pero ¿cómo? ¿Sabes dónde está? Entonces llévame para que pueda verle.

– Pero es noche cerrada -protestó Ingmar-. No creo que sea aconsejable ir a la ciudad a esta hora.

– Bah, no hay ningún peligro -dijo Gertrud-, he ido a visitar enfermos a horas mucho más tardías. -Pero le costó lo suyo convencer a Ingmar-. ¿No quieres acompañarme hasta él porque crees que estoy loca? -dijo, y sus ojos, de pronto más oscuros, parecían peligrosos.

– Ha sido una estupidez por mi parte decirte que le he encontrado -dijo Ingmar-, pero ahora que está hecho, creo que lo mejor será que te acompañe.

A Gertrud la alegría le inundó los ojos de lágrimas.

– Pero debes procurar que no nos vean salir -dijo ella-. No quiero decírselo a nadie de la colonia hasta que le haya visto de nuevo.

Gertrud logró encontrar una linterna y finalmente salieron a la calle. Fuera les esperaba lluvia y tormenta pero ella ni siquiera reparó en ello.

– ¿Estás seguro de que podré verlo esta noche? -insistía una y otra vez-. ¿Estás completamente seguro?

Gertrud hablaba sin cesar. Era como si nada se hubiese interpuesto entre ella e Ingmar: como antaño, depositó en él toda su confianza. Le habló de las madrugadas en que había subido al monte de los Olivos a esperar. También le contó cómo la torturaban las miradas de los curiosos que se acercaban mientras ella aguardaba de rodillas contemplando el cielo.

– Ya puedes imaginar lo que ha supuesto para mí que toda esa gente me mirara tan raro, como si yo fuera una loca. Pero estando tan segura de que Jesucristo vendría, ¿qué otra cosa podía hacer que subir a esperarle? Claro que hubiera preferido verle aparecer con pompa y majestad entre las nubes de la aurora -añadió-, pero ¿qué más da si se presenta en medio de una noche oscura de invierno? Mientras venga, ¿qué importa lo demás? Apenas se muestre se hará la luz y nacerá un nuevo día. ¡Y pensar que tú, Ingmar, habías de venir justo cuando él regresa y empieza a obrar entre nosotros! ¡Qué suerte tienes, no has tenido que esperar! Llegas en tiempos de plenitud.

Gertrud se detuvo súbitamente y levantó la linterna para alumbrar la cara de Ingmar, cuya expresión sombría denotaba fatiga.

– Has envejecido mucho en este año, Ingmar. Imagino que has sentido muchos remordimientos por mi causa. Pero tienes que quitarte de la cabeza que me has hecho daño. Era la voluntad de Dios que las cosas fueran así. Dios nos ha concedido una sublime gracia a ti y a mí. Él quería conducirnos aquí a Palestina en el momento justo, en esta época de esplendor. Ahora padre y madre también quedarán tranquilos, cuando comprendan el sentido de la divina providencia -continuó-. Ellos nunca han sido duros conmigo en sus cartas por haberme escapado de casa, debieron de entender que era inaguantable para mí quedarme allí; pero sé que se han sentido muy resentidos contigo. Ahora podrán reconciliarse con los dos niños que crecieron en su cocina. Si quieres saber una cosa, creo que han sentido más tu pérdida que la mía.

Ingmar caminaba en silencio bajo el temporal. Esta última afirmación también se quedó sin respuesta, igual que todo lo que había ido diciendo Gertrud. «Seguramente no cree que he encontrado a Cristo -pensó ella-, pero ¡qué importa si de todos modos me conduce hasta él! Un poco más de paciencia y podré contemplar a todos los pueblos y reyes de la tierra arrodillados ante él, nuestro Salvador.»

Ingmar la condujo al barrio musulmán y tuvieron que recorrer varias callejuelas sinuosas y oscuras. Por fin, Ingmar se detuvo ante una puerta baja situada en un elevado muro ciego y la abrió. Atravesaron un largo pasillo y llegaron a un patio iluminado.