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Gertrud se levantó. Su jubiloso entusiasmo se había desvanecido. La última esperanza había muerto también. Todo reemplazado por una profunda repulsión. Se dirigió hacia la salida sin siquiera dedicarle una mirada al que hasta un momento antes había tomado por el reencarnado Salvador.

– Qué lástima de país -dijo Ingmar cuando estuvieron en la calle-. Con los maestros que llegó a tener en otros tiempos y ahora ese hombre no tiene otra cosa que enseñar que a girar y retorcerse como locos.

Gertrud no dijo nada, caminaba deprisa rumbo a casa. Cuando estuvieron a las puertas de la colonia alzó la linterna.

– ¿Fue así como lo viste ayer? -le preguntó a Ingmar mirándole con ojos fulgurantes de ira.

– Sí -respondió él sin titubear.

– ¿Tanto te dolía mi felicidad que has tenido que mostrarme a ese hombre? Nunca te lo perdonaré -añadió al cabo de un momento.

– Lo comprendo -dijo Ingmar-, pero, igualmente, yo tenía que hacer lo que debía.

Entraron de puntillas por la puerta trasera. Gertrud se despidió de Ingmar con una sonrisa amarga.

– Ahora ya puedes dormir tranquilo -dijo-. Lo has hecho muy bien; ya no creo que ese hombre sea Jesucristo. Ya no estoy loca, lo has hecho muy bien.

Ingmar caminó sigilosamente hacia la escalera que conducía al dormitorio de los hombres. Gertrud le siguió para insistir:

– Pero recuerda una cosa: ¡esto no te lo perdonaré nunca!

A continuación, Gertrud fue a su cuarto, se acostó y lloró hasta quedarse dormida. Por la mañana despertó temprano y se quedó en la cama, confundida. «¿Qué pasa, por qué no me levanto? ¿A qué se debe que ya no ansíe subir al monte de los Olivos?» Y entonces se tapó los ojos con las manos y lloró de nuevo. «Ya no le espero. Ya no tengo esperanzas. Me dolió demasiado descubrir ayer que me había engañado a mí misma. No me atrevo a esperarle. No creo que vaya a venir.»

Al atardecer, cuando los colonos estaban reunidos en el salón como de costumbre, Ingmar vio que Gertrud se sentaba al lado de Gabriel y hablaba largo rato con él muy agitada. Luego Gabriel se levantó y se acercó a Ingmar.

– Gertrud me ha contado lo que intentaste hacer por ella la noche pasada -dijo.

– ¿Ah sí? -repuso Ingmar sin saber adónde quería llegar.

– No creas que no lo sé, lo que pretendes es que recupere el juicio.

– No hay para tanto.

– Te equivocas -dijo Gabriel-; para quien ha arrastrado esta aflicción durante casi un año sí lo hay.

Y se volvió para irse, pero Ingmar le tendió la mano.

– Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos en el pasado -le recordó.

Gabriel palideció ligeramente pero le estrechó la mano con firmeza.

Flores de Palestina

Estamos a finales de febrero, las lluvias invernales cayeron y pasaron, la primavera ha llegado; aunque todavía no está muy avanzada. Los brotes de las higueras no han empezado a hincharse, las hojas y sarmientos aún no despuntan de los troncos pardos de la vid y los grandes racimos blancos de los naranjos aún no se han abierto. Las que sí se han atrevido a salir en esta temprana época del año son las flores del campo. Allá donde mires, crecen flores. Grandes anémonas rojas cubren las pedregosas vertientes; en cada franja rocosa florecen ciclámenes violáceos y en todos los prados crecen claveles silvestres y margaritas; cada brote de maleza húmeda está sembrado de azafranes y pulsatillas.

Y del mismo modo que en otros países se sale a recolectar frutas y bayas, en Palestina la gente se dedica a cosechar flores. De todos los conventos, de cada una de las misiones, surgen partidas para recoger flores. Humildes judíos, turistas de viaje y trabajadores asirios convergen en los agrestes valles rocosos con cestos de flores en las manos. Y al anochecer esta especie de vendimiadores vuelven a sus casas cargados de anémonas y jacintos, violetas y tulipanes, orquídeas y narcisos.

En los claustros de los numerosos conventos y posadas de la ciudad santa hay cubas de piedra en las que estas primaverales flores son puestas en remojo; y en todas las celdas y cuartos unas hábiles manos se dedican a esparcir las flores sobre extensas láminas de papel secante para luego prensarlas.

Una vez que estos jacintos y clavelinas de los prados han sido bien prensados y desecados, se los reúne en ramos grandes y pequeños, en composiciones florales de mejor o peor gusto, para acabar pegados en postales o en diminutos álbumes con las tapas de madera de olivo cuyas inscripciones rezan: «Flores de Palestina.» Y pronto todas estas flores procedentes de Sión, de Hebrón, del monte de los Olivos y de Jericó, son diseminadas por el mundo.

Se venden en tiendas, se envían en cartas, se regalan como recuerdo o se convierten en ofrendas sagradas. Mucho más lejos que las perlas de la India o la seda de Brusa [54] llegan estas humildes flores de los prados, única riqueza de la paupérrima tierra santa.

Era una hermosa mañana de primavera. En la colonia gordonista reinaba la prisa porque la comunidad entera se preparaba para salir a recoger flores. Los niños, que no irían a la escuela en todo el día, correteaban locos de contento pidiendo cestos donde meter su cosecha. Las mujeres se habían levantado a las cuatro de la madrugada para preparar la merienda y todavía estaban atareadas en la cocina entre tortas de harina y botes de confitura. Algunos hombres llenaban los morrales con botellas de leche y paquetes de bocadillos, pan y carne fría. Otros llevaban en la mano botellas de agua o canastas con los panecillos y las tazas para el té. Finalmente se abrió el portal. El tropel de niños salió primero, luego empezaron a desfilar los demás, divididos en grupos irregulares. Nadie quiso quedarse en casa y en pocos minutos los colonos dejaron desierta la enorme vivienda.

Hök Gabriel Mattson se sentía muy feliz ese día. Se las había arreglado para ir junto a Gertrud y en las cuestas la ayudaba a llevar su parte de la carga. Gertrud caminaba con el pañuelo echado hacia delante, de modo que él sólo veía su barbilla y la suave blancura del pómulo. Con una sonrisa burlona en los labios, se mofaba de sí mismo por la gran satisfacción que sentía al caminar junto a Gertrud, aunque no le viera el rostro ni hablara con ella.

Los primeros tiempos tras la llegada de Ingmar a la colonia fueron de gran angustia y desasosiego para Gabriel, ya que temía que Ingmar hubiera venido con la intención de llevarse a Gertrud de vuelta a Suecia. Gertrud era amiga y confidente de Gabriel; para él perderla habría significado un vacío tremendo. En ocasiones su inquietud era tan intensa que temía haber transferido a Gertrud su gran amor por Gunhild. Sin embargo, Ingmar había pasado ya tres meses en Jerusalén sin intimar en absoluto con Gertrud y eso le había devuelto la paz de espíritu a Gabriel. «No es amor lo que siento por Gertrud -pensaba-. Es simplemente que no tengo a nadie con quien sincerarme y se me hace insoportable la idea de que ella se vaya de aquí. Para sentirme completamente tranquilo me basta con saber que no la perderé, y ahora que caminamos juntos mis sentimientos por ella son simplemente los que tendría por una hermana muy querida.»

Que no fuera amor lo que había entre Gertrud y él le hacía dichoso porque los gordonistas no permitían que los jóvenes de la colonia contrajeran matrimonio. Consideraban que para mantener la unidad era necesario amar a todos por igual. No era posible ligarse a alguien en concreto. Así que si su cariño por Gertrud se debiera a un auténtico amor, para él supondría sumirse en la desgracia.

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[54] Ciudad de la Turquía de Asia Menor, famosa por su seda. En la actualidad su nombre es Bursa. (N de la T.)