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Tampoco Gertrud estaba enamorada de él, de eso estaba seguro. A partir de que dejó de aguardar la inminente llegada del Salvador se había vuelto sombría y solitaria. Toleraba a Gabriel levemente más que a los otros, pero eso era todo. Resultaba improbable que Gertrud fuera capaz de volver a sentir un amor profano.

Karin Ingmarsdotter y sus hermanas caminaban tras Gabriel y Gertrud. Entonaron un himno que solían cantar con su madre allá en su tierra natal, sentadas a la rueca a primera hora de la mañana.

Delante de Gabriel marchaba el anciano cabo Fält. Todos los niños revoloteaban a su alrededor como venía siendo costumbre de unos años a esta parte. Se colgaban de su bastón y le tiraban de la chaqueta. Gabriel recordó cómo era el viejo antes, cuando nada más verle los niños huían a toda prisa, y se dijo: «Nunca le he visto tan bravo y altanero como ahora. Está tan orgulloso de que los niños se le acerquen que el bigote se le empina como un cepillo y su nariz aguileña se ve más afilada que nunca.»

Entre los caminantes divisó a Hellgum, quien tenía a su mujer cogida de una mano y a su hermosa hijita de la otra. «Es curioso -pensó Gabriel- cuán desplazado ha quedado Hellgum desde que nos unimos a los americanos, como no podía ser de otra manera ya que son gente notable y con mucho talento para exponer la palabra de Dios. Me gustaría saber qué piensa él de que nadie se congregue a su alrededor en un día como hoy. En cambio, la que sí está muy contenta de tenerle para ella sola es la esposa. Se le nota en el porte y la actitud. En su vida ha sido tan feliz.»

A la cabeza del desfile iba la guapísima señorita Young. A su lado caminaba un joven inglés que se había unido a la colonia hacía varios años. Gabriel sabía, al igual que los demás, que el joven amaba a la señorita Young y que había ingresado en la comunidad con la esperanza de casarse con ella. La muchacha, sin duda, también le quería; pero los gordonistas no querían modificar sus estrictas normas por su causa, de modo que la joven pareja había vivido año tras año en un estado de espera continua e inútil. Este día caminaban juntos, hablando entre sí, sin ojos para nadie más que sí mismos. Y con su marcha ágil y ligera a la cabeza de la procesión, era como si quisieran alejarse deprisa, dejar al grupo atrás y huir del mundo para poder vivir su propia vida.

Luego, a la cola, Gabriel divisó a Ingmar Ingmarsson, que iba hablando con Eliahu. Últimamente pasaba mucho tiempo con él y Gabriel sabía que Ingmar había decidido aprender inglés con Eliahu, lo cual significaba que no tenía intención de abandonar la colonia en un futuro inmediato. Sin embargo, Gabriel estaba casi seguro de que no se llevaría a Gertrud de allí aunque se quedara el resto del año.

Para empezar, la procesión enfiló el camino hacia el este en dirección a una región montañosa y agreste. Allí no había flores todavía, la lluvia se había llevado el mantillo de las escarpadas laderas y el terreno era roca desnuda de un gris amarillento.

«Qué curioso -pensó Gabriel-, nunca antes he visto un cielo tan azul como el que hay sobre estas doradas colinas. Y las montañas me gustan a pesar de ser tan yermas. Esa forma redondeada que tienen es muy bella, me recuerda a las grandes cúpulas que cubren las iglesias y templos de este país.»

Cuando los caminantes hubieron andado aproximadamente una hora, divisaron el primer valle rocoso cuyo suelo estaba alfombrado de anémonas rojas. Cundió la prisa y la alegría en el grupo, que, con algarabía de risas y gritos, se lanzó colina abajo para empezar a recogerlas. Y lo hicieron con gran frenesí hasta que al cabo de un rato hallaron otro valle rebosante de violetas, y más tarde un tercero donde crecía toda clase de flores silvestres mezcladas.

Al principio, los suecos recogían las flores precipitadamente, las arrancaban deprisa y corriendo sin ton ni son. Entonces los americanos les enseñaron cómo debían hacerlo. Tenían que elegir las flores con cuidado, arrancar sólo las que se prestaban a ser prensadas; se trataba de un trabajo meticuloso.

Gabriel iba buscando flores al lado de Gertrud. En una ocasión, se enderezó para estirar la espalda y descubrió junto a ellos a un par de los granjeros más importantes, hombres que no debían de haberse detenido ante una flor en muchos años y que ahora cogían flores tan entusiasmados como el que más. Gabriel no pudo aguantarse la risa. Se volvió hacia Gertrud y le dijo:

– Estaba pensando en el sentido de las palabras de Jesucristo cuando dijo aquello de: «¡En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos!» [55]

Gertrud levantó la cabeza y lo miró.

– Es una frase muy curiosa -respondió ella.

– Sí -dijo él con aire pensativo-, me he fijado en que los niños se portan mejor que nunca cuando juegan a ser mayores. Pocas veces se acuerdan menos de ti que cuando van labrando un campo que han dibujado en medio del camino, cuando chascan la lengua para arrear al caballo y hacen restallar un cordel de hilo como si fuera un látigo mientras abren zanjas en el polvo del camino con una rama de pino. Te partes de risa al oírles discutir si acabarán con la siembra antes que sus vecinos, o cuando se quejan de que nunca han visto un campo tan duro de labrar.

Gertrud, con la cabeza gacha, seguía recogiendo flores sin contestar porque no entendía adónde quería llegar con aquello.

– Recuerdo lo bien que me lo pasaba con mi granja hecha de tacos de madera y vacas que eran piñas -continuó Gabriel-. Nunca olvidaba darles paja fresca cada mañana y cada noche, y a veces jugaba a que era primavera y que llevaba a apacentar mis vacas a las pasturas de montaña. Cuando hacía sonar una cuerna hecha de corteza de abedul llamando a las vacas Estrella y Margarita, la llamada se oía por toda la granja. Y hasta solía comentarle a mi madre la cantidad de leche que daban mis vacas y cuánto esperaba sacar por la mantequilla de la central lechera. También tenía mucho cuidado en encerrar al toro, y a todos los que pasaban les gritaba que fueran con precaución, porque la gente lo enfurecía.

Gertrud empezó a trabajar con menos ahínco. Escuchaba a Gabriel con atención, maravillándose de que él pudiera tener las mismas fantasías e ideas con que ella solía ocupar su propia cabeza cuando era niña.

– Aunque cuando me lo pasaba mejor era cuando los chicos jugábamos a que éramos hombres adultos y celebrábamos una junta -continuó él-. Recuerdo que yo, mis hermanos y un par de chicos más solíamos sentarnos en un montón de tablas que teníamos en casa desde hacía años. El presidente de la junta golpeaba los tablones con un cucharón de madera y el resto, gravemente sentados a su alrededor, decidíamos quién de nosotros era pobre de solemnidad y merecía el subsidio y cuántos impuestos le tocaba pagar a fulano o mengano. Estábamos ahí sentados con los pulgares metidos en las sisas del chaleco y hablábamos con la voz gruesa, como si tuviéramos una patata caliente en la boca, mientras nos dirigíamos los unos a los otros siempre titulándonos como concejal, mayordomo, sacristán y juez del distrito.

Gabriel hizo una pausa y se restregó la frente como si finalmente hubiese llegado a donde pretendía. Gertrud había dejado de coger flores. Estaba sentada en el suelo, el pañuelo echado atrás, y miraba a Gabriel como esperando escuchar algo nuevo y extraordinario.

– Puede que -dijo él-, del mismo modo que es conveniente que los niños jueguen a ser adultos, sea bueno que a veces los adultos se transformen en niños. Cuando veo estos viejos, que en esta época del año están acostumbrados a trajinar en el bosque talando y acarreando leña, paseándose por aquí con una ocupación tan infantil como la de recoger flores, pienso que estamos obedeciendo a Jesús y nos estamos volviendo niños.

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[55] Mateo 18:3. (N. de la T.)