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Gabriel notó que los ojos de Gertrud brillaban. Ahora sí entendía adónde quería llegar y la idea la hizo muy feliz.

– Quieres decir que todos nos hemos vuelto como niños desde que estamos aquí -dijo ella.

– Sí, por lo menos se nos puede considerar niños en el sentido de que hemos tenido que recibir una educación completa. Hemos tenido que aprender a sostener el tenedor y la cuchara y a que nos gustara una comida que nunca antes habíamos probado. Y no me digas que no era infantil el que al principio necesitáramos un guía cuando salíamos para no perdernos, y que se nos advirtiese contra gente peligrosa y de los lugares que estaba prohibido visitar.

– Es verdad, los que venimos de Suecia hemos sido como auténticas criaturas porque primeramente tuvimos que aprender a hablar -dijo Gertrud-. Tuvimos que aprender cómo se llamaban las sillas y las mesas, los armarios y la cama.

Ambos se entusiasmaron esforzándose en encontrar más puntos de similitud. Gabriel se sentía eufórico por haber hallado algo que le interesara tanto a Gertrud, que la hacía salir de su apatía habitual y hablar animadamente con la alegría de antes.

– Yo he tenido que aprender a reconocer árboles y plantas tal como me enseñó mi madre cuando era pequeño -dijo Gabriel-. He aprendido a distinguir entre melocotones y albaricoques, y entre la nudosa higuera y el retorcido olivo. He aprendido a reconocer al turco por su chaquetilla corta y al beduino por su manto rayado, y al derviche por su gorra de fieltro y al judío por los tirabuzones cortos que le cuelgan sobre la oreja.

– Sí, es igual que cuando éramos pequeños y nos enseñaban a distinguir un campesino de Floda de otro de Gagnef por el abrigo y el sombrero.

– Lo más infantil de todo es que dejamos que otros decidan nuestra vida -dijo él-, y que no disponemos de dinero propio sino que tenemos que pedir cada real a los demás. Cada vez que un verdulero me ofrece una naranja o un racimo de uvas recuerdo cuando era pequeño y tenía que pasar de largo el puesto de golosinas del mercado porque no llevaba ni un céntimo.

– Yo diría que estamos totalmente transformados -repuso Gertrud-. Si volviéramos a Suecia la gente no nos reconocería.

– Es difícil no sentirse como un crío cuando el campo de patatas que cavamos no llega al tamaño de un granero -dijo Gabriel con énfasis-, y cuando lo labramos con un arado hecho con una rama de árbol, y cuando arreamos un asno de esos pequeños en vez de un caballo, y cuando no tenemos un verdadero trabajo del que ocuparnos sino sólo minucias domésticas para matar el tiempo.

– Supongo que a lo que Jesucristo se refería con esas palabras era a una disposición de ánimo.

– También nuestro ánimo ha cambiado, Gertrud, ya lo creo que sí. ¿No te has fijado en que si tenemos preocupaciones graves ya no nos pesan durante días o meses como antes, sino que al cabo de un par de horas ya las hemos olvidado?

Justo cuando Gabriel decía esto les llamaron para almorzar. Gabriel se puso de muy mal humor; junto a Gertrud, podría haber andado todo el día sin comer. De todos modos, la paz y el contento que sentía ese día le hicieron pensar: «Cuánta razón tienen los colonos: lo único que precisan las personas para ser felices es vivir en paz y concordia, como hacemos nosotros. Me gusta mucho cómo es todo aquí, no cambiaría nada. Aunque quiera mucho a Gertrud, ya no necesito darle un hogar ni que sea mi esposa. Ya no me atormentan las ansias de amar, como le pasa a la persona que vive fuera, en la sociedad. Con tal de verla un poco cada día y de poder servirla y protegerla me siento plenamente satisfecho.» Le habría gustado decirle que se sentía como un niño también en ese sentido; pero era demasiado tímido, no habría sabido encontrar las palabras adecuadas!

Gabriel hizo todo el camino de regreso pensando en eso. Le parecía necesario explicarle a Gertrud, con unas pocas palabras, lo cambiado que estaba, para que siempre se sintiera segura en su compañía y confiase en él como en un hermano.

Llegaron a casa cuando el sol se ponía. Gabriel se sentó a los pies de un viejo sicomoro situado junto al portal de la mansión. Quería quedarse al aire libre el mayor tiempo posible. Después de que todos estuvieran dentro, Gertrud se le acercó para saber si no pensaba entrar.

– Sigo dándole vueltas a lo que hablamos antes -dijo él-. Pensaba en qué pasaría si Cristo apareciese andando por ese camino, como seguramente debió de hacer cientos de veces en la vida real, y se sentara bajo este árbol y me dijera: «Si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» -En su tono había un deje de ensoñación, como si pensara en voz alta.

Gertrud, inmóvil, le escuchaba y pensaba en cómo le solía gustar a la gente oír hablar al padre de Gabriel, y entonces se dio cuenta de que Gabriel había heredado de él el don de decir cosas que no parecían inventadas por él sino dictadas al oído.

– Entonces yo le diría -prosiguió Gabriel-: «Señor, nosotros nos ayudamos y asistimos los unos a los otros sin solicitar un sueldo a cambio, exactamente igual que hacen los niños; y si nos enfadamos con alguien no lo odiamos para siempre sino que, antes de que acabe el día, ya volvemos a ser amigos. ¿No te das cuenta, Señor, de que verdaderamente somos como niños?»

– ¿Y qué te contestaría él? -preguntó Gertrud dulcemente.

– Nada. Se queda ahí sentado y repite: «Si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Y yo le digo más o menos lo de antes: «Señor, nosotros queremos a todo el mundo, igual que los niños. No hacemos distinciones entre judíos y armenios, beduinos y turcos, blancos y negros. Amamos a los analfabetos tanto como a los cultos, a los humildes tanto como a los ricos, y compartimos nuestra casa tanto con musulmanes como con cristianos. Por tanto, ¿no es cierto que somos como niños y podremos entrar en tu reino?»

– ¿Y Jesucristo qué contesta?

– Nada. Sigue inmóvil bajo el árbol y dice muy despacio: «Si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Y entonces comprendo lo que quiere decir y le digo: «Señor, también en eso me he convertido en un niño, ya no siento la clase de amor que sentía antes, sino que mi amada es como una compañera de juegos y una hermana querida con la cual salgo a coger flores al campo. Señor, ¿no es eso ser como…»

Se interrumpió bruscamente porque en el mismo momento en que pronunciaba esas palabras sintió que mentía. Era como si Jesucristo realmente hubiese tomado asiento bajo el árbol y, sentado frente a él, pudiese vislumbrar hasta el último rincón de su alma. Y Gabriel tuvo la sensación de que Jesús veía cómo el amor se erguía en su interior, desgarrándole con sus zarpas como una bestia salvaje, porque él intentaba negarlo ante sí mismo y ante la persona amada. Conmocionado, Gabriel escondió el rostro entre sus manos y, entre sollozos, pronunció las siguientes palabras:

– No, Señor, no soy como un niño y no puedo entrar en tu reino. Tal vez los otros sí puedan, pero yo no puedo apagar el fuego que arde en mi alma, ni la vida que late en mi corazón. Amo y me abraso con un ardor que ningún niño puede sentir. Pero si ésa es tu voluntad, dejaré que este fuego me devore hasta el final de mis días, sin intentar nunca aplacar mi sed.

Abrumado por ese nuevo e inmenso amor que había irrumpido de su guarida secreta, permaneció sentado llorando largamente. Cuando levantó la vista, vio que Gertrud le había dejado solo. Se había ido con tanto sigilo que no la había oído marcharse.

Días de pobreza

Un par de meses después, un día de finales de abril, Ingmar Ingmarsson vino a detenerse frente a la Puerta de Jafa. El tiempo era excepcionalmente bueno, la calle estaba abarrotada de gente e Ingmar disfrutaba del espectáculo del abigarrado gentío que entraba y salía por el portal.