– Un poco. Están buscando a unos pilotos ingleses.
– ¿En Paris?
– No, en una ciudad llamada St. Dizier.
– ¿A quién van a fusilar?
– A todos los hombres que se encuentren en la casa donde esos dos pilotos estén escondidos.
– ¿Por qué? ¿Acaso Francia está en guerra con Inglaterra?
– ¿Es que estamos delirando? ¿O nos han hipnotizado y vemos un sueño? Dame un pellizco.
El pellizco de Martin me hizo gritar.
– ¡Calla! Nos pueden tomar por los pilotos ingleses.
– Es cierto -observé-. Tú eres casi inglés. Y piloto también. Regresemos, todavía estamos cerca del hotel.
Di un paso en la oscuridad y me encontré en una habitación iluminada; más exactamente, sólo una parte de ella estaba iluminada, como si a la oscuridad le hubiesen arrancado un pedazo y lo hubieran alumbrado con el fin de filmar. La ventana se cubría con una cortina, la mesa, con un hule de color; un papagayo grande y abigarrado descansaba sobre una cañita dentro de una jaula y una anciana limpiaba el fondo sucio de la jaula con un algodón.
– ¿Entiendes algo de todo esto? -susurró Martin a mi espalda.
– No, ¿y tú?
Capítulo 19 – Este mundo, loco, loco, loco
La anciana levantó la cabeza y nos miró. En su rostro apergaminado y pálido, en sus bucles canosos y en su chal severo de Castilla había algo artificial, casi no real e inverosímil. Sin embargo, ella era una persona. Sus ojos penetrantes parecían enroscarse en nosotros fría y aviesamente. El papagayo era también real. Se dio la vuelta hacia nosotros y nos mostró su hinchado pico.
– Excúsenos, madam -empecé diciendo en mi francés escolar-. Hemos llegado a este lugar por accidente. Posiblemente su puerta estaba abierta.
– Aquí no hay puerta -repuso la anciana. Su voz era rechinante como las escaleras de nuestro hotel.
– Entonces, ¿cómo hemos entrado?
– Usted no es francés -rechinó ella sin responderme-. ¿Verdad?
Yo tampoco le respondí. Di un paso hacia atrás y choqué contra la pared.
– Efectivamente, aquí no hay puerta -recalcó Martin.
La anciana se echó a reír con malicia:
– Ustedes hablan el inglés como lo habla Peggy.
– Do you speak English?! Do you speak English! -chilló el papagayo.
Me sentí incómodo. No experimentaba temor, pero algo parecido a un espasmo apretaba mi garganta. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Nosotros o la ciudad?
– Su habitación tiene una iluminación muy extraña -le dije-. No se ve ni la puerta. ¿Dónde está? Nos iremos en seguida, no se asuste.
La anciana se rió de nuevo con malicia:
– Los que se asustan son ustedes. ¿Por qué no desean conversar con Peggy? Háblenle en inglés. Etienne, ellos tienen miedo; temen que tú los entregues.
Miré a mi alrededor: la habitación había adquirido más claridad y anchura. Ya se distinguía el otro lado de la mesa, a la cual estaba sentado nuestro portero del hotel, no el lord calvo con el rostro plegado, sino su copia joven que nos salió al encuentro en el hall extrañamente transformado del hotel.
– Mamá, ¿por qué piensas que yo los quiero entregar? -inquirió él sin mirarnos siquiera.
– Porque es tu deber encontrar a los pilotos ingleses. Yo sé que quieres entregarlos, quieres, pero no puedes.
El joven Etienne suspiró profundamente:
– No, no puedo.
– ¿Por qué?
– Porque no sé donde están escondidos.
– Averigua.
– Mamá, ya no me creen.
– Lo importante es que Lange te crea. Entrégales esta mercancía; hablan también inglés.
– Ellos son de otro tiempo y no son ingleses. Vinieron para participar en el Congreso.
– En St. Dizier no hay ningún Congreso.
– Mamá, ellos están en Paris, en el hotel "Au Monde". De eso hace ya muchos años y yo he envejecido.
– Tú tienes treinta años ahora, y ellos están aquí.
– Lo sé…
– Entonces, entrégalos a Lange.
Mentiría si afirmara que comprendía todo lo que sucedía, pero una conjetura vaga surgió en mi conciencia, aunque no tenía tiempo para sopesarla con calma: entendía que los acontecimientos y las gentes que nos rodeaban no eran ilusorios y que el peligro encerrado en sus palabras y acciones era un peligro real.
– ¿De qué hablan ellos? -se interesó Martin. Le aclaré.
– Esta es una locura total. ¿A quién nos quieren entregar?
– Supongo que a la Gestapo.
– Te has vuelto loco también.
– No, no me he vuelto loco -objeté lo más tranquilo posible-. Debes comprender que nos encontramos en otro tiempo, en otra ciudad y en otra vida. Ignoro, no sólo el cómo y el porqué de esta copia, sino también cómo saldremos de aquí.
Mientras hablábamos, Etienne y la anciana callaban, como si los hubieran "desconectado".
– ¡Brujerías! -explotó Martin-. Ahora mismo saldremos de aquí. Ya tengo experiencias en asuntos como éste.
Martin le dio la vuelta a Etienne, lo agarró por la solapa y lo sacudió:
– ¡Escucha, hijo de la gran…! ¿Dónde está la salida? ¡No dejaré que te burles de los seres vivos! ¿Entiendes?
– ¿Dónde está la salida? -repitió el papagayo-. ¿Dónde están los pilotos?
Sentí escalofríos. Martin, furioso, tiró a Etienne a un lado como a un muñeco, haciéndole volar y caer junto a la pared. Allí, vislumbróse una abertura cubierta por una niebla roja.
Martin se lanzó a través de ella y yo le seguí. La situación cambiaba como en una película: de obscuridades a obscuridades. Y aparecimos en el hall del hotel que Martin y yo habíamos abandonado minutos atrás. Etienne, que había recibido un trato tan inhumano por parte de Martin, se encontraba ahora escribiendo algo en su oficina y no nos notaba, o tal vez lo fingía.
– ¡Qué milagros! -suspiró Martin.
– ¡Cuántos habrá todavía! -agregué.
– Este no es nuestro hotel.
– Eso fue lo que te dije cuando salimos a la calle.
– Salgamos de nuevo.
– Vamos.
Martin caminó rápido hacia la puerta de salida y, de repente, se detuvo: estaba bloqueada por soldados armados con automáticos como en las películas sobre la segunda guerra mundial.
– Necesitamos salir a la calle. A la calle -repitió Martin, señalando la oscuridad.
– Verboten! -gruñó el alemán-. Zurück! -y empujó a Martin con su arma.
Martin, limpiándose el sudor de la frente, retrocedió, furioso aún.
– Sentémonos y conversemos -le propuse-. Por suerte no han empezado a disparar todavía contra nosotros. Martin, no tiene sentido correr.
Nos sentamos a la mesa redonda, cubierta por un mantel de felpa polvoriento. Este era un hotel vetusto, mucho más viejo que nuestro "Au Monde" Parisiense. No poseía nada de qué vanagloriarse: ni prosapia, ni tradición; sólo polvo, trastos viejos y, probablemente, un terror que se agazapaba en cada objeto.
– En realidad, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó cansado Martin.
– Ya te lo dije. Estamos en otra vida y en otro tiempo.
– No lo creo…
– ¿No crees que esta vida es real? ¿No crees que sus armas son verdaderas? En un abrir y cerrar de ojos pueden acribillarte a balazos.
– Otra vida -repitió con odio Martin-. Todas sus copias son sacadas de la realidad, pero, ¿y ésta?
– No lo sé.
De la oscuridad que rodeaba el hall, emergió Zernov. En el primer momento pensé que él era un doble, pero la intuición me convenció de su existencia real. Estaba tranquilo, como si no hubiese ocurrido nada, y no mostró sorpresa o inquietud al vernos. Sin embargo, en su interior bullía un volcán de intranquilidad -no podía ser de otro modo- que no mostraba, porque sabía dominarse. El era así.
Aproximándose a nosotros y mirando hacia los lados, Zernov dijo:
– Martin, a mi parecer usted está de nuevo en la ciudad embrujada y nosotros le acompañamos.