– Simplemente, Victoria -corrigió Anatoli.
– Ella era reina de Inglaterra, erudito del Instituto de los pronósticos. A propósito de los pronósticos, ¿no fue en esta pared donde la Reina de las Nieves jugó con Kai? ¿No fue aquí donde él cortó los cubitos de hielo y los colocó formando la palabra "eternidad"?
Diachuk se puso en guardia, sospechando que le tomaban el pelo.
– ¿Quién es ese Kai?
– ¡Oh, dios mío! -exclamé-. ¡Por qué Hans Christian Andersen no pronosticaba el tiempo! ¿Sabes en qué consiste la diferencia entre él y tú? En el color de la sangre: la sangre de él era azul.
– Azul la tienen los pulpos.
Zernov no nos escuchaba.
– ¿Estamos aproximadamente en la misma región? -inquirió de improviso.
– ¿En qué región, Boris Arkádievich?
– ¿En la región donde los norteamericanos observaron aquellas nubes?
– No. Estamos bastante alejados hacia el occidente -aseveró Diachuk-. Yo lo comprobé en los mapas.
– Yo dije, "aproximadamente". Las nubes corrientemente se mueven de sitio.
– Los patos también -señaló Anatoli riéndose.
– ¿No me cree usted, Diachuk?
– No, naturalmente. Da hasta risa: "no son cúmulos ni cirros". A propósito, ahora no hay ninguna nube -apuntó él mirando al cielo despejado-. ¿O quizás son orográficas? "Estas son semejantes a lentes desgastados por la parte superior y de un color rosado. Pero no es el rosado que aparece por el reflejo del sol, sino un rosado intenso, fuerte, como el de una jalea de frambuesas. Se encuentran a menos altura que los cúmulos y se ignora si son sacos inflados de aire o dirigibles no controlados". ¡Disparates!
Se trataba de unas nubes misteriosas de color rosado cuya aparición habían difundido por la radio de MacMurdo los miembros de la expedición invernal norteamericana. Unas nubes, parecidas a dirigibles rosados, habían pasado sobre la isla Ross. Fueron divisadas sobre la tierra Adelia y en la región del glaciar Shackleton. Un piloto norteamericano dio con ellas a trescientos kilómetros de la estación Mirni. Nikolái Samóilov recibió el radiograma, al cual el radioperador del avión añadió por su propia cuenta: "Las acabo de ver con mis propios ojos. ¡Diablos! ¡Corrían por el cielo como los cerditos de Walt Disney!"
Pero esta información sobre las nubes rosadas no tuvo gran resonancia en la sala de Mirni. Las réplicas escépticas se oían con más frecuencia que las objeciones de contenido serio. A la sazón, Zhora Bruk, el rey de las bromas, atacó al sismólogo veterano, quien era bastante flemático:
– ¿Ha oído hablar de los platillos volantes?
– Sí, ¿y qué?
– ¿Y sobre el banquete en MacMurdo?
– También, ¿y qué?
– Estuvo usted presente cuando el corresponsal de "Life" partía para Nueva York?
– Bien, ¿y qué?
– Pues las bolas periodísticas rosadas llegaron a la redacción junto con él.
– ¡Vete al…!
Zhora se sonreía y sus ojos buscaban una nueva víctima. Su mirada me esquivó, presumiendo quizás que él no estaba lo suficientemente fuerte como para jugar conmigo. Yo cenaba junto con el glaciólogo Zernov, que era apenas ocho años mayor que yo, pero que podía rubricar su firma con la palabra "profesor". Realmente no estaba mal ser doctor en ciencias a la edad de treinta y seis años, pese a que estas ciencias (tengo inclinación hacia las humanidades) no me parecían tan trascendentes como para coadyuvar al progreso de la humanidad. En una ocasión se lo hice saber a Zernov y como respuesta me interpeló:
– ¿Sabe usted la cantidad de hielo y nieve que hay en la Tierra? La Antártida tiene, en invierno, una superficie de hielo de 22 millones de kilómetros cuadrados; el Ártico, 11 millones. Agreguemos además las orillas del Océano Glacial y Groenlandia. Sumemos a todo esto las cimas heladas y glaciares, exceptuando los ríos congelados en invierno. ¿Qué resulta? Que todo eso forma la tercera parte de la tierra firme. El continente glacial es dos veces mayor que África. Ya ve que no es tan insignificante para el progreso humano.
Me tragué todo ese hielo junto con la recomendación piadosa de que yo aprendiera algo durante mi estancia en la Antártida. Desde entonces, Zernov comenzó a prestarme una atención especial y, el día que comunicaron sobre las "nubes" rosadas, durante la comida, me propuso de improviso:
– ¿Querría usted dar un pequeño paseo por el interior del continente? Unos trescientos kilómetros.
– ¿Con qué objeto?
– Nos proponemos comprobar la veracidad de la información norteamericana con respecto a las "nubes" rosadas. Todos dicen que esto es una cosa muy poco verosímil. Pero, sea como fuese, es nuestra obligación prestarle cierta atención. Y usted, en especial, ya que debe filmar con película de color, puesto que las "nubes" son rosadas.
– ¡Vaya, vaya! -objeté-. Esto no es más que un fenómeno óptico corriente.
– No sé. Declino negarlo categóricamente. En la información se dice que su color es independiente de cualquier iluminación. No está descartado, sin embargo, que sea una mezcla de aerosol de origen terrestre o, digamos, polvo meteorítico del espacio cósmico. A decir verdad, me interesa otra cosa.
– ¿Qué?
– El estado del hielo en esa área.
En aquel entonces no les di importancia a las palabras de Zernov, pero me vinieron a la mente ahora, cuando éste razonaba en voz alta frente a la misteriosa pared de hielo. Él, evidentemente, relacionaba ambos fenómenos.
Al entrar en el cruzanieves, tomé asiento junto a la mesita de trabajo de Anatoli.
– Es una pared extraña y un corte bastante singular -le dije a Anatoli- ¿cómo lograron cortarla? ¿Con un serrucho? Pero, ¿qué relación tiene todo esto con las nubes?
– ¿Por qué lo relacionas? -interrogó Anatoli asombrado.
– No soy yo quien relaciona, es Zernov. ¿Por qué él recordó las nubes mientras pensaba sobre el glaciar?
– Tú estás complicando la situación. El glaciar es, realmente, bastante insólito; pero las nubes no tienen ninguna conexión con él, porque no es éste el que las forma.
– ¿Y si por casualidad?
– Por casualidad saltan sólo los sapos. Mejor sería que me ayudaras a preparar el desayuno. ¿Qué consideras mejor, tortilla de huevos en polvo o conservas?
Antes de que hubiera podido contestar, algo nos estremeció y lanzó sobre el piso. "¿Será posible que estemos cayendo? ¿A un precipicio o a una grieta?" cruzó fugaz por mi mente. En ese momento un golpe terrible de frente lanzó al cruzanieves hacia atrás. Yo fui arrojado contra la pared opuesta y algo frío y pesado cayó sobre mi cabeza, haciéndome perder el conocimiento.
Capítulo 2 – Dobles
Volví en sí y no volví en sí, porque yacía privado de movimiento, sin fuerzas ni siquiera para abrir los ojos. Despertó sólo mi conciencia o, quizás, mi subconsciente: sensaciones difusas e imprecisas surgieron en mí, y un pensamiento vago e incomprensible pugnaba por dilucidarlas. Me parecía haber perdido el peso y nadar o estar suspendido no en el aire ni en la nada, sino en un coloide tibio, incoloro, espeso e intangible, que al mismo tiempo me llenaba todo. Penetró por los poros, por los ojos, por la boca, llenó mi estómago y mis pulmones, lavó mi sangre y cambió, tal vez, su circulación. Tenía la impresión extraña y persistente de que alguien no visible me examinaba atentamente, atravesándome todo el cuerpo, tocaba con su mirada escrutadora cada nervio y cada arteria y observaba cada célula de mi cerebro. Y no experimentaba ningún terror o dolor, dormía y no dormía, veía un sueño deforme e inconexo y, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que no era un sueño.
Cuando finalmente recobré la conciencia, todo estaba tan claro y tranquilo como antes. Mis pestañas se levantaron con dificultad, provocándome un dolor agudo y punzante en las sienes. Ante mí se erguía un tronco rojo, liso y como pulido. ¿Qué es esto, un eucalipto o una palma? Quizás es un pino, cuyas ramas no logro ver: el dolor me impedía volver la cabeza. Mis manos tocaron algo duro y frío, tal vez una piedra; le empujé y rodó por el césped. Mis ojos buscaron la verdura del parque moscovita, pero, sin explicármelo, todo tornasolaba ocre. Y arriba, desde la ventana o desde el cielo, difundíase una luz blanca encegadora, tan encegadora que la memoria me trajo en el acto la inmensidad del desierto blanco y el brillo azul de la pared helada. Al momento lo comprendí todo.