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En este viaje lo había decidido todo y hasta meditaba la conversación que sostendría con ella. No, yo no quería retenerme en la carretera ni por un minuto. Pero tuve que hacerlo: un joven desconocido, dando tumbos por la carretera, vislumbrábase a lo lejos; le hice señales, pero él, en vez de salir de mi ruta, se turbó y se tiró debajo de mi auto. Frené, me asomé por la ventanilla y le grité:

– ¡Eh! ¿No has visto el automóvil?

Me miró, elevó su mirada al cielo y lentamente se levantó del suelo, sacudiendo el polvo de su viejo pantalón.

– Hay algo que asusta más que los automóviles -afirmó y, acercándose a la ventanilla, inquirió-: ¿Se dirige usted a la ciudad?

Asentí con la cabeza, y él se sentó en el automóvil, mostrándome la misma mirada temerosa de minutos antes. Por su frente rodaban gotas de sudor y en su camisa, bajo las axilas, notábanse negros círculos húmedos.

– ¿Por qué se entrena tan temprano? -le pregunté.

– ¿Entrena? Lo que me sucedió es peor que eso -afirmó él introduciendo su mano en el bolsillo del pantalón "jean" y sacando de él, junto con el pañuelo, una pistola "Barky Jones" del año 1952.

Silbé sorprendido:

– ¿Qué es esto? ¿Una persecución?

Lamenté profundamente haberlo tropezado: no me gustan los encuentros de esta naturaleza.

– Idiota -dijo sin maldad al notar mi mirada-. Esta pistola no es mía, sino de mi patrón. Yo estoy vigilando el rebaño del rancho Viniccio.

– ¿Es usted cowboy?

– No -repuso, y frunció el entrecejo al secarse la frente sudada-. Yo no sé ni siquiera montar a caballo. Pero necesito dinero para estudiar.

Me reí interiormente: el gángster sangriento que se le escapó al sheriff se transformó en el estudiante que trabaja en vacaciones.

– Me llamo Mitchell Casey -se presentó él. Al darle mi nombre yo acariciaba la idea, no sin vanidad, de que ese nombre que había aparecido en todos los periódicos del mundo desde el día del encuentro con los dragones de MacMurdo hubiese llegado hasta él; pero me equivoqué. El no había oído hablar nada de mí ni de las "nubes" rosadas: hacía dos meses que no escuchaba la radio ni leía periódicos: "Quizás empezó ya la guerra o los marcianos invadieron la Tierra. En una palabra, no sé nada".

– La guerra aún no ha empezado -le dije, pero los marcianos, al parecer, llegaron ya.

Le relaté brevemente la historia de las "nubes" rosadas. Pero jamás pensé que mi relato pudiese provocar en él una reacción tan violenta: se lanzó contra la puertecilla como si quisiera tirarse del automóvil, luego abrió la boca y, con labios trémulos, preguntó:

– ¿Del cielo?

Asentí con la cabeza.

– ¿Y son pepinos largos y rosados que hacen picadas como los aviones? ¿Eh?

Me sorprendí: decía que no había leído periódicos y, sin embargo, estaba al tanto de las "nubes".

– Las acabo de ver -susurró y, nuevamente, se secó el sudor de la frente: el encuentro con nuestros conocidos de la Antártida lo había extenuado.

– Bueno, ¿y qué? -le dije-. Ellas vuelan, se lanzan en picado y tienen el aspecto de pepinos. Empero, no hacen daño. Son simplemente una niebla. Eres un miedoso, ¿no lo crees?

– Cualquiera en mi lugar habría tenido miedo -empezó diciendo aún inquieto-. Estuve a punto de enloquecer cuando ellos duplicaron el rebaño.

Y mirando hacia los lados, como si temiera que alguien le escuchara, susurrando, agregó:

– Y a mí también.

Quizás te has dado cuenta, Yuri, que Mitchell había experimentado la misma sensación que experimentamos tanto tú como yo. Estas diabólicas "nubes" se interesaron por su rebaño, hicieron picadas sobre las vacas, y nuestro valiente cowboy trató de alejarlas. Entonces ocurrió algo completamente inexplicable. Uno de los pepinos rosados se aproximó a él, se detuvo sobre su cabeza y le ordenó retroceder. Sin palabras, naturalmente, pero a manera de hipnotizador: retroceda y móntese al caballo. Mitchell me relata que no pudo oponerse ni huir. Retrocedió hacia el caballo sin ofrecer resistencia y saltó a la silla. Estoy persuadido de que esta vez querían la estructura del jinete, porque de la gente habían adquirido ya una buena colección. El resto fue rutinario: niebla roja, inmovilidad absoluta, inactividad completa de los brazos y piernas y la impresión de que se le examina minuciosamente. En una palabra, fue un cuadro muy familiar. A poco, cuando la niebla se disipó, el muchacho volvió en sí y no podía creer lo que veía: el rebaño se había duplicado en número y, a su lado, sobre un caballo, se encontraba otro Mitchell. El caballo era el mismo, y él era el mismo, como ante un espejo.

En ese momento, el joven perdió el control de sí mismo. (Recordé que a mí me sucedió lo mismo.) El muchacho corrió, corrió desesperado para alejarse de ese lugar y de la alucinación, mas al pensar que el rebaño no era suyo, sino de su patrón y que de él debía responder, el joven se detuvo, recapacitó y regresó al lugar de donde había huido. Al llegar sólo encontró la misma cantidad de vacas; su doble a caballo se había ido y todo estaba tal como antes de la aparición de las "nubes" rosadas. Entonces tuvo reflexiones agobiadoras: "o he visto un espejismo o me he vuelto loco". Arreó las vacas hacia el corral y emprendió el camino en dirección a la ciudad a fin de ver al patrón.

Como tú comprenderás, Yuri, todo esto es el introito de mi carta. Antes de que pudiese tranquilizarlo, me alarmé: las nubes venían por la carretera en vuelo rasante. Eran justamente los cerditos de Walt Disney, como las llamó nuestro radista de MacMurdo, y diferentes de los pepinos. Mitchell las vio y guardó silencio, respirando sofocado.

"Ya empieza" pensé, recordando sus espolonazos en el "combate" aéreo que tuve contra ellas. Pero esta vez no descendieron, sino que cruzaron a velocidad sónica sobre nosotros como relámpagos en un cielo color lila.

– Se dirigen a la ciudad -susurró Mitchell desde el asiento posterior del automóvil.

No respondí: ¡quién las comprende!

– ¿Por qué no nos tocaron?

– No les interesamos. Dos personas en un automóvil no es para ellas una gran cosa: ¡tantos hay! Además, yo estoy marcado.

El no comprendió.

– Quiero decir, que ya me conocen -aclaré-, y me recuerdan.

– No me gusta nada de esto -afirmó, y calló.

Nuestro silencio duró hasta el momento en que divisamos la ciudad. Nos encontrábamos a una milla de ella, pero, por una razón desconocida, yo no podía reconocerla. Tenía un aspecto extraño, envuelta en un humo color lila, como un espejismo distante sobre arena movediza amarilla.

– ¿Qué diablos es esto? -exclamé-. ¿Será posible que mi cuentakilómetros se haya estropeado? Este señala que nos falta una decena de millas para llegar a la ciudad ¡y ésta ya se divisa!

– ¡Mira hacia arriba! -gritó Mitchell. Sobre el espejismo de la ciudad las nubes rosadas colgaban a modo de cadena: ora medusas, ora sombrillas. ¿No es un espejismo?

– La ciudad no está en su sitio -dije-. No comprendo nada.

– Nosotros debimos ya haber cruzado por enfrente del motel del viejo Johnson -afirmó Mitchell-. Este se encuentra a una milla de la ciudad.

Recordé el rostro arrugado del dueño del motel y su voz estentórea de comandante: "En el mundo todo está al revés, Don. Yo ya comienzo a creer en Dios". Sostengo que es hora de que yo empiece también a creer en Dios. ¡Veo tantos milagros asombrosos e inexplicables! Johnson, que de costumbre recibía a todos los automovilistas sentado sobre la escalerita de piedra de su motel, desapareció sin dejar huellas. Esto de por sí era un milagro, porque nunca, en todos los años que trabajaba en la base aérea, había dejado de ver a este viejo bonachón sentado en su escalerita, abriéndonos la ruta de la ciudad. Un milagro mayor era la desaparición de su motel. Nosotros no pudimos dejarlo de lado y ni siquiera notamos indicios de construcciones a lo largo de la carretera.