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– Esto no estaba aquí -le dije, deteniéndome…

– ¿Qué? -quiso saber Martin.

– Esta vitrina. Y no sólo la vitrina; la tienda tampoco estaba aquí. Cuando Irina y yo cruzamos por aquí, en este mismo lugar se hallaba una verja de hierro; mas ya no está aquí.

– Espera -dijo Martin poniéndose en guardia. Por su mente no cruzaban ni la vitrina ni la verja: aguzó el oído.

Un estrépito continuo oyóse no lejos de nosotros.

– Parece un trueno -señalé.

– Es más parecido a una ráfaga de automático -objetó Martin.

– ¿No bromeas?

– ¿Crees acaso que no puedo diferenciar los disparos de los truenos de tormenta?

– Después de todo, ¿no piensas que deberíamos regresar?

– Caminemos un poco más. Tal vez logremos encontrar a alguien. ¿A dónde se fue la población de Paris?

– Siguen disparando. Pero, ¿quién? ¿Y contra quién?

Como confirmando mis palabras, el automático traqueteó de nuevo. El ruido fue ahogado por un automóvil que se acercaba. Dos haces de luces irrumpieron en la oscuridad y lamieron el adoquinado del pavimento. Me inquieté: ¿Por qué había adoquines, si las dos calles que contorneaban el hotel estaban asfaltadas?

Martin me empujó hacia la pared y presionó mi cuerpo contra ella. Un camión lleno de hombres cruzó por nuestro lado.

– Soldados -dijo Martin- con uniformes, cascos y armas.

– ¿Cómo lo notaste? -inquirí asombrado-. Yo no pude distinguir nada.

– Mis ojos están entrenados.

– ¿Sabes una cosa? -pensé en voz alta-. Sospecho que no estamos en Paris. Pienso que el hotel es otro, y otra es la calle.

– A eso me refería.

– ¿A qué?

– ¿Te acuerdas de la niebla roja del hotel? Ellos descendieron sobre Paris; eso es irrefutable.

En ese momento alguien abrió sobre nuestras cabezas una ventana. Oyóse el chirrido del marco y el tintineo del vidrio mal asegurado. No despidió luz. Pero desde la oscuridad, sobre nuestras cabezas, llegó hasta nosotros la voz ronca y gutural, típica de un locutor francés:

"¡Atención! ¡Atención! Escuchen la información de la comandancia de la ciudad. Los dos pilotos ingleses que por la mañana descendieron en paracaídas desde un avión derribado, se encuentran aún en las cercanías de St. Dizier. Dentro de un cuarto de hora empezará el registro. Será peinada manzana tras manzana, casa tras casa. Todos los hombres que se hallen en la casa que esconda a los paracaidistas, serán fusilados. Sólo la entrega a tiempo de los paracaidistas ocultos podrá detener la operación".

Oyóse un chasqueo dentro de la radio y la voz calló.

– ¿Has entendido algo? -le pregunté a Martin.

– Un poco. Están buscando a unos pilotos ingleses.

– ¿En Paris?

– No, en una ciudad llamada St. Dizier.

– ¿A quién van a fusilar?

– A todos los hombres que se encuentren en la casa donde esos dos pilotos estén escondidos.

– ¿Por qué? ¿Acaso Francia está en guerra con Inglaterra?

– ¿Es que estamos delirando? ¿O nos han hipnotizado y vemos un sueño? Dame un pellizco.

El pellizco de Martin me hizo gritar.

– ¡Calla! Nos pueden tomar por los pilotos ingleses.

– Es cierto -observé-. Tú eres casi inglés. Y piloto también. Regresemos, todavía estamos cerca del hotel.

Di un paso en la oscuridad y me encontré en una habitación iluminada; más exactamente, sólo una parte de ella estaba iluminada, como si a la oscuridad le hubiesen arrancado un pedazo y lo hubieran alumbrado con el fin de filmar. La ventana se cubría con una cortina, la mesa, con un hule de color; un papagayo grande y abigarrado descansaba sobre una cañita dentro de una jaula y una anciana limpiaba el fondo sucio de la jaula con un algodón.

– ¿Entiendes algo de todo esto? -susurró Martin a mi espalda.

– No, ¿y tú?

Capítulo 19 – Este mundo, loco, loco, loco

La anciana levantó la cabeza y nos miró. En su rostro apergaminado y pálido, en sus bucles canosos y en su chal severo de Castilla había algo artificial, casi no real e inverosímil. Sin embargo, ella era una persona. Sus ojos penetrantes parecían enroscarse en nosotros fría y aviesamente. El papagayo era también real. Se dio la vuelta hacia nosotros y nos mostró su hinchado pico.

– Excúsenos, madam -empecé diciendo en mi francés escolar-. Hemos llegado a este lugar por accidente. Posiblemente su puerta estaba abierta.

– Aquí no hay puerta -repuso la anciana. Su voz era rechinante como las escaleras de nuestro hotel.

– Entonces, ¿cómo hemos entrado?

– Usted no es francés -rechinó ella sin responderme-. ¿Verdad?

Yo tampoco le respondí. Di un paso hacia atrás y choqué contra la pared.

– Efectivamente, aquí no hay puerta -recalcó Martin.

La anciana se echó a reír con malicia:

– Ustedes hablan el inglés como lo habla Peggy.

– Do you speak English?! Do you speak English! -chilló el papagayo.

Me sentí incómodo. No experimentaba temor, pero algo parecido a un espasmo apretaba mi garganta. ¿Quién se ha vuelto loco? ¿Nosotros o la ciudad?

– Su habitación tiene una iluminación muy extraña -le dije-. No se ve ni la puerta. ¿Dónde está? Nos iremos en seguida, no se asuste.

La anciana se rió de nuevo con malicia:

– Los que se asustan son ustedes. ¿Por qué no desean conversar con Peggy? Háblenle en inglés. Etienne, ellos tienen miedo; temen que tú los entregues.

Miré a mi alrededor: la habitación había adquirido más claridad y anchura. Ya se distinguía el otro lado de la mesa, a la cual estaba sentado nuestro portero del hotel, no el lord calvo con el rostro plegado, sino su copia joven que nos salió al encuentro en el hall extrañamente transformado del hotel.

– Mamá, ¿por qué piensas que yo los quiero entregar? -inquirió él sin mirarnos siquiera.

– Porque es tu deber encontrar a los pilotos ingleses. Yo sé que quieres entregarlos, quieres, pero no puedes.

El joven Etienne suspiró profundamente:

– No, no puedo.

– ¿Por qué?

– Porque no sé donde están escondidos.

– Averigua.

– Mamá, ya no me creen.

– Lo importante es que Lange te crea. Entrégales esta mercancía; hablan también inglés.

– Ellos son de otro tiempo y no son ingleses. Vinieron para participar en el Congreso.

– En St. Dizier no hay ningún Congreso.

– Mamá, ellos están en Paris, en el hotel "Au Monde". De eso hace ya muchos años y yo he envejecido.

– Tú tienes treinta años ahora, y ellos están aquí.

– Lo sé…

– Entonces, entrégalos a Lange.

Mentiría si afirmara que comprendía todo lo que sucedía, pero una conjetura vaga surgió en mi conciencia, aunque no tenía tiempo para sopesarla con calma: entendía que los acontecimientos y las gentes que nos rodeaban no eran ilusorios y que el peligro encerrado en sus palabras y acciones era un peligro real.

– ¿De qué hablan ellos? -se interesó Martin. Le aclaré.

– Esta es una locura total. ¿A quién nos quieren entregar?

– Supongo que a la Gestapo.

– Te has vuelto loco también.

– No, no me he vuelto loco -objeté lo más tranquilo posible-. Debes comprender que nos encontramos en otro tiempo, en otra ciudad y en otra vida. Ignoro, no sólo el cómo y el porqué de esta copia, sino también cómo saldremos de aquí.

Mientras hablábamos, Etienne y la anciana callaban, como si los hubieran "desconectado".

– ¡Brujerías! -explotó Martin-. Ahora mismo saldremos de aquí. Ya tengo experiencias en asuntos como éste.

Martin le dio la vuelta a Etienne, lo agarró por la solapa y lo sacudió:

– ¡Escucha, hijo de la gran…! ¿Dónde está la salida? ¡No dejaré que te burles de los seres vivos! ¿Entiendes?

– ¿Dónde está la salida? -repitió el papagayo-. ¿Dónde están los pilotos?

Sentí escalofríos. Martin, furioso, tiró a Etienne a un lado como a un muñeco, haciéndole volar y caer junto a la pared. Allí, vislumbróse una abertura cubierta por una niebla roja.

Martin se lanzó a través de ella y yo le seguí. La situación cambiaba como en una película: de obscuridades a obscuridades. Y aparecimos en el hall del hotel que Martin y yo habíamos abandonado minutos atrás. Etienne, que había recibido un trato tan inhumano por parte de Martin, se encontraba ahora escribiendo algo en su oficina y no nos notaba, o tal vez lo fingía.