– ¡Qué milagros! -suspiró Martin.
– ¡Cuántos habrá todavía! -agregué.
– Este no es nuestro hotel.
– Eso fue lo que te dije cuando salimos a la calle.
– Salgamos de nuevo.
– Vamos.
Martin caminó rápido hacia la puerta de salida y, de repente, se detuvo: estaba bloqueada por soldados armados con automáticos como en las películas sobre la segunda guerra mundial.
– Necesitamos salir a la calle. A la calle -repitió Martin, señalando la oscuridad.
– Verboten! -gruñó el alemán-. Zurück! -y empujó a Martin con su arma.
Martin, limpiándose el sudor de la frente, retrocedió, furioso aún.
– Sentémonos y conversemos -le propuse-. Por suerte no han empezado a disparar todavía contra nosotros. Martin, no tiene sentido correr.
Nos sentamos a la mesa redonda, cubierta por un mantel de felpa polvoriento. Este era un hotel vetusto, mucho más viejo que nuestro "Au Monde" Parisiense. No poseía nada de qué vanagloriarse: ni prosapia, ni tradición; sólo polvo, trastos viejos y, probablemente, un terror que se agazapaba en cada objeto.
– En realidad, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó cansado Martin.
– Ya te lo dije. Estamos en otra vida y en otro tiempo.
– No lo creo…
– ¿No crees que esta vida es real? ¿No crees que sus armas son verdaderas? En un abrir y cerrar de ojos pueden acribillarte a balazos.
– Otra vida -repitió con odio Martin-. Todas sus copias son sacadas de la realidad, pero, ¿y ésta?
– No lo sé.
De la oscuridad que rodeaba el hall, emergió Zernov. En el primer momento pensé que él era un doble, pero la intuición me convenció de su existencia real. Estaba tranquilo, como si no hubiese ocurrido nada, y no mostró sorpresa o inquietud al vernos. Sin embargo, en su interior bullía un volcán de intranquilidad -no podía ser de otro modo- que no mostraba, porque sabía dominarse. El era así.
Aproximándose a nosotros y mirando hacia los lados, Zernov dijo:
– Martin, a mi parecer usted está de nuevo en la ciudad embrujada y nosotros le acompañamos.
– ¿Sabe usted qué ciudad es ésta? -le pregunté.
– Quizás Paris, pero no Moscú.
– Ni una ni la otra. Esta es St. Dizier, ciudad que se encuentra al sureste de Paris, si mal no recuerdo. Es una ciudad de provincia que se encuentra ahora en el territorio ocupado.
– ¿Ocupado por quién? Aquí no hay guerra.
– ¿Está seguro de ello?
– Anojin, ¿no está usted delirando?
No, Zernov era magnífico con su imperturbabilidad.
– Ya deliré una vez en la Antártida -repuse mordaz-. Allá deliramos juntos. ¿Sabe usted en qué año estamos? No en nuestro "Au Monde", sino aquí, en esta novela de misterio. ¿Lo sabe? -inquirí, y para que no sufriera continué-: ¿En qué año los soldados alemanes gritaban "Verboten!" y buscaban paracaidistas ingleses en Francia?
Zernov seguía aún sin comprender mis palabras y esforzándose por encontrar una idea que surgía en su mente.
– Cuando me dirigía a este lugar noté la niebla roja y la transformación que sufrió el ambiente, pero no pude suponerme nada igual a lo que acaba de decirme. -Observó a los soldados rígidos entre la luz y la sombra.
– Sí, están vivos -le dije sonriente-. Y sus armas son reales. Si se aproxima a ellos le gritarán amenazando con el automático: "Zurück!…" Martin ya lo probó.
En los ojos de Zernov se dibujó esa curiosidad tan frecuente en los científicos:
– ¿Y qué creen ustedes que está siendo copiado ahora?
– El pasado de alguien. Pero no por eso es menos grave para nosotros. Zernov, ¿de dónde ha llegado usted?
– De mi habitación. Me intrigaba el matiz rojo de la luz y, al abrir la puerta, me encontré de pronto en este lugar.
– Prepárese para lo peor -le aconsejé cuando vi a Lange.
De la sombra surgió el abogado de Dusseldorf del que me había hablado el belga. Era el mismo Hermann Lange de mostachos en flecha y el pelado corto. Era él, aunque un poco más alto, más elegante y un cuarto de siglo más joven. Llevaba puesto un uniforme militar negro que apretaba su talle juvenil, con la svástika en la manga, un quepis alemán y unas botas lustrosas hasta lo inconcebible. En conclusión, él era un policía de la élite de Himmler.
– Etienne -dijo él en voz baja-, tú me decías que eran dos. Yo veo tres.
Etienne, con el rostro blanco como empolvado a guisa de payaso, saltó de su asiento y se puso rígido.
– El tercero es de otro tiempo, Herr Ober… Herr Haupt… perdone… Herr Sturmbahnführer.
Lange arrugó el entrecejo:
– Puedes llamarme señor Lange. Te lo permito. Respecto a este tercero, puedo decirte que sé tanto como tú de dónde es él. La memoria del futuro me lo dice. Mas, ahora está aquí y esto me conviene. Te felicito, Etienne. ¿Y estos dos?
– Son pilotos ingleses, señor Lange.
– Miente -repliqué sin levantarme-. Yo soy ruso y mi camarada es norteamericano.
– ¿Cuál es su profesión? -le preguntó Lange a Martin en inglés.
– Soy piloto -respondió Martin poniéndose firme por hábito.
– Pero no es inglés -aclaré yo.
Lange, con una risita burlona, dijo:
– ¿Cuál es la diferencia, Inglaterra o Norteamérica? Nosotros estamos luchando contra ambos países.
Por un momento, olvidando el peligro que nos amenazaba, traté de poner en su lugar a este espectro del pasado. No pensaba si él podría comprenderme y simplemente le dije:
– La guerra terminó hace tiempo, señor Lange. Nosotros somos de otro tiempo y usted también. Treinta minutos atrás usted y nosotros cenamos en el hotel Parisiense "Au Monde". Usted llevaba un traje corriente de civil, señor abogado turista, y no este uniforme brillante de teatro.
Lange no se ofendió, por el contrario, hasta se sonrió. Su sonrisa seguía dibujándose en sus labios en los momentos en que desaparecía envuelto por una neblina roja:
– Así es como nuestro querido Etienne me recuerda. El me idealiza y se idealiza. En realidad, todo ocurrió de un modo completamente diferente.
La neblina rojo-obscura lo cubrió por completo, y, de pronto, se disipó. Todo ocurrió en medio minuto. Empero, de la niebla emergió otro Lange, muy diferente al primero, no tan alto, más ordinario y rechoncho, con las botas sucias y llevando sobre los hombros una larga capa negra. Era un soldadote exhausto, con los ojos inflamados por las noches sin dormir. Sostenía sus guantes en la mano como si se los fuese a poner, pero no se los puso y agitándolos se acercó a la oficina de Etienne:
– Etienne, ¿dónde están? ¿Sigues sin saberlo?
– Señor Lange, ya no me creen.
– No trates de engañarme. Tú eres una figura demasiado prominente dentro de la Resistencia local para que no se fíen de tí. Quizás no te creerán en el futuro, mas no ahora. La razón es simple: tú temes a tus amigos de la clandestinidad.
Agitó los guantes y golpeó una y otra vez el rostro del portero. Etienne balanceaba la cabeza de un lado a otro y se encogía. La espalda de su suéter se arrugó como las plumas de un gorrión bajo la lluvia.
– Me temerás más que a tus amigos de la clandestinidad -siguió diciendo Lange sin levantar la voz y poniéndose los guantes-. ¿Será así, Etienne? ¿Verdad?
– Sí, señor Lange.
El gestapista se dio la vuelta y otra vez lo vimos transfigurado por el terror de Etienne, en un ser omnipotente. Ya no era una persona, sino un Nibelungo:
– Etienne no había cumplido su palabra, pues, efectivamente, no confiaban en él -afirmó-. Sin embargo, ¡cómo se esforzaba, cómo quería traicionar! ¡Y traicionó a la mujer que adoraba, a la mujer que amaba sin ser correspondido! ¡Cómo lo lamentó! Pero, no lamentó la traición que le hizo a ella, sino su propia incapacidad para traicionar a aquellos dos hombres que se escaparon. Bien, Etienne, enmendemos el pasado. Tenemos una buena oportunidad ahora. Yo fusilaré al ruso y al norteamericano en lugar de los pilotos escapados. Al otro ruso, simplemente, lo ahorcaré. ¡Llévenselos rápido a la Gestapo! ¡Patrulla! -gritó.