Le reconocí en el acto por su cazadora corta de gamuza y los pantalones estrechos: ningún soldado alemán usaba tales pantalones. Al acercar mi oído a su pecho, noté que éste se levantaba rítmicamente: Martin respiraba.
– ¡Don! -grité. Tembló levemente y susurró:
– ¿Quién eres?
– ¿Estás vivo, amigo?
– ¿Yuri?
– Sí, soy yo. ¿Puedes levantarte?
El asintió. Le ayudé a sentarse en el borde de la acera y me acomodé a su lado. Respiraba con dificultad y, por lo visto, no se había adaptado a la oscuridad: sus ojos pestañeaban. Permanecimos sentados y en silencio cerca de dos o tres minutos, hasta que, por fin, inquirió:
– ¿Dónde estamos? No puedo distinguir nada. ¿Acaso estoy ciego?
– Mira hacia el cielo. ¿Puedes ver las estrellas?
– Sí, las veo…
– ¿No tienes luxaciones?
– Creo que no. ¿Qué ha sucedido?
– Posiblemente lanzaron una bomba contra el furgón carcelero. ¿Dónde está Zernov?
– No lo sé.
Me levanté y contorneé de nuevo los restos del furgón, observando con atención los cadáveres de los soldados; pero Zernov no estaba por ningún lado.
– La situación es penosa -dije al regresar a su lado-: no hay señales de Zernov.
– ¿A quién observabas?
– A los cadáveres de los soldados. Uno está sin cabeza y el otro sin piernas.
– Él debió salir ileso, porque nosotros estábamos con él y estamos ahora vivos. Probablemente se marchó.
– ¿Sin nosotros? Eso es absurdo.
– O tal vez haya regresado.
– ¿A dónde?
– A la vida real. De estas bodas de brujas. Quizás tuvo suerte. ¡Ojalá nosotros también la tengamos!
Lancé un silbido.
– Saldremos de aquí -afirmó Martin-. Debes estar seguro de que saldremos.
– ¡Silencio! ¿Estás oyendo?
Una puerta masiva se abría crujiendo prolongadamente detrás de nosotros. Un rayo de luz fugitivo se escapó a través de la brecha de la puerta, pero fue cortado rápido por la cortina interior. Y, otra vez, nos rodeó la oscuridad. Sin embargo, en el pequeño rayo de luz yo había vislumbrado la figura de una mujer vestida con un traje de noche. Insinuábase ahora su sombra imprecisa. Por entre las cortinas de la puerta llegaban a nuestros oídos las melodías de un vals popular alemán.
La mujer, aún indiscernible en la oscuridad, bajaba por las escaleras de la puerta. Sólo la acera estrecha nos separaba ahora de ella. Continuábamos sentados.
– ¿Qué les sucede? -interrogó ella-. Les ha sucedido algo?
– No, nada de particular -respondí-. Simplemente que nuestro furgón voló en pedazos.
– ¿Su furgón? -preguntó asombrada.
– El furgón en el cual íbamos o, para ser más exacto, en el cual nos llevaban.
– ¿Quiénes les acompañaban?
– ¿Quiénes podían ser? Los soldados de la escolta, por supuesto -repliqué rabioso.
– ¿Sólo soldados?
– ¿Desea recogerlos por pedazos?
– No se enfurezca. Le pregunto porque debió ir con ustedes el jefe de la Gestapo.
– ¿Quién? ¿Lange? -inquirí sorprendido-. El se quedó en el hotel.
– Eso fue lo que debía ocurrir -afirmó ella pensativa-. Justamente eso. Aunque aquella vez hicieron volar un furgón vacío. ¿De dónde han venido ustedes? ¿Es posible que Etienne haya ideado también a ustedes?
– A nosotros no nos ha ideado nadie -repliqué-. Estamos aquí por pura casualidad, sin que nuestra voluntad haya tomado parte en ello. Excúseme, pero es que yo no hablo muy bien el francés; me es difícil darme a entender. ¿Habla usted inglés?
– ¿Inglés? -dijo asombrada-. Pero, de qué modo…
– Eso no se lo podría explicar ni en inglés. Tanto más que no soy inglés.
– Hello, madam -me interrumpió Martin-. Yo soy de los Estados Unidos. ¿Conoce usted la canción "El yanqui Doodle en el infierno… exclamó: ¡Qué frío!"?. Le aseguro, madam, que este infierno es más caliente.
Ella se rió:
– ¿Qué podría hacer yo por ustedes?
– Quisiera mojar mi garganta seca -afirmó Martin.
– Vengan detrás de mí. En el guardarropa no hay nadie y yo dejé libre al portero. Ustedes son afortunados, señores.
Seguimos en pos de ella hasta dar con un guardarropa iluminado pobremente. Lo primero que noté fueron las capas y los quepis militares alemanes. Próximo al guardarropa había un cuarto pequeño sin ventanas con las paredes cubiertas por las páginas de revistas de cine. En su interior había dos sillas y una mesa con un libro de registro.
– ¿Qué es esto? ¿Un hotel o un restaurante? -quise saber.
– Es un casino para oficiales.
Le miré el rostro por primera vez… y quedé helado, más bien, paralizado, petrificado como la mujer de Lot. Ella se puso tensa y en guardia:
– ¿De qué se asombra? ¿Me conoce acaso?
– Esto es interesante -dijo Martin.
Yo seguía encerrado en mi mutis.
– Señores, ¿qué significa todo esto? -preguntó asombrada.
– Irina, no comprendo nada -dije en ruso.
¿Por qué Irina se encontraba aquí, en el sueño de otras personas y con un vestido de los años cuarenta?
– ¡Dios mío, es ruso! -exclamó ella también en ruso.
– ¿Qué haces aquí?
– Irina es mi seudónimo de la clandestinidad. ¿Cómo lo sabe?
– Yo no conozco ningún seudónimo de la clandestinidad, ni sé si tú lo tienes, solamente sé que hace una hora cenamos juntos en el hotel "Au Monde" en Paris.
– Se ha equivocado usted -afirmó ella, extraña y fría.
Me enfurecí:
– ¿No me reconoces? Entonces, frótate los ojos.
– Pero, ¿quién es usted?
Yo no notaba ni la palabra "usted", ni el vestido antiguo, ni la situación revivida por recuerdos ajenos.
– Uno de nosotros se ha vuelto loco. ¿Olvidaste que llegamos juntos desde Moscú? -Yo empezaba ya a tartamudear.
– ¿Cuándo llegamos?
– Ayer.
– ¿En qué año?
Al oír su pregunta, quedé frío y con la boca abierta. ¿Qué podía responderle, si ella preguntaba una cuestión como esa?
– Yuri, no te sorprendas -me susurró Martin por detrás. El no comprendía nuestra conversación, pero suponía el origen de mi intranquilidad-. Esta no es ella, sino una bruja.
Ella nos seguía mirando, pensativa y taciturna.
– Es la memoria del futuro -afirmó ella con cierto misterio-. Es muy probable que él haya pensado en esto alguna vez. Posiblemente les haya visto a usted y a ella. ¿Se parece ella a mí? ¿Y se llama Irina? ¡Qué extraño!
– ¿Por qué? -interpelé curioso.
– Porque tuve una niña que se llamaba Irina. Cuando ella tenía un año, en el 1940, Osovets se la llevó a Moscú. Ocurrió eso antes de la caída de Paris.
– ¿Qué Osovets? ¿El académico?
– No, él era a la sazón un simple científico y trabajaba junto con Paul Langevin.
Una chispa de comprensión cortó las tinieblas de mi mente. Como ocurre a veces cuando uno, después de romperse la cabeza pensando en un problema, ve de pronto un rayo que insinúa, aunque débil e indefinidamente, la posibilidad de una solución.
– ¿Y qué me puede decir sobre usted y su esposo?
– Mi esposo se trasladó con la embajada para Vichy. El abandonó Paris un poco más tarde y sin acompañantes. En la carretera que conducía a Vichy, detuvo su automóvil junto a una granja provincial, porque el agua del radiador hervía o porque simplemente quería beber agua, no lo sé. Lo que sí sé es que en ese mismo momento los alemanes bombardeaban la carretera y él fue fulminado por una bomba de aviación… -Ella se sonrió tristemente: por lo visto ya se había resignado a su muerte-. Soy así, porque Etienne me imagina de ese modo; pero todo fue más terrible que lo que podía suponer.