– Hasta sabemos de que libro. ¿Recuerda usted al cura y a la niña del hotel?
No respondí: algo cambió repentinamente. La flauta calló. Su sonido fue reemplazado por el ruido lejano de cascos de caballos que trotaban por el camino. La niebla roja y familiar ocultó los arbustos. A poco, se disipó y los arbustos aparecieron verdes. El bosque desapareció y el camino descendía ahora por una pendiente adornada de viñedos a ambos lados. Más allá, hacia la lejanía, justamente como en Crimea, azuleaba el mar. Todo había adquirido su color: el cielo azul, que surgía tímido entre las nubes, la arcilla roja entre las rocas y la yerba amarilla y seca por los rayos implacables del sol. Hasta el polvo del camino había adoptado su tono natural.
– Alguien se acerca galopando -dijo Zernov-. El espectáculo no ha concluido aún.
Por el recodo del camino se hicieron visibles tres jinetes. Galopaban en fila y tras el último corrían dos caballos ensillados. La cabalgata se detuvo junto a nosotros. Los tres tenían puestas diferentes corazas e iguales jubones con botones de cobre. Sus botas de montar, enrojecidas por el uso, estaban cubiertas con un barro gris.
– ¿Quiénes son ustedes? -interrogó en mal francés el jinete de mayor edad. Sus barbas de una semana se extendían por el rostro. Con su coraza y su espada sin vaina uncida a la cintura, asemejábase a un individuo salido de una novela histórica.
¿"Qué siglo será éste? -me pregunté mentalmente-. ¿Será acaso el de los tiempos de la Guerra de los Treinta Años? ¿Quiénes serán estos individuos? ¿Soldados de Wallenstein o de Carlos XII? ¿No serán acaso jinetes suizos que andan por Francia? ¿En qué Francia? ¿En la Francia anterior o posterior a Richelieu?".
– ¿Son ustedes papistas? -inquirió el jinete.
Zernov se echó a reír: el aspecto de este jinete era verdaderamente cómico para nuestros días.
– Nosotros no tenemos ninguna creencia -replicó él en buen francés-. No somos ni cristianos. Somos ateístas.
– Mi capitán, ¿qué dice ese señor? -quiso saber el jinete más joven. Hablaba en alemán.
– Ni yo le entiendo -le explicó el de mayor edad en alemán-. Sus trajes son extraños, como los que llevan los bufones en la feria.
– Capitán, ¿y si nos hemos equivocado? Puede ser que no sean ellos, ¿no cree?
– ¿Y dónde piensas que podríamos encontrar a los otros? Deja que Bonnville se las arregle como pueda-. Y dirigiéndose a nosotros agregó en francés-: Vengan con nosotros.
– Yo no sé -repuso Zernov.
– ¿Qué no sabe?
– No sé montar a caballo.
El jinete se echó a reír y tradujo al alemán.
Ahora reían todos: "¡No sabe! ¡Ja, ja, ja! ¡Posiblemente es un doctor!"
– Colóquenlo en el medio. Ambos se colocarán a su lado para que no se caiga. ¿Y tú? -inquirió él dándose la vuelta hacia mí.
– No deseo ir a ninguna parte -repuse.
– ¡Yuri, no discuta! -me gritó en ruso Zernov. El ya estaba encima del caballo, agarrado al arzón de la silla-. Acéptelo todo y alargue lo más posible el tiempo.
– ¿En qué idioma están hablando? -quiso saber el jinete, agresivo-. ¿En gitano?
– En latín -repuse iracundo-. Dominus vobiscum. ¡Vámonos!
Y salté sobre la silla. Esta no era inglesa, moderna, sino antigua, de forma que yo no conocía y con incrustaciones de cobre a los lados. Esto no me turbó: yo había aprendido a montar a caballo en el equipo deportivo de nuestro instituto, donde nos enseñaban un poco de cada elemento del pentatlón moderno. Una vez, cierto valiente se impuso llevar con rapidez un parte. Venció todos los obstáculos que surgieron ante éclass="underline" galopó, corrió, cruzó un torrente tempestuoso, disparó y peleó con espadas. Naturalmente, no todos los del grupo resultamos ser tan valientes como él, pero aprendimos algo de todo. Mi talón de Aquiles consistía en la dificultad para vencer obstáculos. "Si aparece ahora una zanja o una cerca no podré saltarla" pensé temeroso. Pero no tuve tiempo para meditar. El jinete de bigotes negros fustigó mi caballo y nos lanzamos hacia adelante, alcanzando a Zernov y a sus dos guardianes laterales. Su rostro estaba más blanco que el papeclass="underline" ¡No faltaba más! ¡Era la primera vez que montaba a caballo y lo llevaban a galope rabioso! Galopábamos en silencio uno al lado de otro. El jinete de bigotes negros no apartaba de mí la vista. Oía los golpes de los cascos de mi caballo, sentía su respiración pesada, su cuello caliente y la resistencia ligera de los estribos. No, ésta no era una ilusión, no era un engaño de la visión, sino una vida real, una vida ajena en otro espacio y tiempo; vida que nos absorbía, como absorbe el pantano a sus víctimas. La cercanía del mar, la humedad cálida del aire, la serpentina pedregosa del camino, los viñedos en los declives de nuestra ruta, los árboles desconocidos de hojas anchas y largas que fulgían al sol como barnizadas, los asnos que tiraban de las carretas de dos ruedas chirriantes; en las villas, casas de piedra de un solo piso con ventanitas micáceas y de cuyos techos pendían pimientos para el secado, las esculturas rústicas de madonnas junto a las fuentes, los hombres de torso bronceado y vestidos con pantalones desgarrados, que apenas les llegaban a las rodillas, las mujeres con vestidos hechos a mano y los niños completamente desnudos: todo esto evidenciaba que nosotros nos encontrábamos en una región sureña, probablemente de Francia, pero de Francia no actual.
Nuestro galope duró dos horas. Por suerte, sin obstáculos, a excepción de los pedregones en el camino, restos del despeje del mismo a causa del corrimiento de tierras. Una pared blanca de dos metros de altura nos cortó el camino. La pared contorneaba un bosque o parque y se extendía a varios kilómetros, pues el final no se veía. Allí, donde la pared se dirigía hacia el norte perpendicularmente al mar, nos esperaba un hombre vestido con el mismo traje de máscaras de nuestros acompañantes, de un terciopelo que una vez fue verde, con las botas de montar rojas por el uso, como las de nuestros acompañantes, y con un gorro sin plumas, pero adornado con una hebilla de cobre brillante. Llevaba su brazo derecho en un cabestrillo hecho de trapos -quizás de una camisa vieja- y en el ojo derecho, una cinta negra. Su rostro me parecía familiar. Aunque no era eso lo que me inquietaba, sino la espada que pendía del cinturón. No acertaba a comprender de qué siglo había surgido este D'Artagnan, más parecido, sin embargo, a un espantajo que al héroe predilecto de nuestra infancia.
Los jinetes, presurosos, apearon a Zernov del caballo. Este, incapaz de sostenerse sobre sus piernas, cayó de bruces sobre la yerba del camino. Quise ayudarle, pero la mirada severa del tuerto me detuvo.
– ¡Levántese! -ordenó a Zernov-. ¿No puede levantarse?
– No puedo -respondió gimiendo Zernov.
– ¿Qué hacer con usted? -inquirió pensativo, y se dio la vuelta hacia mí-. Estoy seguro de que le he visto en algún lugar.
Ipso facto, le reconocí: era Mongeusseau, el interlocutor del director de cine italiano en el restaurante del hotel. Mongeusseau, el floretista y espadachín, el campeón Olímpico y la primera espada de Francia.
– ¿Dónde los encontró? -le preguntó al de bigotes negros.
– En el camino. ¿No son ellos?
– ¿Acaso no lo ve? ¿Qué hacer con éstos? -repitió pensativo-. Con éstos no seré ya Bonnville.
Una nubécula roja surgió sobre el camino. De ella apareció primero una cabeza y tras ella, un individuo vestido con un pijama negro de seda. Reconocí al director Carresi.
– Usted es Bonnville y no Mongeusseau -afirmó él. Sus labios y sus mejillas hundidas temblaban con desesperación cuando habló-. Usted es una persona de otro siglo, ¿comprende?
– Tengo mi propia memoria -prorrumpió el tuerto.
– Entonces, apáguela, desconéctela. Olvídese de todo lo que no tenga relación con la película.
– ¿Y acaso ellos tienen relación con la película? -preguntó el tuerto, en tanto que hacía un gesto en dirección a nosotros-. ¿Lo previo usted?
– No, naturalmente. Esta es la acción de una voluntad ajena. Soy impotente para retirarlos. Pero usted, Bonnville, sí puede…