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Leí este artículo con el rostro tan alegre, que Irina, sin contenerse, me dijo:

– Quisiera castigarte por lo que me ocultas; pero, bueno, te lo mostraré.

Y me enseñó un telegrama desde Umanak, Groenlandia.

"Paris. Congreso. Para Zernov.

Escuché su informe por la radio. Conmovido. Quizás aquí, en Groenlandia, usted pueda hacer un nuevo descubrimiento. Les espero a usted y a Anojin en el próximo vuelo. Thompson".

Ese fue mi día más feliz en Paris.

Capítulo 27 – Imaginación o previsión

Pero no fue sólo mi día feliz, sino también el de ella. Particularmente cuando le relaté lo acontecido con su madre. Al principio no lo creyó y se sonrió como una muchacha en la plazoleta de baile:

– ¿Me tomas el pelo?

No respondí. Luego le pregunté:

– ¿Tomó tu madre parte en la Resistencia? ¿Dónde?

– Sí, tomó parte, pero ignoro dónde. Nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores quiso averiguarlo por medio de los camaradas franceses, mas fue inútil, porque desconocen el sitio exacto. Su grupo fue diezmado por completo y hasta ahora se desconoce el lugar donde ocurrió su muerte.

– Ocurrió en St. Dizier -le dije-. No está lejos de Paris. Ella era intérprete en un casino de oficiales alemanes y en ese mismo lugar fue capturada.

– ¿Cómo lo sabes?

– Ella misma lo relató.

– ¿A quién?

– A mí.

Irina, lentamente, se quitó los espejuelos y los dobló:

– No debes bromear con esas cosas.

– No bromeo. Martin y yo la vimos aquella noche en St. Dizier. Nos tomaron por pilotos ingleses cuyo avión fue derribado aquella misma noche en las afueras de la ciudad.

Los labios de Irina temblaban de un modo tal, que eran incapaces de pronunciar palabra alguna.

Entonces le conté toda la historia de nuestras vicisitudes, desde el principio hasta el final; sobre Etienne y Lange, sobre la ráfaga del automático que Martin tiró en la escalera del casino y sobre la explosión que oímos en la ciudad en tinieblas.

Ella seguía encerrada en su silencio. Me enfurecí al reconocer la impotencia de las palabras para reproducir no ya la vida, sino la copia de la vida.

– ¿Cómo era ella? -me preguntó de repente.

– ¿Quien?

– Creo que sabes a quién me refiero.

– Ella cambiaba levemente, en dependencia de quién recordaba sobre ella: Etienne o Lange. Era joven, de tu edad. Ambos, Etienne y Lange, la admiraban, pero a pesar de ello, uno la traicionó y el otro la asesinó.

– Ahora comprendo a Martin -dijo ella casi susurrando.

– La acción de Martin fue demasiado simple para que pueda ser considerada como un castigo para Lange.

– Comprendo -afirmó ella y se quedó pensativa. Luego, preguntó-: ¿Me parezco mucho a ella?

– Eres su copia. ¿Recuerdas la sorpresa que se llevó Etienne cuando entraste en el hotel? ¿Y la atención concentrada de Lange? Si lo dudas, pregúntale a Zernov; él te lo relatará.

– ¿Y qué sucedió después?

– Después subí por las escaleras del hotel "Au Monde".

– ¿Y todo se desvaneció?

– Sí, para mí.

– ¿Y para ella?

Me encogí de hombros. ¡Qué podía responder!

– No entiendo nada -dijo ella-. Existe el presente y el pasado, existe la vida; pero, ¿Y esto qué es?

– Una copia.

– ¿Viva?

– Lo ignoro. Tal vez es una copia grabada en sus películas -dije sonriéndome.

– No te rías. Esto es terrible. Vida. ¿Dónde? ¿En qué espacio? ¿En qué tiempo? ¿Se llevan acaso esa vida con ellos? ¿Y para qué?

– Escucha, Irina -le aclaré-, mi imaginación no es tan frondosa como para responder a todas esas interrogantes.

Pero había un individuo que poseía la imaginación necesaria. Nosotros nos encontramos con él al día siguiente.

Por la mañana, fui dado de alta de la clínica y me despedí del profesor Peletier, seco, como siempre, de una manera masculina y discreta: ("Usted me salvó la vida, profesor; estoy en deuda con usted") y abracé a mi enfermera, a mi ángel blanco de jeringuillas diabólicas ("Mademoiselle, ¡si usted supiera lo triste que es decirle adiós!"). Ella me respondió no con las palabras de una monja, sino de Maupassant ("¡Oh! ¡Qué canalla!") y salí al malecón Voltaire donde me esperaba Irina. Me comunicó en seguida que Vanó Chojeli y Anatoli Diachuk habían partido de Copenhague y volado directamente a Groenlandia y que nuestros visados estaban preparándose en la embajada danesa. Yo aún podía estar presente en la sesión plenaria del Congreso.

El asfalto de la calle se derretía por el calor; las escaleras y corredores de la Sorbona, donde se celebraba ahora el Congreso durante las vacaciones estudiantiles, estaban frías y tan silenciosas y desiertas como una iglesia después de la misa. En ellas no se encontraban los retrasados, ni los amantes del cigarrillo o del chisme en los pasillos, ni se reunían los grupos de discutidores.

Todas las habitaciones para fumar y las cantinas estaban vacías. Todos se hallaban reunidos en un auditorio, que ni durante las conferencias más cautivadoras estaba tan repleto como ahora. La gente se sentaba en todas partes: en los pupitres, en los corredores de la sala y en las escaleras del anfiteatro, donde finalmente logramos encontrar un sitio libre.

Hablaba un norteamericano y no un inglés. Lo supe en seguida por la manera de pronunciar las palabras, como la maestra de inglés de mi Instituto que había estudiado en Princeton o en Harvard. Yo lo conocía por su nombre -como todo el mundo de los lectores-, pese a que él no era un hombre de Estado ni un científico famoso, lo que hubiera correspondido a la composición de la asamblea y la lista de sus oradores; era un escritor. Y no era un escritor que podríamos llamar de moda o un especialista en la vida de los científicos, sino simplemente un escritor de ciencia-ficción, que conquistó como Wells en su tiempo, celebridad mundial. Él, en realidad, no se preocupaba mucho de la base científica de sus asombrosas fantasías y, a pesar de que hablaba ante las "estrellas" de la ciencia contemporánea, tenía la osadía de afirmar que a él personalmente no le interesaban las informaciones científicas sobre los visitantes del cosmos que el Congreso obtenía grano a grano y gimiendo (así se expresó: "grano a grano y gimiendo"), sino el hecho mismo del encuentro entre dos mundos completamente diferentes, en esencia, entre dos civilizaciones completamente incompatibles.

Esta declaración y el rumor que se levantó posteriormente en la sala, ya de voces de aprobación, ya de protesta, lo oímos mientras estábamos buscando sitios en los escalones del anfiteatro.

"Señores, no se ofendan por las palabras: grano a grano-, continuó él, dibujándose una sonrisa maliciosa en sus labios-. Sin lugar a dudas, ustedes acumularán toneladas de información de sumo valor en las comisiones de glaciólogos y climatólogos, en las expediciones especiales, en las estaciones e institutos de investigación científica, en los trabajos científicos concernientes a las nuevas formaciones de hielo, a los cambios del clima y a las consecuencias meteorológicas producidas por el fenómeno de las "nubes" rosadas; pero su misterio sigue siendo un enigma para todos nosotros. Hasta el momento desconocemos la naturaleza del campo de fuerza que ha paralizado todos nuestros intentos para aproximarnos a ellos, el carácter de la vida con la que hemos chocado y su localización en el Universo.