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– ¿Por qué no filmas? -le grité sin apartarme del visor de la cámara.

El no me respondió en el acto, sino con cierto retraso incomprensible.

– No… sé. Algo me lo impide… no puedo.

– ¿Qué quieres insinuar con eso de "no puedo"?

– No puedo… explicarlo.

Fijé mi mirada en él olvidando hasta la amenaza que llegaba desde el cielo. ¡He ahí la diferencia! No somos completamente iguales: él se inquieta por algo que a mí no me afecta; algo le molesta; yo, en cambio, soy libre. Sin pensarlo dos veces lo coloqué en mi objetivo y tomé la película teniendo en el fondo a su cruzanieves-doble. Por unos momentos olvidé hasta la existencia de la nube rosada, pero él me la hizo recordar:

– Viene en picado.

La campana morada no descendía ya lentamente, sino que caía. Salté instintivamente a un lado.

– ¡Huye! -le grité.

El, por fin, comenzó a moverse de su sitio, pero no huía, sino que retrocedía de modo extraño hacia su "Jarkovchanka".

– ¿A dónde vas? ¡Estás loco!

La campana descendía directamente sobre su cabeza, pero él no me respondía. Pegué de nuevo mi ojo al visor de la cámara para no perder tales cuadros. Incluso mi terror desapareció, porque lo que se desarrollaba ante mis ojos era, sin lugar a dudas, un fenómeno extraterrestre que ningún operador de cine había filmado antes.

La nube disminuyó bruscamente de tamaño y adquirió un tono más oscuro. Asemejábase ahora al cáliz invertido de una gigantesca flor tropical, suspendido a seis o siete metros sobre la tierra.

– ¡Cuidado! -le grité.

Y, olvidando de repente que él era un fenómeno y no una persona, pegué un salto gigantesco e inconcebible en su dirección a fin de ayudarle. Como se aclaró después, mi salto no le podía salvar, pero acortaba a la mitad la distancia que nos separaba. Con otro salto igual lo hubiese alcanzado, pero, al intentarlo, algo semejante al golpe de una ola o viento huracanado no me dejó avanzar y me empujó hacia atrás. Estuve a punto de caer, pero me mantuve de pie y ni la cámara se desprendió de mis manos. La flor gigantesca alcanzaba ya la tierra, y sus pétalos, antes morados y ahora purpúreos, moviéndose con pulsaciones insólitas, cubrían a los dos dobles: al cruzanieves y a "mí". Pasados unos segundos tocaron ya el hielo cubierto de nieve. Junto a mi "Jarkovchanka" se levantaba ahora una colina purpúrea, que parecía burbujear o hervir sumergida en un humo morado permutable que relumbraba con chispas áureas a guisa de cargas eléctricas. Yo continuaba filmando, tratando de acercarme cada vez más a la colina morada. Un paso… otro paso… otro… Mis piernas iban adquiriendo una pesadez inexplicable, como si algo las obligara a doblarse o las atrajera hacia el hielo. Un magnetismo ignoto parecía ordenar: ¡párate! ¡ni un paso más! Y yo me detuve.

La colina emblanqueció levemente, el color purpúreo pasó al de frambuesa, y se levantó de repente. El cáliz invertido aumentó de tamaño y dobló hacia arriba sus bordes arrebolados. La campana se transformó de nuevo en cometa, y la nube rosada, en una concentración de gases que adquiría formas variadas bajo los embates del viento. No se notó ningún tipo de concentración o espesamiento en su interior, como si no hubiese tomado nada de la tierra; sin embargo, en el hielo sólo quedó mi "Jarkovchanka". Su misterioso doble se desvaneció tan rápido como apareció. Sólo quedó sobre el hielo la huella de las anchísimas orugas, aunque ya el viento la cubría con una frazada de nieve esponjosa. En el cielo, ocultándose tras los bordes de la pared de hielo, desaparecía la "nube". Miré mi reloj: habían pasado treinta y tres minutos desde el momento en que, volviendo en sí, marqué la hora.

Yo sentía un extraño sentimiento de alivio al comprender que algo horrible se había apartado de mi vida, horrible porque era incomprensible, y más horrible aún, porque ya empezaba a acostumbrarme a lo incomprensible como el loco se acostumbra a su delirio. Mi delirio se desvaneció junto con el gas rosado, se desvaneció también el obstáculo invisible que me impidió acercarme a mi doble. Ahora, eché a andar sin dificultad hacia mi cruzanieves y me senté en el peldaño de hierro, sin pensar que podía quedarme adherido al metal a causa de la temperatura descendente del aire. No me inquietaba nada, excepto el pensamiento de cómo explicar esta pesadilla de media hora. Una y otra vez, apretando mi cabeza con las manos, no dejaba de preguntarme en voz alta:

– ¿Qué fue en realidad lo que sucedió después del accidente?

Capítulo 4 – ¿Substancia o ser vivo?

Y recibí como respuesta:

– Lo más importante de todo es que usted está vivo, Anojin. Hablando honradamente temía lo peor.

Levanté la cabeza: ante mí se encontraban Zernov y Anatoli. En tanto que Zernov me hablaba, Anatoli pisoteaba la nieve con sus esquíes y movía uno y otro bastón de esquiar. Desgreñado y grueso, con bigotes y vello en las mejillas, en vez de nuestras barbas hirsutas, Anatoli parecía haber perdido su escepticismo burlón y miraba ahora excitado y alegremente como un chiquitín.

– ¿De dónde vienen? -inquirí.

Yo estaba tan agotado que ni tenía fuerzas para sonreír.

Anatoli chilló:

– Acampamos cerca de aquí: a un kilómetro y medio o dos. Allí instalamos nuestra tienda de campaña…

– Espere, Diachuk -le detuvo Zernov-, ya tendrá tiempo para hablar de ello. ¿Cómo se siente, Anojin? ¿Cómo logró salir? ¿Qué tiempo hace de eso?

– Me hace simultáneamente muchas preguntas -le dije. Mi lengua articulaba las palabras con dificultad, como la de un borracho-. Empecemos por orden, desde el final. ¿Cuánto tiempo hace que salí? No lo sé. ¿Cómo? Tampoco lo sé. ¿Cómo me siento? Más o menos bien, sin contusiones ni fracturas.

– ¿Y moralmente?

Me sonreí al fin, pero mi sonrisa al parecer resultó falsa e insincera, porque Zernov inquirió rápido:

– ¿Acaso cree que nosotros le abandonamos a su suerte?

– Jamás lo he pensado -repuse-. Por otra parte, quiero decirles que mi destino está lleno de fantasías.

– Yo lo veo -contestó Zernov, observando nuestra desdichada "Jarkovchanka"-. Después de todo, este aparato resultó sólido: sólo se abolló levemente. Pero, en resumidas cuentas, ¿quién le sacó?

Me encogí de hombros.

El continuó:

– Por cuanto aquí no hay volcanes capaces de presionar el aparato desde abajo y expulsarlo, por tanto debemos presumir la intromisión de alguien. ¿Quién fue?

– No sé nada -respondí-. Volví en sí cuando me encontraba ya en la meseta.

– ¡Boris Arkádievich! -gritó de repente Anatoli-. Aquí hay una sola máquina. Lo que significa que la otra simplemente se fue. Ya le dije que era un cruzanieves o un tractor. A nuestro aparato, lo amarraron con un cable y ¡para arriba!

– Lo sacaron y se fueron -repitió dudoso Zernov-. Y no se llevaron a Anojin. Ni le ayudaron. ¡Qué raro! ¡Sumamente raro!

– ¿Y si no pudieron volverle en sí y creyeron que pereció? Tal vez estén estacionados cerca y decidan regresar junto con el médico…

Me fastidiaban estas fantasías idiotas de Anatoli. Si se le daba cuerda, no se detenía.

– ¡Cállate, profeta! -dije ceñudo-. Aquí, ni diez tractores hubieran podido hacer algo positivo. Esos cables de los cuales hablas, existieron sólo en tus sueños. Además, el segundo cruzanieves no se fue, sino que desapareció.

– Entonces, ¿hubo un segundo cruzanieves? -preguntó Zernov.

– Sí, lo hubo.

– ¿Qué quiere usted insinuar con la palabra "desapareció"? ¿Que se perdió?

– Hasta cierto grado, sí. Es difícil relatarlo en dos palabras. Este era un doble de nuestra "Jarkovchanka". No era una copia en serie, sino un doble. Un fantasma. Una ilusión. Pero un espectro real, material.

Zernov me escuchaba atentamente, con interés y en silencio. En sus ojos no se leían palabras de reprobación: ¡Loco! ¡Psicópata! ¡Debes hacerte un tratamiento psiquiátrico!