– ¿Una bomba? -inquirió alguien.
– Y si fuese una bomba, ¿qué sucedería?
– Usted no tiene bombas nucleares -observó Zernov con frialdad-, ni tampoco bombas de demolición. Lo único que podría tener sería la bomba plástica empleada para el rompimiento de cajas de caudales o automóviles. ¿A quién desea asustar con esos petardos de papel?
El almirante, lanzándole una mirada rápida, objetó:
– No me refiero a las bombas.
– Martin -dijo Zernov-, le ruego que relate todo lo que vio.
– Ya conozco todo eso -le interrumpió el almirante-. Conozco esas alucinaciones dirigidas y esos hipnoespejismos. Probaremos con otro individuo y no con Martin.
– Sólo tenemos un piloto, sir.
– Yo no me dispongo a arriesgar el helicóptero, sólo necesito paracaidistas. Y no sólo paracaidistas, sino… -movió sus labios en busca de la palabra apropiada-…sino individuos que se hayan encontrado anteriormente con los visitantes.
Cambiamos las miradas. Zernov estaba fuera de la elección porque no era deportista. Vanó se había herido en la mano durante el último viaje. Yo había saltado en paracaídas solamente dos veces, pero sin sentir placer alguno.
– Me gustaría saber -siguió diciendo Thompson- si Anojin podría realizar esta operación.
Me enfurecí:
– El asunto no radica en la destreza, sino en el deseo, señor almirante.
– ¿Quiere usted decir que no tiene deseos?
– Usted es un adivino, sir.
– ¿Cuánto desea, Anojin?
– Ni un solo centavo. Yo no recibo sueldo por el trabajo que realizo en la expedición, señor almirante.
– Sea como fuere, usted se encuentra subordinado a las órdenes de su superior.
– Sí, señor almirante, pero sólo en el trabajo corriente. Yo filmo lo que considero necesario de filmar y le entrego a usted la copia de las fotos. Tanto más que entre las obligaciones del camarógrafo no entra la habilidad en el salto con paracaídas.
Thompson, lamiéndose de nuevo los labios, inquirió:
– ¿Desea alguno de ustedes probar?
Anatoli, mirándome con reproche, dijo:
– Sólo he saltado desde una torre del parque de Moscú; pero me atrevo a saltar ahora.
– Yo también -afirmó a su vez Irina.
– No te metas en este asunto -la detuve-. Esta no es una operación para muchachas.
– Ni tampoco para cobardes.
– ¿De qué hablan ustedes? -preguntó Thompson después de esperar pacientemente que nuestro diálogo terminara.
Entonces yo, adelantándome a la respuesta de Irina, respondí:
– Estamos hablando sobre la formación de un destacamento especial, señor almirante. Saltarán dos de nosotros: Anatoli Diachuk y Anojin. Anojin será el jefe del destacamento. Eso es todo.
– No me equivoqué con respecto a usted -afirmó sonriente el almirante-. Usted es un hombre con carácter, justamente lo que nosotros necesitamos. Okay. Martin será el piloto del avión -y mirando a todos los presentes agregó-: Por hoy basta, señores.
Irina se levantó de su asiento y ya cerca de la salida se dio la vuelta para decir:
– No sólo eres un cobarde, sino también un provocador.
– Gracias -repuse, sin deseos de discutir con ella, pues era muy probable que nos esperase un nuevo St. Dizier.
Antes del vuelo Thompson nos dio las instrucciones necesarias:
– El avión ascenderá hasta una altura de dos mil metros. Se aproximará desde el noreste y descenderá en dirección al objetivo hasta una altura de doscientos metros. En este momento no corren ningún peligro. La única cosa que encontrarán debajo será un tapón de aire. Guando lo atraviesen, habrán llegado al objetivo. Martin no experimentaba frío y respiraba libremente. En cuanto a lo que será después, nadie lo sabe.
El almirante observó a cada uno de nosotros y, como si dudara de nuestra decisión, agregó:
– Si alguien teme, puede rehusar de hacerlo. No insistiré en ello.
Anatoli y yo nos miramos.
– Está nervioso -me dijo éste-, ha empezado ya a eximirse de la responsabilidad. ¿Cómo te sientes?
– Bien. ¿Y tú?
– Maravillosamente bien.
El almirante, escuchando el idioma extraño, aguardaba en silencio.
– Nosotros cambiábamos algunas impresiones -le aclaré con sequedad-. Ya estamos preparados para la misión, almirante.
El avión despegó desde la meseta de hielo, tomó altura y se dirigió al este, contorneando las protuberancias pulsatorias. Luego viró y se lanzó bruscamente en dirección contraria a la ruta que llevaba, descendiendo paulatinamente. Debajo de su fuselaje, azuleaba peligrosamente un mar de fuego furibundo que no quemaba. La "entrada" violeta era claramente visible -un remiendo de color lila sobre un brocado azul- y parecía tan densa y sólida como la tierra. Por unos minutos tuve miedo: era un salto de poca altura y posiblemente tendrían que recoger nuestros propios huesos.
– No teman -dijo Martin consolándonos-; no se harán daño. Aquello que hay allá abajo es como la espuma de la cerveza un poco coloreada.
Y saltamos. Me lancé detrás de Anatoli. Los paracaídas se abrieron sin dificultad. Debajo de mí, el de Anatoli asemejábase a una mariposa multicolor. Vi a Anatoli entrar en el cráter violeta y me dio la impresión de que se hundía en un pantano implacable: primero Anatoli y después su sombrilla multicolor. Por un instante me quedé aterrado: "¿Qué me esperaba allí detrás de la tapa de gases turbios? ¿Hielo, sombras o la muerte por el impacto o por la falta de aire?" Antes de que tuviese tiempo de adivinarlo, penetré en una sustancia negra y apenas tangible, desprovista de temperatura e inodora. El color lila se tornó rojo, que era tan conocido para nosotros. La intangibilidad del medio hizo que mi propio cuerpo perdiera las sensaciones. Yo no veía ya mi cuerpo, pues parecía que se había disuelto en el gas. Tenía la sensación de que era mi conciencia, mi pensamiento, y no mi cuerpo, lo único que nadaba en esta espuma purpúrea e incomprensible. No había nada: ni paracaídas, ni cuerdas, ni cuerpo. Yo no existía.
De repente, mi vista sufrió algo como un choque: sobre nuestras cabezas apareció el cielo azul y debajo de nuestros pies, una ciudad. Al principio apenas vislumbrábase oculta por la niebla, luego, al disiparse ésta, sus contornos se dibujaban con mayor claridad mientras descendíamos. ¿Por qué Martin la llamó Nueva York? A pesar de que yo nunca había estado en esa ciudad y jamás la había visto desde un aeroplano, tenía una idea, por algunos detalles, de cómo podía ser desde el aire. Esta ciudad que veíamos ahora era completamente diferente que Nueva York, porque no se notaban ni la Estatua de la Libertad, ni el Empire State Building, que conocíamos tan bien por las fotos, ni las calles-cañones con las abruptas paredes de los rascacielos, a cuyos pies, a guisa de abalorio multicolor, movíanse los automóviles. No, ésta no era aquella Bagdad sobre el Subway que había descrito O'Henry, no era aquélla la ciudad del Diablo Amarillo maldecida por Gorki, ni tampoco el Mirgorod de Acero descrito por el poeta Esenin, sino otra ciudad completamente diferente y mucho más familiar para mí. Sabía que pasados unos minutos la reconocería.
¡Y la reconocí! Debajo de mí, erguida en el espacio tridimensional, estaba la gigantesca letra A de la Torre Eiffel. A su lado, a la derecha y a la izquierda, notábanse las sinusoidades del río Sena: una banda argentino-verdosa brillante al sol. Mas al instante, el verde triángulo del Jardín de las Tullerías me mostró la diferencia entre una verdura real y la ilusoria. A muchas personas, desde el aire, los ríos les parecen de color azul; yo los veo siempre verdes. Y este Sena verde se encorvaba a la derecha en dirección a Ivry y a la izquierda hacia Boulogne. Mi vista divisó el Louvre y el recodo del río Sena cuya concavidad oprime a la isla de la Cité. Desde donde me encontraba, apreciaba el Palacio de Justicia y la Catedral de Notre Dame semejantes a dos cubos pétreos con sus contornos adornados de encajes negros; pero aun así los reconocía; como reconocía el Arco de Triunfo en su famosa plaza desde donde parten radialmente más de diez calles.