"¿Por qué Martin se equivocó?" me pregunté intrigado. Yo no era un gran conocedor de Paris, puesto que apenas lo había visto una sola vez desde la ventanilla del avión; sin embargo, esa sola observación concentrada me fue suficiente para orientarme ahora. Aquel día del aterrizaje, recorrí junto con Irina los lugares vistos desde el aire. No tuvimos tiempo suficiente para verlo todo, pero lo que observamos se me quedó grabado firmemente en la memoria. De repente, a mi mente llegó una duda: "¿Y si Martin no se equivocó realmente? ¿Y si él vio Nueva York y yo veo ahora Paris? En ambos casos era un hipnoespejismo, como afirmó Thompson. Bien, pero, ¿por qué los visitantes nos imponen diversas alucinaciones? ¿Toman para ello, quizás, la memoria de la infancia? Pero, ¿por qué yo, que nací en Moscú y no en Paris, debo ver la Torre Eiffel y no la Catedral de San Basilio? Si aceptamos que las "nubes" eligieron el pasado reciente, ¿por qué Martin vio Nueva York, si hacía diez años que él no veía esa ciudad? ¿Qué lógica se encerraba en esta proyección de películas completamente diferentes? De nuevo tuve reflexiones agobiadoras: ¿Y si no son ni películas, ni espejismos, ni alucinaciones? ¿Y si de veras en este laboratorio gigantesco ellos reproducen las ciudades que más les impresionaron? Pero, ¿cómo las reproducen, mental o materialmente? ¿Y con qué objeto? ¿Con el objeto de concebir la urbe como la forma estructural de nuestra comunidad? ¿Para concebirla como el núcleo social de nuestra sociedad? ¿O simplemente como una parte viva, multifacética y vibrante de nuestra vida humana?"
– Todo esto parece una pesadilla -afirmó Anatoli. Me di la vuelta en el aire y le vi a dos metros de mí, colgando de las cuerdas de su paracaídas. Dije, "colgando", porque él no caía, ni flotaba, sino que precisamente pendía fijo, inmóvil, en el aire. No soplaba el viento y en el cielo no se notaba ni una sola nube. Existían tan sólo el cielo ultramarino, la ciudad a la distancia y Anatoli y yo que estábamos a medio kilómetro de altura suspendidos por las cuerdas rígidas de los paracaídas, que se mantenían de modo inexplicable en el aire. Digo "en el aire", pues respirábamos libre y fácilmente como en el Albergue de los Once situado sobre la cima del Elbruz.
– Martin nos mintió -afirmó Anatoli.
– No, él no nos mintió -objeté.
– Entonces, se equivocó.
– No lo creo.
– ¿Y qué estás viendo ahora? -inquirió alarmado.
– ¿Y tú?
– Pues, la Torre Eiffel, naturalmente. ¿Acaso crees que no la conozco?
Anatoli veía también Paris, lo que significaba que la hipótesis sobre la hipnoalucinación destinada especialmente al sujeto de estudio, se excluía.
– Pese a todo, éste no es Paris, porque hay algo que lo distingue del verdadero -dijo Anatoli.
– Tonterías.
– Entonces, dime, ¿dónde puedes encontrar montañas en Paris? ¿No sabes acaso que los Pirineos y los Alpes se encuentran lejos de esta ciudad? Mas, ¿qué es aquello?
Al mirar a la derecha, observé una cadena de montañas pobladas de bosques y coronadas con picos de piedras y sus cimas de nieve.
– Puede ser que esto sea la Groenlandia real -sugerí.
– Eso es imposible por dos razones: primero, porque estamos dentro de la cúpula y, segundo, porque se ven cimas cubiertas de nieve. ¿No sabes acaso que ahora no hay cimas de nieve en ningún lugar de la Tierra?
Observé nuevamente la cadena de montañas. Entre ésta y la cúpula divisábase una línea azul de agua: ¿un lago o un mar?
– ¿Cómo se llama el juego? -inquirió de sopetón Anatoli.
– ¿Qué juego?
– El juego en que se reconstituyen los dibujos y cuadros recortados caprichosamente.
– ¡Ah! Rompecabezas.
– ¿Cuántos empleados trabajaban en el hotel? -razonaba Anatoli ensimismado-. Cerca de treinta. ¿Eran todos Parisienses? Posiblemente que alguno era de Grenoble, o de alguna región donde había montañas y mar. Si pegáramos los recuerdos que tienen esos individuos tanto de Paris como de su ciudad natal, no habría copia, por lo menos, resultaría cualquier cosa, pero no una copia.
Repetía la hipótesis de Zernov. Yo, empero, seguía en mis reflexiones. "Este es un juego. Hoy construimos y mañana destruimos. Hoy es Nueva York y mañana Paris. Hoy es Paris con el Mont Blanc y mañana es Paris con el Fuji Yama. ¿Por qué no? ¿Acaso lo que ha sido creado en la Tierra por el hombre y la naturaleza es el límite de la perfección? ¿No supone, quizás, la repetición de la creación cierto mejoramiento? ¿Se está buscando en este laboratorio lo típico de la vida terrestre? ¿Se está verificando y especificando lo típico del mundo? Y toda esta mezcolanza irreal para nosotros, ¿es acaso para ellos lo que precisamente están buscando?"
Al fin y al cabo me sentí confundido. El paracaídas flotaba sobre mi cabeza a guisa de techo de café callejero. Lo único que faltaba era la mesa y la limonada. Sólo ahora empecé a sentir calor. El sol no alumbraba, pero el bochorno era insoportable.
– ¿Por qué no caemos? -inquirió Anatoli.
– ¿Terminaste la escuela secundaria o te expulsaron de la primaria?
– No charlatanees. Te estoy hablando en serio.
– Y yo también. ¿Has oído hablar del fenómeno de la ingravidez?
– Sí. En la ingravidez uno flota, mas ahora no ocurre lo mismo, pues yo no puedo moverme. Hasta mi paracaídas parece estar hecho de madera, como si algo lo retuviera.
– No "algo", sino alguien.
– ¿Por qué?
– Por gentileza. Dueños hospitalarios dan una lección de cortesía a huéspedes no invitados.
– ¿Y para qué crearon Paris?
– Tal vez les gusta su geografía.
– Eso sucedería si ellos fuesen seres racionales… -explotó Anatoli.
– Me gusta tu "si".
– No te mofes de mí. Te estoy hablando en serio. Ellos deben tener un objetivo determinado.
– Tienes razón. Ellos graban nuestras reacciones y, posiblemente, están grabando ahora nuestra conversación.
– Eres insoportable -afirmó Anatoli, y calló. Al momento, fuimos empujados de nuestra posición por un soplo de viento y empezamos a volar sobre Paris.
Al principio descendimos unos doscientos metros. La ciudad estaba más cerca y sus detalles se distinguían con más claridad. Pudimos ver el negro humo entrecano que subía haciendo volutas sobre las chimeneas de las fábricas. Las grandes barcazas que descansaban sobre el Sena se diferenciaban ahora de las lanchas de motor. El gusanito largo que veíamos desde nuestra antigua posición deslizándose por la orilla del Sena, tomó ahora el aspecto de un tren que se aproximaba a la estación de Lyon. Las personas, como granos derramados sobre las calles, se veían ahora a guisa de mosaico abigarrado de trajes y vestidos de verano. Luego, fuimos empujados hacia arriba y la ciudad empezó a alejarse y a disiparse a la distancia. Anatoli voló hacia arriba y desapareció con su paracaídas en el tapón color violeta. Pasados dos o tres segundos, yo desaparecí también, y ambos, como dos delfines, saltamos sobre el borde de la cúpula azul. En este proceso, nuestros paracaídas no cambiaron de forma y se mantuvieron abiertos como si los soplaran corrientes de aire imperceptibles. A poco, descendimos sobre la banda blanca del glaciar.
A pesar de que nuestra caída fue mucho más suave que los saltos corrientes en paracaídas, Anatoli se cayó y rodó sobre el hielo. Rápido, me quité el paracaídas y le ayudé. Hacia nosotros se aproximaban Thompson y los compañeros del campamento. Thompson, a la cabeza del grupo, con su cazadora desabrochada y botas canadienses, sin gorro y con el pelo cortado a lo erizo, me hizo recordar a un viejo entrenador como los que vi en las Olimpíadas de Invierno.
– Bueno, ¿qué tal? -quiso saber él mostrando un ademán de vencedor.
Su ademán, como siempre, me irritó:
– Todo fue normal -repuse.
– Martin nos comunicó que ustedes habían emergido felizmente a través del tapón.
En silencio, me encogí de hombros. ¿Para qué retuvieron a Martin en el aire? ¿Habría podido él ayudarnos, si no hubiéramos salido felizmente del tapón?