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– Eso es ridículo -gruñó su padre cuando lo sugirió-. Entiendo perfectamente que te sintieras desdichada por todo lo que te ha pasado, y que necesitaras algún tiempo para recuperarte aquí, pero lo que no voy a consentir es que te encierres tú sola en Long Island para el resto de tu vida, recluida como un ermitaño. Si quieres puedes quedarte aquí hasta el verano, pero en julio, tu madre y yo te vamos a llevar a Europa.

Lo acababa de decidir la semana anterior y a su mujer le había entusiasmado la idea, incluso Jane pensó que era un proyecto espléndido, justo lo que Sarah necesitaba.

– No pienso ir.

Una vez más se mostró testaruda, pero era diferente. Estaba preciosa, más fuerte y saludable que nunca, y le había llegado la hora de reintegrarse al mundo, estuviera de acuerdo o no. Si no accedía por las buenas, sus padres estaban decididos a obligarla.

– ¡Tú irás si te lo decimos nosotros!

– No quiero ir detrás de Freddie -apuntó débilmente.

– Ha pasado todo el verano en Palm Beach.

– ¿Cómo lo sabes?

Sentía curiosidad por saber si su padre había hablado con él.

– He hablado con su abogado.

– De todas maneras, no quiero ir a Europa.

– Pues peor para ti, porque si no vas por las buenas, irás por las malas. Irás y no se hable más.

Sarah se levantó de la mesa y se fue a pasear por la playa. Al volver, su padre la esperaba junto al cobertizo. Le había partido el corazón contemplar cuánto había sufrido su hija por una unión que nunca existió, la pérdida del hijo que esperaba, los errores que había cometido y el profundo desengaño que le amargaba la existencia. Subía sorteando las dunas de la playa y, al divisarlo, se sorprendió.

– Te quiero, Sarah. -Era la primera vez que se lo decía, por lo menos de una forma tan directa, y eso le llegó al corazón como una flecha untada en el bálsamo que ella necesitaba para sanar-. Tu madre y yo te queremos mucho. Puede que no sepamos el modo de ayudarte, de hacer que cicatrice tu sufrimiento, pero queremos intentarlo. Deja que lo intentemos, por favor.

Al oír esto se le llenaron los ojos de lágrimas y él la estrechó entre sus brazos, y la mantuvo así durante largo rato, mientras ella lloraba amargamente sobre su hombro.

– Yo también te quiero, papá… Te quiero tanto. Perdóname.

– No te preocupes por eso nunca más, Sarah. Sé feliz. Quiero que vuelvas a ser la chica alegre que siempre fuiste.

– Lo intentaré. -Retiró la cabeza y vio que su padre también lloraba-. Siento haberos creado tantos problemas.

– ¡Eso está mejor! -Sonrió el padre entre lágrimas-. ¡Tienes que hacerlo!

Caminaron muy despacio hacia la casa, hombro con hombro, entre risas, y él rogó al cielo para que su hija aceptara de buen grado acompañarles a Europa.

4

El Queen Mary permanecía fondeado en el muelle, engalanado y altivo, en el embarcadero 90 del río Hudson. Por todas partes se respiraba un ambiente festivo. Mientras acababan de transportar unos enormes y elegantes baúles a bordo, se entregaban numerosos ramos de flores y el champaña corría por los camarotes de primera clase. En medio de toda esa algazara llegaron los Thompson, con el equipaje de mano, puesto que las maletas grandes ya las habían enviado a bordo con anterioridad. Victoria Thompson lucía un precioso vestido blanco de Claire McCardell. Lo complementaba con un ancho sombrero de paja, que armonizaba a la perfección con la indumentaria. Al subir por la escalerilla daba la impresión de ser feliz, incluso más joven. Todos se sentían emocionados con el viaje. Hacía varios años que no viajaban a Europa, y estaban ansiosos por volver a ver a los antiguos amigos que conservaban en el sur de Francia y en Inglaterra.

Al principio, Sarah se había negado en redondo a acompañar a sus padres en el dichoso viaje, del que no quería ni oír hablar, pero a última hora Jane consiguió persuadirla. Había provocado una dura discusión con ella en la que llamó a las cosas por su nombre, acusó a su hermana pequeña de cobarde, y le dijo que no era el divorcio lo que arruinaba la vida de sus padres, sino su persistente rechazo a retornar a la vida, y que todos ellos comenzaban a hartarse de su actitud, así que ya podía ir haciendo de tripas corazón, y pronto. Mientras Sarah oía a su hermana gritar no entendía los motivos reales de su enfado, pero sus palabras le hicieron acumular tal sentimiento de furia que su actitud cambió radicalmente.

– ¡Muy bien! -Le gritó a Jane, tentada de lanzarle un vaso que tenía en las manos-. ¡Iré a ese maldito viaje si crees que es tan importante para ellos! Pero yo soy la única dueña de mi vida y, cuando hayamos regresado, me iré a vivir a Long Island para siempre, y no me molestaréis con más tonterías. ¡Se trata de mi vida, y la viviré como a mí me dé la gana! -Los negros cabellos le ondearon al mover bruscamente la cabeza, mientras clavaba una mirada de enfado en su hermana mayor-. ¿Con qué derecho decidís vosotros lo que es bueno o malo para mí? – añadió, abrumada por la rabia-. ¿Qué sabéis vosotros de mi vida?

– Lo único que sé es que la estás echando a perder -respondió Jane sin inmutarse-. Todo el año pasado te mantuviste encerrada aquí como si tuvieras cien años, y haciendo que mamá y papá se sintieran desdichados con tus caras tristes. Nos horroriza contemplar cómo sigues amargándote. No es que no tengas cien años, ¡es que todavía no tienes ni veintidós!

– Gracias por recordármelo. Y si a todos vosotros os resulta tan doloroso verme así, lo qué haré será mudarme de casa antes. Quiero encontrar un lugar para mí sola, sea cómo sea. Hace meses que se lo dije a papá.

– Muy bien, perfecto, se trata de un establo ruinoso en Vermont, o una granja cochambrosa en algún rincón de Long Island… ¿Qué más castigos piensas infligirte? ¿Vestirte con trapos o impregnarte de cenizas? ¿Ya habías pensado en ellos o son demasiado elegantes para ti? Es mejor que escojas algo más amargado, más lúgubre, como una casa cerrada sin calefacción con un tragaluz en el tejado, para que mamá pueda preocuparse cada año por saber si has pillado una pulmonía. He de reconocer que eso sería un detalle por tu parte. Sarah, estás consiguiendo ponerme enferma.

Se sentía presa de la ira, y Sarah reaccionó huyendo a la carrera de la habitación, y cerró la puerta con tanta violencia que hizo saltar unas cuantas partículas de pintura de los goznes.

– ¡Es una mocosa malcriada! -les dijo a los demás, todavía enrabiada-. No sé por qué tenéis tantos miramientos con ella. ¿Por qué no la obligáis simplemente a volver a Nueva York y a llevar una vida normal como cualquier ser humano?

La paciencia de Jane había llegado al límite. Todos habían sufrido mucho, y lo menos que podía hacer Sarah era poner algo de su parte para recuperarse. Su modélico marido ya lo había hecho. En el New York Times se había anunciado su enlace con Emily Astor.

– Mejor para él -dijo Jane con sarcasmo al enterarse.

A pesar de que Sarah no quiso hablar con nadie sobre el tema, toda su familia sabía que la noticia le había asestado un duro golpe. Emily era, aparte de una prima lejana, una de sus mejores amigas.

– ¿Y qué me sugieres que haga para obligarla a vivir «como cualquier ser humano»? -aventuró su padre-. ¿Vender la casa? ¿Traerla a Nueva York con una camisa de fuerza? ¿Atarla al capó del coche? Ya es mayorcita, Jane, y sólo podemos controlarla hasta cierto punto.

– ¡Diablos, qué suerte tiene de que la miméis tanto! ¡Ya va siendo hora de que se las apañe por sí sola!