– Eso nunca desaparece, aunque una aprenda a vivir con ello.
Era como la pérdida de Lizzie. Nunca había dejado de quererla o de sentir su ausencia, pero había aprendido a vivir día tras día con ese dolor, hasta que se convirtió en una carga a la que se había acostumbrado. Pero la propia Isabelle también sabía ahora algo de eso. La ausencia de hijos en su vida era un dolor constante en su corazón, y el odio que sentía por Lorenzo pesaba en ella cada vez que lo pensaba, algo que, últimamente, era cada vez menos frecuente. Por suerte, estaba muy ocupada con la tienda como para pensar demasiado en otras cosas. A Sarah le encantaba haber tomado la decisión de abrir otra tienda en Roma para que la dirigiera Isabelle.
La entristeció verla partir y, después, la vida continuó su pacífico curso. Ese año pareció pasar volando, como sucedía siempre. Y entonces, sin esperarlo, en el verano, todos anunciaron su visita para el día de su cumpleaños. Iba a cumplir 65 años, algo que, por alguna razón, ella temía, pero todos insistieron en ir al château y celebrarlo con ella, lo que constituyó su único consuelo.
– No soporto pensar que ya soy tan vieja -le admitió a Isabelle cuando llegaron.
En esta ocasión, Lorenzo tenía que venir, lo que no pareció nada agradable. Isabelle siempre se mostraba más tensa cuando él estaba presente, pero tenían mucho de que hablar sobre la tienda, y eso la mantuvo distraída.
Phillip y Cecily también acudieron, desde luego. Ella estaba muy animada y hablaba sin parar de su nuevo caballo. Se había relacionado con el equipo olímpico inglés de equitación, y ella y la princesa Ann acababan de regresar de Escocia, donde habían participado en una cacería. Eran viejas amigas de la escuela, y Cecily ni siquiera parecía querer darse cuenta de que Phillip ni la escuchaba ni hablaba con ella. Simplemente, ella seguía hablando. También vinieron sus hijos, Alexander y Christina. Ahora tenían catorce y doce años respectivamente, y Xavier se encargó de mantenerlos muy ocupados, aunque era mayor que ellos. Se los llevó a nadar a la piscina, jugó al tenis con ellos, y bromeó con ellos haciendo que le llamaran «tío» Xavier, lo que no dejó de divertirles.
Para acabar, llegaron Yvonne y Julian, en su nuevo y reluciente Jaguar. Ella estaba más guapa que nunca, y bastante lánguida. Sarah no supo decir si ello se debía al calor o al aburrimiento. Probablemente, no sería un fin de semana muy excitante para ninguno de ellos, y se sintió un poco culpable por el hecho de que hubieran venido por su causa. Al menos pudo hablarles del viaje que había hecho a Botswana con Xavier. Había sido fascinante, y hasta visitaron a unos parientes de William que vivían en Ciudad de El Cabo. Llevó pequeños regalos para todos, pero Xavier se trajo unos fósiles y rocas extraordinarios, algunas gemas raras en bruto y una colección de diamantes negros. El muchacho tenía una verdadera pasión por las piedras, un gran ojo para distinguirlas y un instinto inmediato para valorarlas, incluso sin montar, y para saber cómo habría que tallarlas para conservar su belleza. Le habían encantado, sobre todo, las minas de diamantes que visitaron en Johannesburgo, y trató de convencer a su madre para que trajeran a casa una tanzanita del tamaño de un pomelo.
– No tenía ni la menor idea de lo que hacer con ella -explicó, después de haberles contado esa historia.
– Pues ahora son muy populares en Londres -dijo Phillip, aunque no estaba de buen humor.
Nigel se había puesto enfermo hacía poco y hablaba ya de jubilarse a finales de ese mismo año, lo que eran malas noticias para Phillip. Le dijo a su madre que sería imposible sustituirlo después de todos aquellos años, pero ella no le recordó lo mucho que lo había odiado al principio. Si se marchaba, todos lo echarían de menos, y ella todavía confiaba en que no lo hiciera.
Siguieron hablando durante un rato sobre el viaje a África, mientras almorzaban, y luego se disculpó por aburrirles. Enzo se había quedado contemplando el cielo, y se dio cuenta de que Yvonne se mostraba inquieta.
Cecily dijo que quería ver los establos después del almuerzo, y Sarah le informó que no había nada nuevo allí, y que seguían estando los mismos, viejos y cansados caballos de siempre, a pesar de lo cual Cecily fue para allí. Lorenzo también desapareció para hacer una siesta, Isabelle quería mostrarle a su madre unos dibujos que había diseñado y Julian había prometido a Xavier y a los hijos de Phillip darles una vuelta en su nuevo coche, lo que dejó a Phillip y a Yvonne a solas, sintiéndose ambos un tanto incómodos. Él sólo la había visto en una ocasión desde la boda, pero debía admitir que era una beldad. El cabello rubio era tan pálido que casi parecía blanco bajo el sol del mediodía. Le ofreció salir a dar un paseo por los jardines y, mientras caminaban, ella lo llamó «Su Gracia», algo que a él no pareció importarle aunque a ella le encantaba que la llamaran lady Whitfield. Le habló de su única y breve experiencia en Hollywood y él se mostró interesado, y a medida que caminaban y hablaban ella se acercaba cada vez más a él. Phillip percibía el olor del champú que había utilizado en su cabello y al mirarla desde su altura pudo observar por debajo del escote de su vestido. A duras penas podía controlarse mientras estaba allí, cerca de ella, de una mujer joven tan increíblemente sensual.
– Eres muy hermosa -dijo sin previo aviso y ella le dirigió una mirada casi tímida.
Se encontraban al fondo del jardín de rosas y el aire era tan caluroso y quieto que ella hubiera deseado quitarse la ropa.
– Gracias -dijo bajando los párpados, moviendo lentamente las largas pestañas.
Entonces, incapaz de contenerse, Phillip extendió una mano y la tocó. Fue algo casi más poderoso que él mismo, un deseo tan grande que no pudo controlarlo. Le introdujo una mano dentro del vestido y ella gimió, acercándose más a él, hasta apoyarse contra su cuerpo.
– Oh, Phillip… -exclamó dulcemente como si deseara que se lo volviera a hacer, como así fue, en efecto.
Le tomó los dos pechos en las manos y le acarició los pezones.
– Dios mío, eres tan encantadora… -susurró.
Y luego, poco a poco, la hizo estirarse sobre la hierba, a su lado, hasta que quedaron tumbados allí, sintiendo cómo la pasión iba aumentando en ellos, hasta que ambos casi estaban fuera de sí.
– No…, no podemos -dijo ella dulcemente mientras él tiraba de su tenue ropa interior de seda, por debajo de las rodillas-. No deberíamos hacerlo aquí…
Planteaba objeciones al lugar, pero no al acto o a la persona. Pero él sin embargo ya no podía detenerse. Tenía que poseerla allí mismo. Tenía la impresión de hallarse a punto de explotar de deseo por ella, y en ese momento, mientras estaban allí bajo el sol, nada podría haberle detenido. Al penetrar lentamente en su cuerpo, lentamente, con cuidado, y luego con una fuerza abrumadora, ella se apretó contra él, incitándole, provocándole, estimulándole con el deseo y luego burlándose hasta que él emitió un grito ahogado en el aire en calma, y todo hubo terminado.
Permanecieron jadeantes el uno junto al otro y él se volvió a mirarla, incapaz de creer lo que habían hecho, o lo extraordinario que había sido. Nunca había conocido a nadie como ella, y sabía que tenía que poseerla de nuevo, una y otra vez. Ahora, al mirarla, la quiso de nuevo y al sentir que su miembro se endurecía la penetró sin decir una sola palabra. Lo único que oía eran sus deliciosos gemidos, hasta que volvieron a correrse y entonces él la sostuvo en sus brazos.
– Dios mío, eres increíble -le susurró él, preguntándose al concluir si les habría oído alguien, pero sin que le preocupara mucho.
No le importaba nada que no fuera esa mujer que le arrastraba a la locura.
– Y tú también -dijo ella con la respiración entrecortada, como si notara todavía el movimiento del hombre en su interior-. Nunca había disfrutado así.