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– ¿Es que no sientes nada por este niño? -preguntó tristemente, si bien lo que quería preguntar era sí no sentía nada por él mismo.

Pero ya hacía tiempo que sabía la respuesta a esa pregunta. Lo único que a ella le preocupaba era Phillip.

– ¿Y por qué iba a sentirlo? Nunca lo he visto.

No tenía instintos maternales, ni remordimientos por lo que le había hecho a él. Ahora sólo le interesaba continuar su relación con Phillip, quien le dijo que había hecho reservas en Mallorca para la primera semana de junio. A ella no le importaba a dónde irían, siempre y cuando estuviera con él. Iba a procurar conseguir todo aquello que deseaba.

El primero de mayo, Julian recibió una llamada en su despacho. Lady Whitfield acababa de ingresar en la clínica de Neuilly, la misma en la que él había nacido, a diferencia de su hermano más emprendedor y de su hermana, que nacieron con ayuda de su padre en el château.

Emanuelle le vio marchar y le preguntó si deseaba que lo acompañara, pero él negó con un gesto de la cabeza y salió presuroso hacia su coche. Media hora más tarde ya estaba en el hospital, paseando arriba y abajo, esperando a que le permitieran la entrada en la sala de partos aunque, por un momento, temió que Yvonne no se lo permitiera. Pero una enfermera se le acercó minutos después, le entregó una bata de algodón verde y lo que parecía un gorro de ducha, le indicó dónde podía ponérselo y después lo condujo a la sala de partos, donde Yvonne lo miró con abierta expresión de odio, entre los dolores de las contracciones.

– Lo siento…

Experimentó una pena momentánea por ella e intentó tomarla de la mano, pero ella la retiró y se agarró a la mesa. Las contracciones eran terribles, pero la enfermera dijo que todo iba bien y con rapidez, a pesar de ser su primer hijo.

– Espero que sea rápido -le susurró a Yvonne, sin saber qué otra cosa decirle.

– Te odio -le espetó ella entre los dientes apretados, tratando de recordar que le pagarían un millón de dólares por esto, y que valía la pena.

Era una forma infernal de hacerse con una fortuna.

Las cosas se hicieron más lentas durante un rato, le pusieron una inyección y el parto se prolongó mientras Julian permanecía sentado, nervioso, preguntándose si todo estaba saliendo bien. Le parecía tan extraño estar allí, con esta mujer a la que ya no amaba, que sin duda alguna le odiaba, mientras ambos esperaban el nacimiento de su hijo. Era algo surrealista, y lamentó entonces no haberle pedido a nadie que le acompañara. De repente, se sintió muy solo.

El parto se reanudó y Julian tuvo que admitir que se sentía desconsolado por ella, que ofrecía un aspecto horrible. La naturaleza desconocía la indiferencia que ella sentía por este niño, o el hecho de que no fuera a tenerlo a su lado, a pesar de lo cual le estaba haciendo pagar un precio por ello. El parto se prolongó dolorosamente y durante un tiempo ella olvidó incluso el odio que sentía por Julian y le permitió que la ayudara. Le sostuvo las manos, y todos los presentes en la sala de partos la animaron hasta el anochecer. Entonces, de repente, se oyó un largo y tenue lloriqueo y un diminuto rostro rojo apareció crispado, mientras el médico lo extraía. Los ojos de Yvonne se llenaron de lágrimas al mirarlo y sonrió por un instante. Después volvió la cabeza, para apartar la mirada, y el médico le entregó el niño a Julian, que lloraba abiertamente, sin vergüenza alguna. Julian se puso a acunar al pequeño con el rostro muy cerca del suyo, y el recién nacido dejó de llorar en cuanto oyó su voz.

– ¡Oh, Dios, es tan hermoso! -dijo contemplando con asombro a su hijo.

Luego, dulcemente, se lo entregó a Yvonne, pero ella sacudió la cabeza y la giró hacia otro lado. No quería ver al pequeño.

Permitieron a Julian llevarse al niño a la habitación, y lo sostuvo allí entre sus brazos, durante horas, hasta que trajeron a Yvonne. Ella le pidió que saliera para poder llamar a Phillip. Le dijo a la enfermera que llevara a la criatura a la sala de recién nacidos y que no se lo volvieran a traer. Miró después al hombre cuyo hijo acababa de dar a luz, y con el que se había casado, pero en su rostro no se reflejó ninguna emoción.

– Supongo que esto es el adiós -dijo ella tranquilamente.

No le tendió la mano, ni le echó los brazos al cuello; no había ninguna esperanza y Julian se sintió triste por ambos, a pesar de la llegada del bebé. Había sido un día muy intenso para él, y lloraba sin remilgos, mirándola.

– Siento mucho que las cosas hayan salido así -dijo apesadumbrado-. El niño es tan hermoso, ¿no te parece…?

– Supongo que sí -dijo ella encogiéndose de hombros.

– Cuidaré mucho de él -le susurró Julian.

Se acercó y la besó en la mejilla. Había tenido un parto doloroso y prolongado, y ahora abandonaba a su hijo. Eso le desgarraba el corazón a Julian, pero no a Yvonne. El único que lloraba era él. Ella le miró sin ningún sentimiento antes de que Julian se marchara.

– Gracias por el dinero.

Eso era todo lo que él había significado para ella. Se marchó entonces, dejándola para que siguiera su propia vida.

Yvonne abandonó el hospital al día siguiente. El dinero ya había sido depositado en su cuenta bancaria esa mañana. Fiel a su palabra, le había pagado un millón de dólares por traer al mundo a su hijo.

Julian se llevó al pequeño a casa, donde estaba ya la enfermera. Le llamó Maximillian, o Max. Sarah acudió desde el château, acompañada por Xavier, para conocerlo, e Isabelle voló desde Roma esa noche, y lo sostuvo en brazos durante horas en la mecedora. En su corta vida ya había perdido a su madre, pero había ganado una familia que lo adoraba y que lo había esperado amorosamente. A Isabelle se le desgarró el corazón de anhelo mientras lo sostenía.

– Tienes mucha suerte -le susurró a su hermano esa noche, mientras ambos contemplaban a Max, que dormía plácidamente.

– No lo habría pensado así hace seis meses -le dijo Julian-, pero ahora sí lo creo. Me parece que todo ha valido la pena.

Se preguntaba a dónde habría ido Yvonne, cómo estaría, si lo lamentaba, pero no creía que fuera así. Esa noche, tumbado en la cama, no podía dejar de pensar en su hijo y en lo afortunado que había sido al tenerlo.

30

Ese año, la familia volvió a reunirse para el cumpleaños de Sarah, aunque no estuvieron presentes todos. Yvonne se había marchado, claro está, y Phillip se mantuvo discretamente alejado, tras excusar su asistencia, diciendo que estaba muy ocupado en Londres. Sarah había recibido de Nigel, que seguía trabajando, el rumor de que Phillip y Cecily habían iniciado el proceso de separación, pero no le dijo nada a Julian.

Julian acudió con Max, acompañado por una enfermera, aunque él mismo se encargaba de realizar la mayor parte del trabajo de cuidarlo. Admirada, Sarah le vio cambiarle los pañales, bañarlo, alimentarlo y vestirlo. Lo único doloroso era ver cómo lo observaba Isabelle. En sus ojos aún había aquella mirada de anhelo que a Sarah le llegaba hasta el fondo del alma. Pero ahora tenían más libertad para hablar, puesto que ese verano había venido sin Lorenzo. También fue un verano especial para todos ellos, porque era el último que Xavier pasaría en casa. Empezaría a estudiar en Yale con un año de antelación, en otoño, a los diecisiete años, y Sarah se sentía muy orgullosa de él. Se licenciaría en ciencias políticas y, al mismo tiempo, se diplomaría en geología. Y ya hablaba de pasar su año de prácticas en alguna parte de África, dedicado a trabajar en un proyecto interesante.

– Te vamos a echar mucho de menos -le dijo Sarah, y todos se mostraron de acuerdo con ella.

Sarah ya había decidido que pasaría más tiempo en París y menos en el château, por lo que no estaría tan sola… A los 66 años, le gustaba afirmar que ellos ya dirigían por completo los negocios, a pesar de lo cual seguía ejerciendo un fuerte control, igual que Emanuelle, que acababa de cumplir 60, algo que a Sarah le resultaba incluso más difícil de creer que su propia edad.