– Debes tener paciencia -le rogó su madre con serenidad.
Más tarde, sin tener ocasión de ver de nuevo a su hermana, Jane se volvió a marchar a Nueva York. Sarah había salido a dar uno de sus paseos por la playa. Cogió el viejo Ford que su padre guardaba allí para Charles, el mayordomo, y estuvo conduciendo durante un rato sin rumbo fijo.
A pesar de su terca decisión de permanecer alejada del mundo, era obvio que las palabras de Jane le habían calado hondo. En junio, aceptó un tanto remisa el deseo de sus padres de ir juntos a Europa. Fue durante la cena, y trató de no darle al tema demasiada importancia, pero su madre la observaba con asombro. Su padre, al oír la nueva decisión, aplaudió, en señal de felicidad. Había estado a punto de cancelar las reservas y ceder ante la negativa de su hija. Pensó que arrastrarla a la fuerza por Europa no habría sido agradable para nadie, ni para ellos, ni mucho menos para Sarah. Sin embargo, no se atrevió a preguntarle las razones que finalmente la habían inducido a cambiar de opinión. Todos lo atribuyeron a Jane aunque, por supuesto, nadie le dijo a Sarah ni una palabra.
Esa mañana, junto al embarcadero 90, al apearse del coche, estaba radiante, alta y esbelta, ataviada con un sobrio conjunto negro y un sombrero de un tono más oscuro que había pertenecido a su madre. Estaba hermosa, aunque un tanto severa y algo pálida. Tenía los ojos enormes, el pelo negro y lacio que le caía por los hombros y los rasgos de la cara nítidos, sin rastro de maquillaje. La gente, al mirarla, se fijaba en la hermosura de su rostro, pleno de tristeza, como el de una mujer extraordinariamente bella que ha enviudado demasiado joven.
– ¿No te podrías haber puesto algo más alegre, cariño? -le preguntó su madre al salir de casa.
Sarah se encogió los hombros. Había decidido complacerles con el viaje, pero nadie le había dicho que además tenía que pasárselo bien, ni siquiera simularlo.
Antes de partir ya había encontrado la casa perfecta en Long Island, una vieja villa abandonada, con un pequeño cobertizo que precisaba imperiosamente de algunos arreglos, enclavada cerca del mar, sobre un árido terreno de cuatro hectáreas. Había vendido el anillo de boda para cubrir la paga y señal, y tenía la idea de hablar con su padre después del viaje sobre la posibilidad de que se la comprara. Si lo conseguía, todo habría merecido la pena. Estaba ansiosa por establecerse en aquella vieja casa, y ya no quería esperar más.
– Te veo muy relajada, cariño -apuntó su madre en el coche, mientras se asía dulcemente de su brazo.
Les había alegrado tanto su determinación, habían puesto tantas esperanzas, que ninguno podía imaginar lo decidida que estaba a embarcarse en una vida solitaria tan pronto como finalizaran las vacaciones. De haberlo sabido, hubieran sido presa de una gran aflicción.
Su padre sonreía, mientras le comentaba a su esposa los telegramas que había enviado a las amistades avisando de su llegada.
El calendario parecía apretado en los dos meses venideros, pues tenían previsto visitar Cannes, Mónaco, París, Roma y, claro está, Londres.
Mientras subían a bordo por la pasarela, y ante la mirada de cuantos se congregaban, su madre le iba explicando anécdotas de los amigos que tenían en Europa, a quienes Sarah no conocía. Hacía gala de una espléndida figura. Llevaba el sombrero levemente inclinado hacia delante y un velo le cubría los ojos, con lo que su rostro, joven y serio, denotaba cierto aire misterioso. Parecía una princesa española. Todos se preguntaban quién podía ser aquella mujer. Una pasajera afirmaba que se trataba de una estrella de cine, y aseguró haberla visto antes en alguna parte. De haberla oído, a Sarah le habría agradado. Pero ella no prestaba la menor atención a lo que sucedía a su alrededor, a las elegantes vestimentas, los delicados peinados, el impresionante desfile de joyas, de bellas mujeres y de hombres apuestos. Lo único que deseaba era encontrar su camarote. Una vez lo hizo, vio que allí le esperaban Peter y Jane, acompañados de Marjorie y el pequeño James, que no paraba de corretear por cubierta. Peter se había asustado un poco antes, cuando encontró a Marjorie, que apenas se tenía en pie, inspeccionando el interior del cuarto. Sarah se mostró feliz al verlos allí a todos, y en particular a Jane. Ya hacía varias semanas que se le había pasado el enfado, y volvían a ser grandes amigas, sobre todo una vez que Sarah comunicó su decisión de realizar el viaje.
Pensaron que lo mejor para despedirse era llevar un par de botellas de champaña que, obsequio del capitán, con la que luego llevó un camarero, sirvieron para amenizar el rato de espera, bebiendo y charlando, todos juntos alrededor de Sarah. Su habitación se comunicaba con la suite de sus padres a través de un ancho y largo pasillo, en el que el pequeño James descubrió un precioso piano pequeño. Al verlo no pudo evitar la tentación de sacarle unas horripilantes notas con la mayor felicidad del mundo, a pesar de que su madre procuró disuadirle por todos los medios.
– ¿Crees que deberíamos colocar un letrero en la puerta anunciando que James no viaja contigo para tranquilizar a la gente? – ironizó Peter.
– Es bueno que desarrolle sus aptitudes musicales -añadió el señor Thompson con indulgencia-. Además, nos dará motivos para que nos acordemos de él durante todo el viaje, con esta bonita y estridente despedida.
A Jane le llamó la atención la sombría indumentaria de su hermana, pero hubo de reconocer que estaba preciosa después de todo. Siempre había sido la más atractiva de las dos, entre otras razones porque había heredado los rasgos más bonitos de sus padres. Jane había sacado la elegante belleza rubia, menos acentuada y llamativa de la madre. Y Sarah el moreno de su padre que, de alguna manera, incluso había mejorado.
– Que lo paséis muy bien -dijo Jane con una sonrisa sosegada, al ver que Sarah realizaría la travesía.
Todos querían que hiciera nuevos amigos, que viera nuevas cosas, y que al regresar a casa volviera a ponerse en contacto con sus viejos amigos. El año anterior no le había deparado más que soledad, vacío y desamparo. O al menos así lo creía Jane, que no podía ni imaginar lo que habría hecho ella si le hubiera ocurrido lo que a su hermana. De hecho, ni siquiera podía imaginar una vida sin Peter.
Momentos más tarde abandonaron el barco, en medio de pitidos y el estruendo de las chimeneas, mientras los camareros se dedicaban a circular por los pasillos, avisando con campanillas que los visitantes debían desembarcar sin la menor dilación. La embarcación era un frenesí de besos y abrazos; todos apuraban sus copas de champaña y se dedicaban lacrimógenas despedidas, hasta que por fin los visitantes bajaron por la pasarela que les devolvía a tierra. Los Thompson permanecieron en cubierta para despedirse efusivamente de Peter y Jane, mientras James se revolvía en los brazos de su padre y Marjorie se mecía divertida en los de su madre. Victoria Thompson dejó escapar algunas lágrimas al pensar que no los vería en dos meses, pero se trataba de un sacrificio que nacía gustosa por el bien de Sarah.
– Bien -dijo el padre con cara de satisfacción. Todo discurría según lo previsto; Sarah les acompañaba a Europa. Abandonaron la cubierta y comenzaron a caminar sin tener muy claro hacia dónde-. ¿Qué hacemos ahora? ¿Damos un paseo por cubierta? ¿Vamos a ver las tiendas?
Se sentía muy feliz por el viaje, por poder encontrarse de nuevo con algunos de sus viejos amigos. Pero lo que en realidad le entusiasmaba era haber convencido a Sarah de que les acompañase. Sabía que era el mejor momento. La situación política se había agravado hacía poco, y quién sabe lo que podría pasar. Si estallara una guerra en un año o dos, quién sabe, quizá fuera su última oportunidad de visitar Europa.
– Creo que voy a sacar la ropa de las maletas -comentó Sarah.
– Ya lo hará la camarera -repuso su madre, pero ella no le hizo caso.