– Prefiero hacerlo yo -dijo, con la mirada un tanto ausente, a pesar del ambiente festivo que reinaba a su alrededor.
Desde que habían zarpado, el barco estaba lleno de globos, serpentinas y confeti por todos lados.
– ¿Nos veremos en el comedor a la hora del almuerzo?
– A lo mejor hago una siesta.
Trató de estar simpática, pero por un momento pensó en lo difíciles que se le podrían hacer aquellos dos meses, siempre al lado de sus padres. Ya era mayorcita y, aunque la herida parecía haberse cerrado, la cicatriz aún estaba fresca, por lo que prefería no arriesgarse. Por otra parte no podía soportarlos pegados a ella día y noche, intentando alegrarla por todos los medios. Había aprendido a vivir en la soledad de sus oscuros pensamientos, de sus momentos de angustia. Sarah nunca había sido así, pero hacía tiempo que no conocía otra cosa, gracias a Freddie van Deering.
– ¿No preferirías que te diera un poco el aire? -insistió su madre-. Si pasas demasiado tiempo en el camarote te marearás.
– Si veo que me mareo, ya saldré a dar una vuelta. No te preocupes, mamá. Estoy bien -aseguró, aunque sus padres no se quedaron muy convencidos.
– ¿Qué vamos a hacer con ella, Edward? -preguntó su madre algo abatida mientras paseaban por cubierta, con la mirada perdida entre el resto de pasajeros y el océano, pero con la mente puesta en Sarah.
– No va a ser nada fácil de sobrellevar, eso te lo garantizo. Me pregunto si es tanta su infelicidad como parece, o si tan sólo se siente a gusto adoptando ese aire romántico.
Ya no estaba seguro de comprenderla, ni de saber si alguna vez lo había hecho. En algunas ocasiones sus hijas le parecían un misterio.
– Algunas veces me da la sensación de que su desdicha se ha convertido en un hábito para ella -le manifestó Victoria-. Estoy segura de que al principio se sintió aturdida, herida y decepcionada, y que le incomodaba enormemente el escándalo que Freddie causó. Pero, si quieres que te diga la verdad, los últimos seis meses me han hecho creer que realmente disfruta comportándose así. No se por qué, pero creo que la soledad ha llegado a gustarle. De pequeña siempre había sido obediente, y mucho más traviesa que Jane. Pero todo eso parece habérsele olvidado, como si ahora fuera otra persona.
– Sí, pues mejor sería que se convirtiera otra vez en la Sarah de siempre, diablos. Esa tontería de recluirse acabará con su salud.
Compartía por entero la opinión de su esposa. Es más, tenía la convicción de que en los meses anteriores su hija había llegado a disfrutar con aquella actitud. Su interior reflejaba paz, parecía más madura, pero no daba la impresión de ser feliz del todo.
Minutos después se encaminaron al comedor. Entre tanto, Sarah le escribía una carta a Jane. Nunca comía al mediodía. En vez de eso, prefería pasear por la playa, y por esa razón se estaba adelgazando. No lo hacía por sacrificio; sencillamente, nunca tenía hambre.
Tras la comida sus padres pasaron a verla, y la encontraron tendida en la cama, sin zapatos, pero enfundada todavía en aquel vestido negro. A pesar de tener los ojos cerrados, su madre sospechó que fingía dormir. Decidieron no molestarla. Volvieron al cabo de una hora, y esa vez la encontraron sentada en una butaca, cómodamente vestida con un jersey gris y unos pantalones, refugiada en la lectura, un tanto ausente de su entorno.
– ¿Sarah? ¿Te apetece un paseo por la cubierta principal? Las tiendas son fabulosas -arguyó Victoria Thompson, resuelta a mostrarse persistente.
– Quizá más tarde -contestó, sin apartar los ojos del libro. Al oír cerrarse la puerta, supuso que su madre se había marchado del camarote. En ese instante alzó la mirada suspirando y se sobresaltó al verla-. ¡Oh! Creí que te habías ido.
– Ya lo sé. Sarah, quiero que vengas conmigo a dar un paseo. No me voy a pasar todo el santo viaje rogándote que salgas del camarote. Ya que has decidido venir, muestra un poco más de alegría o acabarás por destrozarnos a todos, sobre todo a tu padre.
A Sarah siempre le agradó que sus padres fueran tan considerados el uno con el otro, pero en ese momento le molestó.
– ¿Por qué? ¿Qué más da dónde esté? Me gusta estar sola. ¿Por qué os molesta tanto?
– Porque no es normal. No es bueno que una chica de tu edad pase tanto tiempo sola. Necesitas ver gente, un poco de vida, un poco de diversión.
– ¿Por qué? ¿Quién lo ha decidido por mí? ¿Quién ha dicho que si tienes 22 años necesitas divertirte? Yo no lo necesito. Ya tuve mucha diversión, y no quiero más en lo que me queda de vida. ¿Es que nadie puede entenderlo?
– Sí, yo lo entiendo, tesoro. Pero lo que tú viviste no fue diversión sino decepción, una profanación de todo lo decente y lo bueno, de todo en lo que tú siempre habías creído. Fue una experiencia terrible, y nunca permitiremos que te vuelva a suceder. Nunca. Pero debes abrirte de nuevo al mundo. Tienes que hacerlo, o tu interior se marchitará, se morirá, y el espíritu de una persona es lo más importante.
– ¿Y cómo puedes saberlo?
A Sarah le causaban dolor las palabras de su madre.
– Porque lo veo en tus ojos -le contestó Victoria con sabiduría-. Veo alguien ahí dentro que se está muriendo, alguien que sufre, triste y solitario. Alguien que pide ayuda, y esa persona no podrá salir sí tú no le ayudas a hacerlo. -Al oír esas palabras se le saltaron las lágrimas; su madre se acercó y la estrechó tiernamente entre sus brazos-. Te quiero tanto, Sarah. Por favor, trata de…, trata de sobreponerte. Confía en nosotros, no permitiremos que te vuelvan a herir.
– Pero tú no sabes qué mal lo pasé. -Sarah comenzó a hacer mohines como una niña, avergonzada de sus sentimientos y de su incapacidad para controlarlos-. Fue todo tan espantoso…, tan horrible. Nunca estaba en casa, y cuando venía…
No pudo continuar; se limitó a llorar al tiempo que meneaba la cabeza, incapaz de encontrar palabras para expresar sus sentimientos. Mientras la consolaba en su regazo, su madre le acariciaba su largo y sedoso cabello.
– Ya lo sé, tesoro, ya lo sé. Tan sólo puedo hacerme una idea. Sé que ha sido horrible, pero ya ha terminado. Y tú no. Acabas de nacer. No desistas antes de que la vida te brinde otra oportunidad. Mira a tu alrededor, siente el aroma de la brisa, de las flores, vuelve a la vida. Por favor…
Sarah se quedó sujeta a ella mientras escuchaba sus palabras y, sin dejar de llorar, le explicó cómo se sentía.
– Ya no puedo más…, tengo mucho miedo…
– Estoy aquí… contigo.
Nunca supieron cómo ayudarla. Al menos hasta el final, cuando la rescataron de la pesadilla en la que estaba inmersa. Pero no pudieron conseguir que Freddie se comportara como un buen marido, que regresara a casa por la noche, que abandonara a los amigos y las prostitutas, como tampoco pudieron salvar la vida de su hijo. Aprendió que la vida tiene momentos muy duros en los que nadie te puede echar una mano, ni siquiera los padres de una.
– Debes intentarlo de nuevo, corazón mío. Poquito a poco, aunque te cueste. Tu padre y yo siempre estaremos a tu lado. -Entonces la separó de sí y la miró fijamente a los ojos-. Te queremos mucho, Sarah, muchísimo, y no queremos que vuelvas a sufrir por nada.
Sarah cerró los ojos y respiró hondo.
– Lo intentaré. -Los abrió de nuevo y miró a su madre-. Lo intentaré, puedes creerme. -De pronto pareció asustarse-. ¿Y que ocurrirá si no lo consigo?
– ¿Qué quieres decir? -replicó su madre-. ¿No puedes dar un paseo con tu padre y conmigo? ¿No puedes comer con nosotros? ¿Ni conocer a algunos de nuestros amigos? A mí me parece que sí puedes. No te pedimos gran cosa; sí ves que de verdad no puedes hacerlo, entonces nos lo dices. -Hablaba como si se hubiera vuelto inválida aunque, en cierto modo, así era. Freddie la había paralizado, y ella lo sabía. La cuestión era cómo ayudarla, cómo podía recuperarse. Su madre no soportaba la idea de que quizá no podría-. ¿Damos un paseo?