– Estoy horrible. Debo tener los ojos hinchados y la nariz roja de tanto llorar.
Su madre puso una cara graciosa y Sarah esbozó una sonrisa entre las lágrimas.
– Es la mayor tontería que he oído en mi vida. No tienes la nariz roja.
Sarah se levantó de un brinco para mirarse en el espejo y dio un grito de disgusto.
– ¡Sí que lo está! ¡Mira, parece una patata colorada!
– Déjame ver… -Victoria achinó un poco los ojos y contempló la nariz de Sarah, a la vez que negaba con la cabeza-. Debe tratarse de una patata muy, muy pequeña. No creo que nadie note nada si te lavas la cara con agua fría, te peinas como es debido, e incluso te pintas los labios.
No se había maquillado desde hacía meses y no le preocupaba lo más mínimo y, hasta ahora, Victoria nunca le había dicho nada en ese sentido.
– Es que no he traído nada para pintarme -dijo, con deliberada indiferencia.
No estaba segura de querer intentarlo, pero lo que le había dicho su madre la había sensibilizado, y quería que viera su intención de cooperar, aunque ello significara que tuviera que pintarse los labios.
– Te prestaré el mío. Tienes suerte de estar guapa sin necesidad de maquillarte. Yo, si no me pinto, parezco una cuartilla de papel.
– No es cierto -replicó Sarah, mientras su madre se dirigía a su compartimento en busca del pintalabios.
Regresó en el acto y se lo ofreció, después de que Sarah se hubo lavado la cara con agua fría y arreglado el cabello. Con aquel jersey y aquellos pantalones, con el pelo suelto que le caía por debajo de los hombros, volvió a parecer una mujer joven. Su madre sonreía al salir del camarote. Se cogieron del brazo, y fueron al encuentro del padre de Sarah.
Lo divisaron en cubierta, tomando el sol en una hamaca, mientras cerca de él dos atractivos jóvenes se entretenían jugando al tejo. Había colocado la hamaca cerca de ellos exprofeso, esperando que Victoria pudiera aparecer en cualquier momento con Sarah. Al verlas, respiró satisfecho.
– ¿Qué habéis estado haciendo? ¿De compras?
– Todavía no. -La cara de Victoria irradiaba felicidad y Sarah sonreía, sin enterarse de la presencia de aquellos dos jóvenes que su padre había elegido-. Primero hemos pensado dar un paseo, tomar el té contigo, y después vaciar las tiendas con todo tu dinero.
– Tendré que arrojarme por la borda si me dejáis sin blanca.
Las dos mujeres se echaron a reír y los dos jóvenes que estaban cerca se giraron para mirar a Sarah; uno de ellos con una expresión de considerable interés. Pero ella se volvió y echó a caminar por el puente, en compañía de su padre. Mientras conversaban, Edward Thompson quedó impresionado por lo mucho que su hija parecía saber de política internacional. Por lo visto, las horas que se pasaba despierta hasta muy tarde las ocupaba leyendo los periódicos y revistas, aprendiendo todo lo que podía sobre la situación en Europa. Su padre recordó ahora lo inteligente que era, lo perspicaz, y quedó gratamente sorprendido al darse cuenta de las muchas cosas que sabía. No se trataba de una joven corriente, y durante toda la temporada en la que había permanecido oculta no había perdido el tiempo. Habló con soltura de la guerra civil española, de la anexión de Austria por Hitler, que había ocurrido en el mes de marzo, así como de sus implicaciones y del comportamiento mostrado por Hitler dos años antes, en Renania.
– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó su padre, impresionado, con la sensación de que era muy agradable hablar con ella.
– Leo mucho -contestó ella sonriéndole tímidamente-. Tampoco tengo grandes cosas que hacer, ¿sabes? -Intercambiaron una cálida mirada-. Y me parece algo fascinante. ¿Qué te parece que sucederá, papá? ¿Crees que Hitler declarará la guerra? Desde luego, parece prepararse para eso, y creo que el pacto entre Roma y Berlín podría llegar a ser muy peligroso, sobre todo si tenemos en cuenta lo que está haciendo Mussolini.
– Sarah, me sorprendes -dijo su padre, contemplándola con gesto impresionado.
– Gracias.
Pasearon durante un rato, profundamente enfrascados en la conversación sobre los peligros de guerra en Europa, y una hora más tarde interrumpieron el paseo, con mucho pesar por su parte. Su hija tenía una parte desconocida para él, algo que ella había malgastado a todas luces durante su matrimonio con Van Deering. Siguieron conversando animadamente a la hora del té, mientras Edward exponía su teoría de que Estados Unidos jamás se dejaría arrastrar a una guerra en Europa, y expresando el mismo punto de vista que el embajador Kennedy ya había compartido con sus íntimos, según el cual Inglaterra no se encontraba en una posición para involucrarse en una guerra en Europa.
– Es una pena que no vayamos a Alemania -dijo Sarah, sorprendiendo a su padre con ese comentario-. Me encantaría percibir lo que está sucediendo allí, e incluso hablar con la gente.
Al escucharla, su padre se alegró de haber decidido no ir. En sus planes para Sarah no entraban precisamente el permitir que su hija entrara en política. Una cosa era interesarse por lo que ocurría en el mundo, estar bien informada, incluso en la medida en que lo estaba ella, lo que ya resultaba raro, y más para una mujer, y otra muy diferente era ir allí para comprobar cómo estaban las cosas, lo que implicaba un peligro con el que él nunca estaría de acuerdo.
– Creo que será mejor que nos quedemos en Inglaterra y Francia. Ni siquiera estoy seguro de si deberíamos ir a Roma o no. Me pareció mejor decidirlo una vez que nos encontremos en Europa.
– ¿Dónde está tu espíritu de aventura, papá? -preguntó ella en tono de broma, pero él sacudió la cabeza, con una actitud mucho más prudente que la de su hija.
– Ya soy demasiado viejo para eso, hija mía. Y, en cuanto a ti, deberías preocuparte de llevar bonitos vestidos y acudir a hermosas fiestas.
– Qué aburrido -replicó Sarah afectando una expresión de aburrimiento que hizo reír a su padre.
– Desde luego, eres una mujer insólita, Sarah.
No era nada extraño que su matrimonio con Van Deering hubiera sido un desastre, o que ella hubiese decidido ocultarse durante todo aquel tiempo en Long Island. Era demasiado inteligente para él y para la mayoría de los jóvenes que integraban su círculo de amistades. Ahora, a medida que ambos se conocían mejor, durante el viaje en barco, su padre empezó a ir comprendiéndola.
Al tercer día Sarah parecía sentirse completamente a sus anchas, y deambulaba por el barco con naturalidad. Seguía mostrándose reservada, y sin ningún interés por los jóvenes que viajaban en el barco, pero comía con sus padres en el comedor y durante la última noche de la travesía cenó con ellos en la mesa del capitán.
– ¿No está usted prometida con nadie, señorita Thompson? -le preguntó el capitán Irving guiñándole un ojo.
La madre de Sarah contuvo la respiración, preguntándose qué contestaría ella a esa pregunta.
– No, no lo estoy -contestó ella fríamente, con un ligero rubor en las mejillas y una mano que tembló casi imperceptiblemente al dejar la copa de vino sobre la mesa.
– Los jóvenes de Europa están de suerte.
Sarah sonrió con recato, pero aquellas palabras fueron como un cuchillo que le penetrara en el corazón. No, no estaba prometida, sino que esperaba a obtener el divorcio en noviembre, un año después de celebrado el juicio. El divorcio. Se sentía como si todas sus esperanzas de mujer hubieran quedado arruinadas para siempre. Pero eso era algo que, al menos aquí, no sabía nadie, lo que constituía una pequeña bendición por la que se sentía agradecida. Y, con un poco de suerte, nadie lo sabría en Europa.
El capitán la invitó a bailar y ella tenía un aspecto muy hermoso entre sus brazos, con su vestido de satén de color azul pálido que su madre le había encargado poco antes de su boda con Freddie. Ese vestido pertenecía al ajuar de novia, y esta noche notó un nudo en la garganta al ponérselo. Y lo mismo sucedió cuando un joven desconocido la invitó a bailar, inmediatamente después de que hubiera terminado la pieza con el capitán. Ella pareció vacilar unos segundos antes de contestar, hasta que por último asintió amablemente con un gesto de cabeza.