– Quiero que sepas algo, mamá -dijo Sarah mirándola directamente a los ojos y dejando sobre la cama la blusa blanca que se disponía a guardar en la maleta-. No he venido a Europa para encontrar otro marido. Debo recordarte, de todos modos, que sigo estando casada, al menos hasta noviembre. Además, espero no volver a casarme nunca. Me dan náuseas y me aburren todas esas personas que tratan de obligar a sus hijos medio idiotas a que me cortejen, o a sus nietos casi analfabetos, o a sus primos tremendamente aburridos. Todavía no he podido encontrar a ningún hombre con quien mantener una buena conversación, y mucho menos con quien desee pasar una hora en su compañía. No quiero que haya ningún otro hombre en mi vida, y tampoco quiero que me arrastréis por toda Europa, mostrándome ante los demás como una jovencita un tanto retraída, desesperada por encontrar un marido. ¿Lo he dicho con suficiente claridad? -Su madre la miró asombrada, y mostró su conformidad con un gesto de la cabeza-. Y a propósito, ¿saben todas esas personas que ya he estado casada antes?
– No, no creo que lo sepan – contestó Victoria.
– Pues bien, quizá debas decírselo. Estoy segura de que, si supieran que soy una mujer divorciada, tendrían menos interés en empujar hacía mí a sus queridos y pequeños idiotas.
– Eso no es ningún delito, Sarah -replicó su madre con serenidad, sabiendo muy bien cuál era el punto de vista de Sarah.
Para ella, lo de su divorcio era como una especie de delito, como un pecado imperdonable que no parecía dispuesta a perdonarse nunca, por lo que tampoco esperaba que lo hicieran los demás.
– No es nada de lo que una pueda sentirse orgullosa, y no creo que nadie lo considere como un valor añadido.
– No he sugerido nada de eso, pero tampoco se trata de una aflicción insuperable. Hay personas a las que conocerás y que lo sabrán, y a las que no les importará en absoluto. Y cuando llegue el momento de conocer a personas que no lo sepan, siempre estás a tiempo de decírselo tú misma, si lo consideras necesario.
– Sí, eso es lo que debo hacer, porque esto es como una enfermedad, y una debe advertírselo a la gente.
– Nada de eso. Sólo tienes que decirlo si así lo deseas.
– Quizá debiera colgarme un cartel, ya sabes, como si fuera una leprosa. -Su voz parecía enojada, amargada y triste, pero estaba harta de que la emparejaran con jóvenes que no tenían el menor interés por ella, excepto quizá el de quitarle las ropas-. ¿Sabes lo que hizo el hijo de los Saint Gilles en Deauville? Me quitó toda la ropa en el momento en que yo me estaba cambiando y luego entró y trató de quitarme la toalla con la que me cubría. A él le pareció algo increíblemente divertido.
– ¡Eso es terrible! -exclamó su madre, que pareció sentirse conmocionada por la noticia-. ¿Por qué no dijiste nada?
– Lo hice, se lo dije a él. Le advertí que si no me devolvía la ropa inmediatamente, acudiría directamente a ver a su padre. El pobre se asustó tanto que me lo devolvió todo en seguida y me rogó que no le dijera nada a nadie. Realmente, fue patético.
Aquello era algo que parecía propio de un adolescente, no de un hombre de 27 años. Y todos ellos se habían comportado de un modo tan inmaduro y consentido, y habían sido tan arrogantes, ignorantes y mal educados que casi no pudo soportarlo.
– Sólo quería que tú y papá supierais que yo no he venido a Europa para buscar un marido -volvió a recordarle a su madre, que se limitó a asentir con la cabeza mientras Sarah se dedicaba de nuevo a hacer las maletas.
Aquella noche, Victoria le mencionó el incidente a su esposo y le contó lo ocurrido con el joven en Deauville. A Edward, el comportamiento del hombre le pareció estúpido pero, sin lugar a dudas, totalmente inofensivo.
– El verdadero problema consiste en que ella es mucho más madura que todos ellos. También ha tenido que pasar por muchas más cosas. Necesita conocer a alguien de más edad, más maduro. Ninguno de esos jovenzuelos tiene ni la menor idea de cómo tratar a una mujer como ella. Y, si tenemos en cuenta qué opina sobre la idea de relacionarse de nuevo con un hombre, lo único que han conseguido ha sido fastidiarla. Una vez que lleguemos a Londres, debemos ir con cuidado a la hora de presentarle jóvenes.
Su intención era no dejar que se apartara por completo de los hombres, sino presentarle por lo menos a uno o dos en cuya compañía pudiera disfrutar, recordándole así que en la vida había algo más que la soledad. Lo sucedido hasta entonces no había hecho sino reforzar la sensación de que la soledad era más atractiva.
Regresaron a París y a la mañana siguiente cruzaron el canal en siete horas, con el tren Flecha Dorada y el ferry. Llegaron al Claridge a tiempo para la cena. En el mostrador de recepción salió a recibirles el director del hotel, que les mostró personalmente la suite de habitaciones, con la máxima formalidad y decoro. Sus padres disponían de un gran dormitorio con una vista del Big Ben y el Parlamento, por encima de los tejados de las casas. También tenían un salón, mientras que ella tenía una bonita habitación que parecía un boudoir, forrado de satén rosado y con rosas pintadas. Al mirar hacia la mesa, vio media docena de invitaciones, ninguna de las cuales le produjo el menor entusiasmo. Ni siquiera se molestó en abrirlas y aquella misma noche, durante la cena, su madre se las mencionó. Cenaron en la suite de sus padres, y Victoria le explicó que sus amigos les habían invitado a dos cenas y a un té, así como a pasar un día de merienda en el campo, en Leicester, y a un almuerzo que los Kennedy celebrarían en su honor en la embajada, en Grosvenor Square. A Sarah todo aquello le resultaba increíblemente aburrido.
– ¿Tengo que acompañaros? -preguntó con un tono quejoso que a su madre le recordó la época en la que todavía era una adolescente.
Pero la expresión de su padre fue firme al contestarle.
– Vamos, no empecemos de nuevo. Todos sabemos por qué estamos aquí. Hemos venido a ver a los amigos, y no vamos a insultarlos rechazando ahora sus amables invitaciones.
– Pero ¿por qué tienen que conocerme precisamente a mí? Al fin y al cabo, son amigos tuyos, papá, no míos. Seguro que no me echarán de menos.
– No lo permitiré -exclamó Edward golpeando con el puño sobre la mesa-. Y tampoco quiero volver a discutirlo contigo. Ya no tienes edad para esta clase de melindres. Muéstrate cortés, agradable y sé lo bastante buena como para hacer ese pequeño esfuerzo. ¿Me has comprendido, Sarah Thompson?
Sarah se lo quedó mirando, con expresión gélida, pero él no pareció enterarse, o no quiso observar lo mucho que su hija se oponía a sus deseos. Habían venido a Europa por una razón, y no iba a cejar en su empeño de empujarla de nuevo hacia el mundo. Por instinto, sabía que eso era lo que ella necesitaba, al margen de lo mucho que ella se resistiera a admitirlo.
– Está bien -asintió Sarah.
Terminaron de comer en silencio. Al día siguiente, fueron al museo Alberto y Victoria y pasaron un rato muy entretenido, a lo que siguió una cena muy elegante y formal. Pero Sarah no se quejó. Llevaba un vestido que su madre le había comprado antes de emprender el viaje, de un tafetán verde oscuro que era casi del color de sus ojos y que le sentaba a la perfección. Cuando llegaron, su aspecto era realmente hermoso, aunque a ella no parecía entusiasmarle nada el hecho de encontrarse allí. Su expresión fue de aburrimiento, y así se mantuvo durante la mayor parte de la velada. Se había invitado a algunos jóvenes para que la conocieran, y ella hasta hizo un esfuerzo por conversar con ellos, pero pronto descubrió que no tenía nada en común con ninguno. En general, la mayoría parecían muy consentidos y estúpidos, sorprendentemente inconscientes del mundo que les rodeaba.