Sarah se mostró serena durante el trayecto hasta el hotel, y sus padres no le preguntaron si lo había pasado bien. Estaba claro que no había sido así. La segunda invitación formal a la que acudieron se desarrolló en parecidos términos y en cuanto a la reunión para tomar el té, quizá todavía fue peor. Allí, intentaron hacerla intimar con un sobrino-nieto de la anfitriona de quien incluso su madre tuvo que admitir más tarde, no sin cierto embarazo, que era tan estúpido y con tan poca gracia que casi parecía infantil.
– Por el amor de Dios -explotó Sarah aquella noche, en cuanto llegaron al Claridge-. ¿Qué le sucede a toda esa gente? ¿Por qué me hacen esto? ¿Cómo es que todo el mundo tiene la sensación de que debo emparejarme con sus parientes idiotas? ¿Qué les habéis dicho al informarles de que veníamos de visita? -le preguntó directamente a su padre, quien tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a la defensiva-. ¿Acaso que yo estaba desesperada y que ellos tenían que ayudarme?
Casi no podía creer en la gente a la que había conocido.
– Me limité a decirles que veníamos contigo. La forma en que lo interpretaron es algo que depende por completo de ellos. Creo que, sencillamente, al invitar a esos jóvenes, tratan de mostrarse hospitalarios contigo. Si no te gustan sus parientes, o sus amigos, lo único que puedo decirte es que lo siento.
– ¿No puedes decirles que ya estoy comprometida, o que tengo una enfermedad contagiosa o algo por el estilo? Decirles algo que les impida hacerme la corte. Realmente, no puedo soportarlo. Me niego a seguir acudiendo a unas fiestas en las que me siento como una boba durante toda la velada.
Hasta el momento, había manejado la situación bastante bien, pero su temperamento surgía ahora y estaba claro que ya tenía ganas de decir algo.
– Lo siento mucho, Sarah -dijo su padre con serenidad-. Te aseguro que no pretenden hacerte ningún daño. Intenta no enfadarte tanto.
– No he podido mantener una conversación inteligente con nadie, excepto contigo, desde que salimos de Nueva York -dijo ella en tono acusador, ante lo que él sonrió.
Entonces comprendió que ella había disfrutado hablando con él tanto como él mismo. Eso, al menos, ya era algo.
– ¿Y con quién has mantenido alguna conversación inteligente mientras estuviste encerrada en Long Island?
– Al menos allí no esperaba nada de eso -contestó ella recordando lo tranquilizador que le había parecido el silencio.
– Lo que tienes que hacer entonces es no esperarlo tampoco ahora. Tómatelo tal y como es. Una visita a un lugar nuevo, una oportunidad de conocer a gente nueva.
– Ni siquiera resulta divertido hablar con las mujeres.
– En ese aspecto no estoy tan de acuerdo contigo -replicó su padre.
Victoria enarcó una ceja al oír aquello, y él le acarició una mano, como pidiéndole disculpas, aunque ella sabía que sólo estaba bromeando.
– Lo único que les interesa a todas esas mujeres son los hombres -dijo ella a la defensiva-. No creo que hayan oído hablar jamás de política, y todas parecen pensar que Hitler no es más que el nuevo cocinero de la mansión familiar. ¿Cómo puede ser alguien tan estúpido?
Ante este comentario, su padre se echó a reír y sacudió la cabeza.
– ¿Desde cuándo eres una intelectual esnob interesada en política?
– Desde que me he dedicado a estar a solas conmigo misma. En realidad, ha sido algo muy agradable.
– Quizás hasta demasiado. Ya va siendo hora de que recuerdes que el mundo está lleno de una gran variedad de gentes, unos inteligentes, y otros menos, algunos realmente estúpidos y otros divertidos, o sosos. Pero así es el mundo, hija. Tengo la impresión de que has pasado demasiado tiempo a solas, Sarah. Y al comprenderlo así, me siento feliz por el hecho de que hayas aceptado venir.
– Pues yo no estoy tan segura de sentirme feliz -gruñó, aunque la verdad era que, hasta el momento, había disfrutado del viaje con sus padres.
Cierto que las reuniones sociales no le habían resultado placenteras, pero se lo había pasado bien de otras formas, y se sentía feliz por estar con ellos. Eso había permitido una aproximación a sus padres y, a pesar de sus quejas, experimentaba una mayor felicidad de la que había sentido desde hacía mucho tiempo. Además, y aunque no fuera por otra cosa, había recuperado un cierto sentido del humor.
Protestó ante la idea de acompañar a sus padres al campo al día siguiente, pero su padre insistió, asegurándole que no tenía elección, que el aire del campo le sentaría bien y, como conocía la propiedad a la que irían, le dijo que valía la pena verla.
Al día siguiente, Sarah seguía gruñendo al subir al coche, y estuvo quejándose la mayor parte del trayecto, pero tuvo que admitir que la campiña inglesa era realmente hermosa, y que hacía un tiempo insólitamente caluroso y soleado para tratarse de Inglaterra.
Al llegar, admitió de mala gana que se trataba de un paraje notable, tal y como le había asegurado su padre. Se trataba de un castillo del siglo XIV, con unos campos muy hermosos, en los que todavía se conservaba la granja original, que la familia había restaurado por completo. A los cien invitados que acudieron se les dio la bienvenida y se les permitió deambular por todas partes, incluso por los grandes salones nobles, donde los sirvientes esperaban con discreción, dispuestos a servirles bebidas o acomodarlos en alguno de los numerosos salones, o acompañarlos a los jardines exteriores. Sarah no creía haber visto una mansión tan hermosa o interesante en su vida, y le fascinó tanto la granja que no hizo sino plantear preguntas y pronto se las arregló para perder de vista a sus padres. Se quedó observando los tejados cubiertos de paja seca de las cabañas y alquerías, con el enorme castillo que se elevaba en la distancia. Era una vista extraordinaria y emitió un ligero suspiro mientras la contemplaba embelesada, imbuida de una agradable sensación de paz, completamente atrapada por aquel marco histórico. La gente que la rodeaba pareció desaparecer. La mayoría de ellos se encaminó hacia el castillo, a través de los jardines y los prados, cuando ya rozaba la hora del almuerzo.
– Impresionante, ¿verdad? -preguntó de pronto una voz tras ella.
Se dio la vuelta en el acto, un tanto asustada al ver a un hombre alto, con el cabello moreno y los ojos azules. Parecía dominarla con su estatura, pero mostraba una cálida sonrisa en el rostro y se miraron como almas gemelas.
– Siempre experimento un extraordinario sentido de la historia cada vez que vengo aquí. Es como si uno cerrara los ojos por un momento y entonces aparecieran ante la imaginación los siervos, los caballeros y sus damas de otros tiempos.
Sarah sonrió ante aquellas palabras, porque eso era exactamente lo que ella misma experimentaba.
– Estaba pensando lo mismo. Después de haber visitado la granja, no lograba decidirme a regresar. Quería quedarme aquí y sentir ni más ni menos lo que usted acaba de describir.
– A mí me gusta que sea así. Temo todos esos horribles lugares que han sido fatalmente acondicionados y reformados para modernizarlos, hasta el punto de hacerlos irreconocibles. -Ella asintió de nuevo, un tanto extrañada por lo que él había dicho, y también por cómo lo había dicho. Observó un claro parpadeo en uno de sus ojos, mientras le hablaba. Parecía divertirle todo aquello, y le agradaba hablar de ese tema-. Soy William Whitfield, cautivo aquí durante el fin de semana – añadió él, a modo de presentación-. Belinda y George son primos míos, por muy locos que estén. Pero son buena gente. Y usted es de Estados Unidos, ¿verdad?
Ella asintió con un gesto y le tendió la mano, con un ligero sonrojo.