– En efecto. Soy Sarah Thompson.
– Encantado de conocerla. ¿Es de Nueva York? ¿O acaso de alguna ciudad más interesante, como Detroit o San Francisco? -Ella se echó a reír ante su visión de lo que era interesante, y admitió que había acertado a la primera-. ¿Dedicada a hacer el gran viaje por Europa?
– Vuelve a tener razón -corroboró con una sonrisa, en tanto que él la observaba con atención, traspasándola con unos ojos azules, que mantenían su mirada con firmeza.
– Permítame adivinar… ¿Ha venido en compañía de sus padres?
– Sí.
– ¡Qué terrible! Y ellos la aburren mortalmente, llevándola a museos e iglesias, y dedicándose por las noches a presentarle a los hijos de sus amigos, la mayoría de los cuales parecen tontos y algunos de ellos ni siquiera saben hablar correctamente. ¿He vuelto a acertar?
Sin lugar a dudas, disfrutaba imaginando la situación que describía con tanto acierto. Sarah se echó a reír abiertamente, incapaz de negarlo.
– Supongo que habrá estado observándonos, o que alguien le habrá dicho lo que estábamos haciendo.
– No me imagino nada peor, excepto quizás una luna de miel con un ser odioso. -Pero, en cuanto hubo dicho esas palabras, a Sarah se le nublaron los ojos y casi pareció alejarse físicamente. Él se dio cuenta en seguida de su distanciamiento-. Lo siento, ha sido de muy mal gusto por mi parte.
Parecía un hombre muy abierto y directo, y ella se encontraba muy cómoda en su compañía.
– No, en absoluto. -Hubiera querido decirle que era demasiado sensible a aquellas palabras, pero no lo dijo-. ¿Vive usted en Londres? -preguntó, para cambiar de tema y que él dejara de sentirse violento, aunque daba la impresión de que había pocas cosas capaz de perturbarlo.
– Sí, vivo en Londres -informó-, cuando no me encuentro en Gloucestershire, dedicado a arreglar viejas verjas. Pero no se parece a esto, se lo aseguro. En realidad, no tiene la menor semejanza, y yo no poseo la imaginación de Belinda y George, que se han pasado años en la restauración de su heredad. Yo, en cambio, me he pasado el mismo tiempo tratando de impedir que mi casa se caiga a pedazos, cosa que, a fuer de ser sincero, no he conseguido del todo. Es un lugar espantoso, si es que se lo puede imaginar. Lleno de documentos y telarañas, y de ruidos capaces de aterrorizar a cualquiera. Mi pobre madre aún vive allí. -Tenía la virtud de lograr que todo lo que dijera pareciese divertido. Mientras conversaban empezaron a alejarse de la granja-. Supongo que deberíamos estar de vuelta para el almuerzo, aunque no creo que nadie nos eche de menos. Con tanta gente, seguro que Belinda ni siquiera se daría cuenta si decidiéramos regresar a Londres. Aunque, por supuesto, me parece que sus padres sí lo harían. Más bien tengo la impresión de que, en tal caso, me perseguirían con una escopeta.
Sarah volvió a reírse con ganas, sobre todo al pensar que, antes al contrario, sus padres quizás hubieran utilizado la escopeta para arrimarla a él, y así se lo dijo.
– No lo creo -dijo.
– Yo no soy exactamente lo que los padres suelen desear para sus jóvenes e inocentes hijas. Me temo que ya tengo cierta edad, aunque debo señalar que, en comparación, me encuentro en un perfecto estado de salud. -La miraba con atención, asombrado ante su belleza y, sin embargo, intrigado por algo que había percibido en sus ojos, algo inteligente, triste y muy receloso-. ¿Le parecería terriblemente rudo por mi parte si le preguntara cuántos años tiene?
De repente, ella sintió el deseo de contestarle que tenía 30 años, pero al no encontrar razón alguna para mentirle, no lo hizo.
– Cumpliré 22 años el mes que viene.
Se mostró menos impresionado de lo que ella hubiera querido. La miró, sonriente, y la ayudó a subir un pequeño muro de piedra, sosteniéndola con mano segura pero suave.
– Es usted una jovencita. Yo ya tengo 35, y me temo que sus padres se sentirían profundamente decepcionados si regresara usted a casa conmigo, llevándome como recuerdo de Europa.
Se estaba burlando, pero ambos se lo pasaban bien con esta pequeña broma, y a ella le gustaba. Habría sido un buen amigo y le agradaba poder bromear con él, a pesar de que no le conocía.
– Lo agradable de usted, con todo, es que no se comporta como un idiota. Apuesto a que es capaz de saber los días de la semana y, por lo que oigo, puede hablar.
– Estoy dispuesto a admitir que mis virtudes son numerosas. ¿De dónde sacará la gente a esos terribles parientes que presentan a los hijos de los demás? Nunca he podido comprenderlo. A lo largo de mi vida, he conocido a muchas jóvenes casaderas, todas ellas emparentadas con personas en apariencia normales, a pesar de lo cual me temo que la mayoría de ellas debería ingresar en alguna institución benéfica. Y todas las que he conocido parecían estar convencidas de que yo anhelaba conocerlas. Es algo de todo punto sorprendente, ¿no está de acuerdo?
Sarah apenas si podía dejar de reír, sobre todo al recordar a los numerosos jóvenes a los que había conocido desde su llegada a Europa. Le describió a uno de ellos, a quien conoció en Deauville, y a otros dos en Biarritz. Habló luego de los niñatos que le habían presentado en Cannes y en Montecarlo, y para cuando terminaron de cruzar los prados, camino del castillo, ya se habían hecho buenos amigos.
– ¿Cree usted que nos habrán dejado algo para almorzar? Me estoy muriendo de hambre – comentó él.
Se trataba de un hombre alto y corpulento, por lo que no resultaba difícil creer en sus palabras.
– Deberíamos haber cogido unas manzanas en la granja. Me estaba muriendo de ganas por probarlas, pero el granjero no nos las ofreció y no tuve el valor de atreverme.
– Debería habérmelo dicho -dijo William, con irónica amabilidad-. Las habría robado para usted.
Encontraron la mesa repleta de carne asada, pollo, verdura y una ensalada enorme. Se sirvieron con abundancia y William, al acabar, la condujo hacia una pequeña pérgola. Ella no vaciló ni un instante en seguirle. Le pareció perfectamente natural estar a solas con él y escuchar las historias que contaba. Terminaron hablando de política, y a Sarah le fascinó oírle decir que acababa de estar en Munich. Afirmó que la tensión casi se percibía en la calle, aunque no tanto como en Berlín, donde no había estado desde el año anterior. Pero, por lo visto, toda Alemania se preparaba para una gran confrontación.
– ¿Crees que eso sucederá pronto? -preguntó ella tuteándole.
– Es algo difícil de determinar, pero creo que sucederá, aunque tu Gobierno no parece pensar lo mismo.
– No veo forma de evitarlo -dijo ella.
A William le sorprendió descubrir que estaba muy informada sobre la situación mundial y que se mostraba muy interesada por cosas que rara vez despertaban el interés de las mujeres. Le preguntó acerca de ello y Sarah le contestó que se había pasado bastante tiempo a solas durante todo el año anterior, lo que le había permitido disponer del tiempo suficiente para aprender cosas que, de otra manera, no habría aprendido.
– ¿Y por qué razón quisiste estar sola? -preguntó mirándola intensamente a los ojos.
Ella, sin embargo, apartó la mirada. William se sentía muy intrigado, y se dio cuenta de que debía haber algo muy doloroso que ella había decidido mantener oculto.
– A veces, una necesita estar a solas -dijo, sin dar más detalles.
Él no quiso seguir insistiendo en el tema, a pesar de que le intrigaba, y ella le habló de la granja que quería comprar en Long Island.
– Eso es todo un proyecto para una mujer tan joven. ¿Qué crees que dirán tus padres ante todo eso?
– Habrá peleas -contestó ella con una mueca-, pero no quiero regresar a Nueva York. A la postre, no tendrán más remedio que aceptarlo. En caso contrario, la compraré yo sola.
Era una joven decidida y posiblemente tenaz en sus decisiones. Le extrañó la mirada que observó en sus ojos al hablarle de su decisión, y consideró que no se trataba de una mujer a la que pudiera tomarse a la ligera.