– Es una terrible vergüenza que las perlas de mi madre fueran tan insignificantes en comparación con éstas -comentó.
Ella se rió, y entretanto, él se acercó y le dió un beso. Sarah Whitfield tenía muchas cosas bellas, su vida había sido maravillosa, y era una persona realmente extraordinaria.
Al apartarse de la ventana, impaciente por la espera, oyó el primer coche, que se acercaba por el último recodo del camino. Era una interminable limusina Rolls Royce de color, con cristales tan oscuros que le fue imposible ver quién viajaba en el interior. Sin embargo, ella conocía todos los coches a la perfección y, mientras lo observaba, esbozó una sonrisa. El vehículo se detuvo justo frente a la entrada principal del château, debajo mismo de su ventana. En ese instante se apeó el chófer, quien al punto abrió la puerta trasera, de donde apareció él. Al verlo, ella no pudo evitar un gesto de complacencia. Se trataba de su hijo mayor, con el porte distinguido que le caracterizaba y con aires muy británicos, que se esforzaba por disimular la inquietud que le provocaba la mujer que salió del coche detrás de él. Ésta vestía un modelo de seda blanco, zapatos de Chanel, un peinado muy elegante, y exhibía unos diamantes que destellaban más que el sol. Sarah volvió a sonreír, mientras se alejaba de la ventana. Tan sólo era el comienzo de unos días interesantes, frenéticos… Era difícil de creer, pero ella no podía dejar de preguntarse qué habría pensado William de todo aquello… Todo aquel alboroto a propósito de su septuagésimo quinto aniversario… setenta y cinco años… y se habían hecho tan cortos… Qué vida tan intensa…
2
Sarah Thomson había nacido en Nueva York en 1916; era la más joven de dos hermanas y, aunque quizá menos agraciada, era prima sumamente apreciada y respetada por sus tíos, los Astor y Biddle. Su hermana Jane contrajo matrimonio con un Vanderbilt a la edad de diecinueve años, y Sarah se comprometió con Freddie van Deering dos años más tarde, el día de Acción de Gracias. Por aquel entonces, ella también tenía diecinueve años, y Jane y Peter acababan de tener su primer hijo, James, un niño adorable de rizos dorados.
El compromiso matrimonial de Sarah con Freddie no supuso ninguna sorpresa para su familia, ya que todos conocían a los Van Deering desde hacía años; y aunque conocían menos a Freddie, pues había pasado varios años en un internado, lo habían visto con frecuencia en Nueva York, cuando él estudiaba en Princeton. Se graduó en junio del mismo año en que se comprometieron, y desde aquel solemne acontecimiento destacó por su afición a las fiestas, aunque también encontraba tiempo para cortejar a Sarah. Era un joven inteligente y dinámico, y siempre gastaba bromas a sus amigos, con el firme propósito de que todos, y en especial Sarah, se lo pasaran bien allí donde fueran. Rara vez se le veía serio y siempre solía bromear. A Sarah le fascinaba su galantería y le divertía su buen humor. Era una persona alegre, de conversación agradable, y sus risas y su buen humor acababan por contagiarse. Todos querían a Freddie, y a nadie parecía importarle su falta de ambición para los negocios excepto tal vez al padre de Sarah. Sin embargo, todos sabían muy bien que podría vivir sobradamente de la fortuna familiar aunque no trabajara nunca. Pero el padre de Sarah consideraba necesario que un joven como él entrara en el mundo de los negocios, con independencia de su fortuna o la de sus padres. Él mismo tenía un banco y, justo antes de hacer oficial el compromiso, habló largo y tendido con Freddie acerca de sus planes. Su futuro yerno le aseguró que tenía intención de labrarse un porvenir. De hecho, le habían ofrecido un puesto excelente en J. P. Morgan & Co., en Nueva York, además de otro incluso mejor en el banco de Nueva Inglaterra en Boston. Una vez pasado Año Nuevo, Freddie estaba dispuesto a aceptar uno de los dos; esa decisión agradó sobremanera al señor Thompson, y fue entonces cuando consintió que el noviazgo siguiera adelante.
Ese año, las vacaciones fueron muy divertidas para Sarah. Se celebraron interminables fiestas para festejar su compromiso, y noche tras noche salían, se divertían, se veían con los amigos y bailaban hasta altas horas de la madrugada. Patinaban con despreocupación en Central Park, organizaban comidas, cenas y numerosos bailes. Sarah advirtió que, durante ese período, Freddie parecía haberse aficionado a la bebida, pero por mucha que fuera la cantidad de alcohol ingerida, siempre se mostraba inteligente, educado y extremadamente encantador. Todo el mundo en Nueva York adoraba a Freddie van Deering.
La boda estaba prevista para junio, y ya en primavera Sarah desarrolló una actividad incesante supervisando la lista de boda, y acudiendo a las pruebas para su vestido de novia así como a numerosas fiestas con los amigos. Sentía como si la cabeza le diera vueltas. Durante esos meses, rara vez conseguía estar a solas con Freddie, y daba la impresión de que su única ocasión de encuentro eran las fiestas. Freddie ocupaba el resto del tiempo con sus amigos, quienes lo «preparaban» para el decisivo paso de la vida en matrimonio.
Sarah era consciente de que deberían haber sido momentos de alegría, aunque en realidad no era así, tal y como le confesó a Jane en mayo. Era un verdadero torbellino de acontecimientos, todo parecía fuera de control y ella estaba totalmente agotada. Sarah acabó por llorar una tarde, después de probarse por última vez el vestido de novia, mientras su hermana le entregaba muy dulcemente su pañuelo bordado y le acariciaba con suavidad el pelo largo y oscuro, que le caía por los hombros.
– No pasa nada. Le sucede a todo el mundo antes de casarse. Se supone que todo esto es muy bonito, pero en realidad es muy difícil. Pasan tantas cosas de golpe que no tienes un solo momento de tranquilidad para pensar, sentarte o estar a solas… Yo también lo pasé muy mal antes de mi boda.
– ¿De veras? -preguntó Sarah, volviendo sus enormes ojos grises hacia su hermana mayor, que acababa de cumplir 21 años, y que a sus ojos aparecía infinitamente más juiciosa.
Fue un gran alivio para ella saber que alguien se había sentido igual de nerviosa y confusa antes de casarse.
De lo único que Sarah no tenía duda era del amor que le profesaba a Freddie, de la clase de hombre que era y de la felicidad que experimentarían una vez casados. Lo que sucedía ahora era que habían excesivas diversiones, demasiadas distracciones, fiestas y confusión. A Freddie sólo le preocupaba salir y pasárselo bien. No habían mantenido una conversación seria desde hacía semanas, y él todavía no se había pronunciado sobre sus proyectos profesionales, tan sólo se limitaba a decirle que no se preocupara. No se molestó en aceptar el trabajo del banco a primeros de año porque había tanto que hacer antes de la boda que un empleo hubiera distraído demasiado su atención. Por aquel entonces, Edward Thompson ya tenía una impresión muy desfavorable de los planes de trabajo de Freddie, pero se abstuvo de comentárselo a su hija. Había hablado de ello con su mujer, y Victoria Thompson estaba segura de que después de la boda Freddie sentaría la cabeza. Al fin y al cabo, había estudiado en Princeton.