Выбрать главу

Ella le dirigió una mirada de recriminación y cruzó la estancia en dirección a la ventana. Deseaba decirles que se marcharan sin ella, pero sabía lo ridícula que les parecería su respuesta. Sin embargo, ¿de qué serviría volver a ver a William? ¿Qué podía suceder entre ellos dos?

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó su padre observando su rostro, mientras ella seguía ante la ventana. Realmente, sería una mujer imposible si estaba dispuesta a perder esta oportunidad tan extraordinaria. William era un hombre muy interesante, y verse con él no le haría daño a nadie. Su padre, al menos, no haría la menor objeción. Sarah se volvió lentamente a mirarle.

– No veo la necesidad -dijo con expresión triste.

– Es un hombre muy agradable. Y le gustas. Aunque no sea por nada más, podéis ser buenos amigos. ¿Te parece algo tan horroroso? ¿No hay en tu vida un sitio para la amistad?

Ella se sintió estúpida al oírselo decir de aquel modo, pero le dio la razón. Su padre estaba en lo cierto. Era una tontería darle tanta importancia, pero la verdad es que el día anterior se había sentido embelesada por William. En esta ocasión, debía recordar no comportarse de un modo tan tonto e impulsivo.

– Tienes razón. No lo había pensado así. Sólo que…, bueno, quizá sea diferente porque se trata de un duque. Antes de enterarme de eso fue todo tan…

No supo cómo decirlo, pero su padre lo comprendió.

– Eso no debería tener importancia. Es un hombre agradable. A mí me ha caído muy bien.

– A mí también -reconoció Sarah tomando la taza de té que le tendía su madre, quien le pidió que comiera al menos una tostada antes de salir de compras-. Pero no quiero verme metida en una situación desagradable.

– Es poco probable, si se tiene en cuenta que sólo pasaremos aquí algunas semanas, ¿no te parece?

– Pero yo todavía estoy en trámites para obtener el divorcio -dijo ella sombríamente-. Y eso podría ser desagradable para él.

– No, a menos que quieras casarte con él, y creo que pensar así sería prematuro, ¿no te parece? -replicó su padre, contento de que, al menos, hubiera pensado en William como hombre.

A Sarah le sentaría bien coquetear un poco. Ella sonrió al oír las palabras de su padre, se encogió de hombros y pasó a su habitación para terminar de arreglarse. Salió media hora más tarde con un hermoso traje de seda roja de Chanel que había comprado en París la semana anterior. Parecía una princesa. Se había puesto también alguno de los últimos diseños de Chanel; algunas piezas que simulaban perlas y otras rubíes, así como dos hermosas pulseras, que habían pertenecido a la propia madame Chanel, esmaltadas en negro, con joyas multicolores engarzadas. Eran de fantasía, claro está, pero su aspecto resultaba muy chic, y en Sarah parecían más deslumbrantes aún.

Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una larga cola de caballo, enlazada con una cinta de satén negro, y como último detalle se puso los pendientes de perlas que le habían regalado sus padres para el día de su boda.

– Estás muy bonita con esas joyas, querida -le comentó su padre en el momento de abandonar el hotel, con lo que le arrancó una sonrisa-. Deberías ponértelas más a menudo.

En realidad, no tenía muchas joyas: un collar de perlas de su abuela, los pendientes de perlas que llevaba ahora y unas pocas sortijas. Había devuelto su anillo de compromiso, así como el collar de diamantes rivière de la abuela de Freddie.

– Quizá me las ponga esta tarde -bromeó, y Victoria dirigió una mirada de satisfacción a su marido.

Al mediodía almorzaron en un pub, pasaron por Lock's, en la calle Jame's, donde encargaron un sombrero para su padre, y regresaron al hotel a las dos menos diez. Encontraron a William sentado en el vestíbulo, esperándoles. Paseaba con nerviosismo y cuando entraban estaba mirando su reloj. Pero su rostro se iluminó en cuanto vio a Sarah.

– ¡Tienes un aspecto espléndido! -dijo, sonriéndole alegremente-. Siempre deberías ponerte algo de color rojo. -Sarah incluso había aceptado pintarse un poco los labios, y sus padres, que entraron tras ella, acababan de comentar lo hermosa que estaba-. Siento mucho haber llegado tan temprano… -se disculpó William ante ellos-. Siempre me ha parecido igual de descortés llegar demasiado pronto como demasiado tarde, pero no quería que te escaparas.

Sarah le sonrió serenamente, mirándole a los ojos. El hecho de hallarse a su lado era suficiente para que se sintiera bien.

– Me alegro de verte… -hizo una breve pausa, le regaló una caída de ojos maliciosa y musitó-: Su Gracia.

William parpadeó, sorprendido.

– Creo que la próxima vez que vea a Belinda le voy a dar unos buenos azotes. Si vuelves a decirme eso otra vez, te rompo la nariz, señorita Thompson, ¿o quieres que te llame Su Alteza?

– Pues no suena nada mal… Su Alteza… Su Opulencia… Su Vulgaridad… ¡Me encantan esa clase de títulos! -exclamó, pronunciando las palabras con un deliberado y fuerte acento estadounidense, parpadeando con falso aire de inocencia, mientras él le tiraba de la cola de caballo que le caía sobre la espalda, con su cinta de satén negro.

– Eres imposible…, hermosa, pero imposible. ¿Siempre te comportas así? -preguntó, sintiéndose feliz, mientras los padres de Sarah preguntaban en recepción si había algún mensaje para ellos.

– A veces soy más mala -contestó ella orgullosamente, pero muy consciente de que en otras ocasiones era mucho más comedida, al menos durante los dos últimos años.

Desde su matrimonio con Freddie no habían aparecido en su vida muchas ocasiones para el regocijo. Ahora, no obstante, sin esperarlo, se sentía diferente al lado de aquel hombre, que despertaba en ella el deseo de volver a reír. Y reparó en que con William era capaz de crear situaciones maliciosas, algo que William también percibía y que le encantaba.

Sus padres se les sumaron y William les acompañó al exterior, donde subieron a su Daimler. Les condujo a la Torre de Londres, charlando amigablemente durante todo el trayecto, señalando los lugares de interés por donde pasaban. Su madre había insistido en que Sarah se acomodara en el asiento delantero, mientras ellos lo hacían en el de atrás. De vez en cuando, William la miraba, como para asegurarse de que todavía seguía allí, a su lado, y podía seguir admirándola. Al llegar a la torre, la ayudó a bajarse del coche, e hizo lo propio con los padres de Sarah. A continuación, entregó una tarjeta a uno de los guardianes, y se les permitió inmediatamente la entrada, a pesar de que no eran horas de visita. Apareció otro guardia, que les acompañó por la pequeña escalera de caracol que había que subir para admirar los tesoros reales.

– Esto es algo realmente notable, ¿saben? Todos esos objetos guardados aquí, algunos de ellos increíblemente raros y muy antiguos, tienen una historia mucho más fascinante que las propias joyas. Siempre me han interesado.

De niño ya se había sentido fascinado por las joyas de su madre, por la forma en que estaban hechas, por las historias que las acompañaban y los lugares de donde procedían.

En cuanto llegaron a las salas donde se guardaban las joyas, Sarah comprendió en seguida por qué le parecían tan cautivantes. Allí se exponían coronas que habían llevado monarcas durante los últimos seiscientos años, cetros y espadas, y piezas que nunca se veían en público, como no fuera durante un acto de coronación. El cetro con la cruz era particularmente bello, con un diamante de 530 kilates, el más grande de las Estrellas de África, regalado por Suráfrica a Eduardo VII. William insistió en que ella se probara diversas tiaras y por lo menos cuatro coronas, entre las que estaban las de las reinas Victoria y María. A Sarah le extrañó comprobar lo pesadas que eran y se maravilló al pensar que alguien pudiera llevarlas sobre la cabeza.