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– El rey Jorge llevó ésta el día de su coronación -dijo William señalando una y, al decir estas palabras, Sarah comprendió que él ya había estado allí, que conocía muy bien todo aquello, y se acordó de quién era. Pero durante la mayor parte del tiempo, mientras hablaba con él, le resultaba muy fácil olvidarlo-. Debo admitir que eso supuso una cierta tensión, sobre todo después de ese asunto con David. -Al principio, ella se preguntó qué quería decir con aquellas palabras, y sólo entonces recordó que el nombre de pila del duque de Windsor era David-. Fue algo en verdad muy triste. Dicen que ahora es muy feliz, y quizá lo sea, pero hace unos pocos meses que lo vi en París, y no acabo de creérmelo. Ella es una mujer un tanto difícil, con un pasado a sus espaldas.

Era evidente, se refería a Wallis Simpson, la duquesa de Windsor.

– Todo pareció terriblemente egoísta por su parte -apuntó Sarah con serenidad-. Y muy injusto para él. La verdad es que se trata de un asunto muy triste.

Sus palabras reflejaron lo que verdaderamente sentía, de un tiempo a esta parte había sentido un sutil lazo que la unía con ella. Pero el estigma del divorcio parecía pesar mucho más sobre Sarah que sobre la propia Wallis.

– En realidad, no es una mala persona, pero muy astuta. Siempre he creído que sabía muy bien lo que hacía. Mi primo…, el duque -añadió, como sí necesitara puntualizarlo-, le regaló más de un millón de dólares en joyas con anterioridad a su matrimonio. Como anillo de pedida, le entregó la esmeralda Mogol. Hizo que el propio Jacques Cartier se la buscara, y la encontró en Bagdad. Después, ordenó que se la preparara para él, o más bien para Wallis. Es lo más extraordinario que he visto nunca, aunque, en rigor, siempre me han gustado mucho las esmeraldas.

A Sarah le parecía fascinante oírle hacer aquellos comentarios sobre las joyas que acababan de ver, como si se tratara de un guía turístico privado, casi íntimo. No hizo comentario alguno sobre las habladurías, sino que les habló de joyas que habían sido hechas para Alejandro Magno, de collares regalados a Josefina por Napoleón, de diademas especialmente diseñadas para la reina Victoria. Había incluso una notablemente hermosa, de diamantes y turquesas, que le hizo probarse a Sarah y que, sobre su cabello negro, tenía un aspecto majestuoso.

– Deberías tener una como ésta -le dijo William zalamero.

– Sí, y podría ponérmela en mi granja de Long Island -replicó ella sonriéndole con una mueca.

– Eres una irreverente. Mira, llevas puesta en la cabeza una diadema que perteneció a la reina Victoria, ¿y qué se te ocurre? ¡Nada menos que hablar de una granja! ¡Ah, qué mujer!

Era obvio, empero, que no pensaba así.

Permanecieron en su compañía hasta bien entrada la tarde y todos recibieron de él una abundante lección de historia, y se enteraron de los caprichos, hábitos y manías de los monarcas de Inglaterra. Fue una experiencia que ninguno de ellos podría haber tenido de no ser por él. Y Edward Thompson se lo agradeció efusivamente cuando regresaron al Daimler.

– Resulta bastante divertido, ¿verdad? Siempre me ha gustado mucho visitar esta exposición. Lo hice por primera vez acompañando a mi padre, que disfrutaba mucho comprando joyas para mi madre. Me temo que ahora ya no se las pone. Se encuentra un poco frágil de salud, y ya no sale de casa, pero sigue estando maravillosa cuando se las pone, a pesar de que ahora afirma que se siente como una tonta cuando lo hace.

– No puede tener muchos años -comentó la madre de Sarah con tacto.

Ella misma sólo tenía 47 años. Había tenido a Jane cuando apenas contaba 23 años, y se había casado con Edward a los 21. Perdió a su primer bebé un año más tarde.

– Tiene 83 años -dijo William con tono de orgullo-. Es una mujer muy vital, y no parece tener más de sesenta. Pero el año pasado se rompió la cadera y eso le ha hecho ser un tanto asustadiza cuando se trata de salir de casa. Yo intento sacarla de casa siempre que puedo, pero no siempre me resulta fácil.

– ¿Es usted el pequeño de una familia numerosa? -preguntó Victoria, intrigada por lo que había dicho.

Pero él negó con un gesto de la cabeza y dijo que era hijo único.

– Mis padres llevaban treinta años de casados cuando yo nací, y ya hacía mucho tiempo que habían abandonado toda esperanza de tener hijos. Mi madre siempre dijo que mi llegada fue como un milagro, como una bendición concedida directamente por Dios, si me permiten expresarme de una forma tan pomposa -añadió dirigiéndoles una sonrisa maliciosa-. Mi padre, en cambio, afirmaba que era un poco obra del diablo. Murió hace varios años. Fue un hombre encantador. Les habría gustado conocerle -les aseguró, poniendo el coche en marcha-. Cuando yo nací, mi madre ya tenía 48 años de edad, lo que es inusual. Mi padre tenía 60 años y contaba 85 cuando murió, lo que no está nada mal. Debo admitir que todavía le echo de menos. En cualquier caso, la vieja jovencita es todo un carácter. Quizá tengan ustedes la oportunidad de conocerla antes de marcharse de Londres.

Se volvió a mirar a Sarah, esperanzado, pero ella miraba por la ventanilla, sumida en sus propios pensamientos. Estaba pensando que se sentía demasiado cómoda al lado de aquel hombre, que todo resultaba demasiado fácil. Pero la verdad es que no lo era tanto. Ellos dos nunca podrían ser más que buenos amigos, y debía recordarlo una y otra vez, sobre todo cuando William la miraba de cierta manera, o la hacía reír, o extendía una mano para acariciarle la suya. No había ninguna posibilidad de que pudieran ser otra cosa el uno para el otro. Nada más que amigos. Ella estaba a punto de obtener el divorcio, y él ocupaba el decimocuarto lugar en la línea de sucesión al trono británico. Al llegar al hotel, William la miró al tiempo que la ayudaba a bajar del coche y observó en ella una expresión de distanciamiento.

– ¿Sucede algo?

Le preocupaba haber dicho algo inconveniente, a pesar de que parecía habérselo pasado muy bien, disfrutando probándose las joyas en la torre. Pero Sarah se sentía enojada consigo misma, con la sensación de estar engañándole, cada vez más convencida de que le debía una explicación. William tenía derecho a saber quién y qué era ella, antes de que empleara más tiempo y amabilidad en atenderla.

– No, lo siento. Sólo me duele la cabeza.

– Debo de haber sido un verdadero estúpido al hacerte probar tantas coronas, Sarah. Lo siento, de veras – se disculpó, inmediatamente apenado, lo que no hizo sino conseguir que ella se sintiera todavía peor.

– Anda, no seas tonto. Sólo estoy cansada.

– No has almorzado lo suficiente -le reprochó entonces su padre que había observado la expresión consternada en el rostro del hombre y sintió lástima por él.

– Pues me disponía a invitarte a cenar.

– Quizás en alguna otra ocasión -se apresuró a decirle Sarah y su madre le dirigió una mirada que contenía un interrogante sin palabras.

– Quizás se te pase si te echas un rato -le sugirió esperanzada.

William observó el rostro de Sarah. Sabía que allí estaba ocurriendo algo más, y se preguntó si no habría algún otro hombre de por medio. Quizás ella estuviera ya comprometida con alguien y le resultaba incómodo decírselo. O quizá su prometido hubiera muerto. Ella había mencionado el hecho de haber pasado un año muy penoso… Deseaba saber más al respecto, pero tampoco quería presionarla para que se lo contara.

– Entonces, ¿te parece bien mañana para almorzar? -preguntó mirándola directamente a los ojos.

Ella abrió la boca para decir algo, se detuvo un momento y por fin pudo articular las palabras:

– Yo… lo he pasado divinamente -dijo, con intención de tranquilizarlo.

Los Thompson le dieron de nuevo las gracias y se marcharon, convencidos de que los dos se habían ganado el derecho de estar a solas y sabiendo que Sarah sufría un conflicto interno en presencia de William.