– ¿Qué crees que le va a decir Sarah? -preguntó Victoria a su esposo, con una mirada de preocupación, mientras subían la escalera.
– No estoy muy seguro de querer saberlo, pero sí de que él sabrá capear el temporal. Es un buen hombre, Victoria. En realidad, se trata de la clase de hombre con quien me gustaría que Sarah mantuviera una relación estable.
– A mí también me gustaría -afirmó su esposa.
Pero ambos sabían que no había fundadas esperanzas de que eso sucediera. A él nunca le permitirían que se casara con una mujer divorciada, y todos lo sabían.
Mientras tanto, abajo, en el vestíbulo, William miraba a Sarah y ella se mostraba ambigua a la hora de contestar a sus preguntas.
– ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? ¿Te apetece?
Naturalmente, le habría gustado, pero ¿de qué serviría ir a algún sitio con él, o incluso volverlo a ver? ¿Y si terminaba enamorándose de él? ¿O él de ella? ¿Qué harían entonces? Por otra parte, le parecía ridícula la idea de enamorarse de un hombre al que apenas acababa de conocer, y al que no volvería a ver una vez que abandonaran Inglaterra.
– Creo que, sencillamente, me estoy comportando como una estúpida… -dijo con una sonrisa-. Hace tiempo que no me relacionaba con nadie, al menos con hombres, y creo que he olvidado cómo comportarme. Lo siento de veras, William.
– No te preocupes. ¿Quieres que nos sentemos? – Sarah aceptó y encontraron un lugar tranquilo, en un rincón del vestíbulo-. ¿Has estado acaso en un convento durante el último año? -preguntó él, medio en broma.
– Más o menos. En realidad, amenacé con hacer algo así durante una temporada. De hecho, me hice una especie de convento a mi alrededor. Me quedé en la casa que tienen mis padres junto a la playa, en Long Island -dijo serenamente.
Sabía que él tenía derecho a estar enterado de algo que, al menos ahora, ya no le parecía tan insólito o desesperado como hacía algún tiempo. A veces, incluso le era difícil recordar lo terriblemente mal que se había sentido en aquella época.
– ¿Y te quedaste allí durante todo un año, sin ver a nadie? -Ella asintió en silencio, sin dejar de mirarle a los ojos, pero sin saber todavía lo que le diría-. Pues a mí me parece una temporada demasiado prolongada. ¿Te sirvió de algo?
– No estoy muy segura -contestó con un ligero suspiro y decidió hablar francamente con él-. Así me lo pareció en ese momento. Pero no ha sido fácil regresar al mundo exterior. Ésa es la razón por la que he venido aquí.
– Europa es un buen sitio por donde empezar -dijo él sonriéndole con suavidad, decidido a no hacerle más preguntas. No quería asustarla, ni causarle el menor daño. Se estaba enamorando de ella y lo último que deseaba era perderla-. Me alegro mucho de que decidieras venir.
– Yo también -concedió.
– ¿Quieres cenar conmigo esta noche?
– Yo… no estoy segura. Creo que teníamos previsto ir al teatro. – Se trataba, sin embargo, de una obra que sabía no le gustaría. El grano está verde, de Emlyn Williams-. Debería preguntárselo a mis padres.
– Si no es esta noche, ¿te parece bien mañana?
– William… -Pareció a punto de revelar algo importante, pero entonces se detuvo, le miró con expresión franca, y le preguntó sin ambages-: ¿Por qué quieres volver a verme?
Si la pregunta le pareció ruda, él no lo demostró.
– Creo que eres una mujer muy especial. Nunca he conocido a nadie como tú.
– Pero me marcharé dentro de pocas semanas. ¿De qué nos sirve todo esto a cualquiera de los dos?
Lo que deseaba decirle en realidad era que, en su opinión, su relación no tenía ningún futuro. Y el simple hecho de saberlo hacía que continuar la amistad le pareciera una tontería.
– La cuestión es que me gustas…, y mucho. ¿Por qué no afrontamos tu partida cuando llegue ese momento?
Era su filosofía: vivir el momento, sin preocuparse por el futuro.
– ¿Y mientras tanto? -preguntó Sarah.
Deseaba garantías de que ninguno de los dos resultaría herido, pero ni siquiera William podía prometerle algo así, por mucho que ella le gustara. Ni conocía la historia de Sarah ni qué les tenía reservado el futuro.
– ¿Por qué no nos limitamos a verlo? -replicó él-. ¿Quieres cenar conmigo? -insistió.
Sarah dudaba y le miró, no porque no lo deseara, sino precisamente por todo lo contrario.
– Sí, me gustaría -dijo arrastrando las palabras.
– Gracias. -La miró con serenidad durante lo que pareció un largo rato. Luego se levantó y los hombres que había junto al mostrador de recepción les observaron, admirando su elegancia y la buena pareja que hacían-. En tal caso, pasaré a recogerte a las ocho.
– Estaré abajo esperándote -respondió ella ilusionada, y ya dirigiéndose al ascensor.
– Preferiría subir a tu habitación. No quiero que estés aquí sola, esperando.
Siempre se mostraba protector, siempre atento y respetuoso.
– Está bien -asintió volviendo a sonreírle.
William la besó de nuevo en la mejilla cuando llegó el ascensor y luego cruzó el vestíbulo con paso seguro. Al llegar a la puerta se despidió con un saludo de la mano. Mientras subía en el ascensor Sarah trataba de contener los latidos de su corazón, desbocados por la ilusión.
6
El timbre de la suite sonó exactamente a las ocho y cinco, y Sarah no tuvo forma de saber que William la había estado esperando en el vestíbulo durante diez minutos. A sus padres no les había importado que no les acompañara al teatro, sobre todo cuando supieron que saldría a cenar con William.
Sarah abrió la puerta envuelta en su vestido de satén negro, que realzaba su delgada figura como si hubieran vertido sobre ella una delgada capa de hielo negro, ribeteada de diminutas lentejuelas.
– ¡Dios mío, Sarah! Estás preciosa.
Se había recogido el cabello en un moño, que dejaba caer mechones y rizos que asemejaban, al moverse, una guirnalda, dando la impresión de que si sólo se quitara un alfiler toda la masa de cabello oscuro se desmoronaría como una cascada sobre sus hombros.
– ¡Realmente preciosa! -volvió a exclamar William.
Dio un paso hacia ella, admirándola, y Sarah se echó a reír tímidamente. Era la primera vez que se encontraba a solas en su compañía, a excepción del rato que habían pasado en la pérgola del castillo, cuando se conocieron, pero incluso en aquel entonces siempre había habido alguien cerca de ellos.
– Tú también estás muy elegante.
Llevaba un esmoquin de su amplio guardarropa, y un hermoso chaleco de seda negra que había sido de su padre, cruzado por la cadena del reloj de bolsillo, adornada de pequeños diamantes, regalo del zar Nicolás de Rusia a su tío. Durante el trayecto hacia el restaurante, le explicó la historia de aquella cadena. Por lo visto había sido cosida al forro del vestido de una gran duquesa y sacada de ese modo de Rusia.
– ¡Conoces a todo el mundo! -exclamó ella, intrigada por la historia.
Pensar en ello hizo que en su mente aparecieran imágenes de reyes, zares y de toda la fascinante realeza.
– Sí -admitió él mirándola con una expresión divertida-, y permíteme decirte que algunos de ellos son perfectamente insoportables.
Esta noche, él mismo conducía el coche, pues deseaba estar a solas con ella y no quería verse molestado por la presencia de un chófer. Había elegido un restaurante tranquilo, donde ya les esperaban. El maître les condujo hacia una mesa recogida, situada al fondo, y se dirigió a él en varias ocasiones con el título de «Su Gracia», inclinándose ligeramente ante ambos antes de alejarse. Poco después trajeron una botella de champaña, pues, por lo visto, William ya había ordenado la cena al hacer la reserva. Primero tomaron caviar, sobre diminutos triángulos de pan tostado, cubiertos con rodajas increíblemente pequeñas de limón. Después, les sirvieron salmón, junto con una delicada salsa, a lo que siguió faisán, ensalada, queso, suflé al Grand Marnier y una pequeña y delicada selección de pastelitos franceses.