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– ¿Es eso lo que te han dicho?

– No. Fueron demasiado amables como para reprocharme nada.

– ¿Y has vuelto a ver a sus amigos, y a los tuyos? ¿Te han ignorado por tu delito?

Ella negó con la cabeza y sonrió al oír cómo lo expresaba él.

– No -contestó echándose a reír. De repente, se encontró más joven y con el corazón más ligero de lo que lo había sentido en varios años-. Me pasé todo ese tiempo ocultándome en Long Island.

– Pequeña tontuela. Estoy seguro de que si hubieras tenido el valor de regresar a Nueva York, habrías descubierto cómo te aplaudía todo el mundo por haberte librado de ese canalla.

– No sé -suspiró ella-. La verdad es que no he visto a nadie hasta…, hasta que te he conocido a ti.

– ¡Qué afortunado he sido entonces, Sarah! Y de qué forma más tonta te has comportado. Casi no puedo creer que te hayas pasado todo un año lamentando la pérdida de un hombre al que ni siquiera sabías si amabas. En serio, Sarah, ¿cómo has podido hacer una cosa así? -preguntó con expresión encendida y risueña a un tiempo.

– El divorcio no es ninguna bagatela para mí -se defendió-. Me sigue preocupando la idea de que los demás piensen que todo fue como lo sucedido con esa ambiciosa mujer que se ha casado con tu primo.

– ¿Qué dices? -replicó William asombrado-. ¿Terminar como Wallis Simpson? ¿Con regalos en joyas por valor de cinco millones de dólares, con una mansión en Francia y un esposo que la adora, por muy estúpido que haya podido ser? Dios mío, Sarah, menudo destino. ¡Espero que a ti no te haya pasado lo mismo!

Sin lugar a dudas, se burlaba, pero no del todo, y ambos se echaron a reír ante la evidente exageración.

– Hablo en serio -le reprendió ella, aunque sin dejar de reír.

– Y yo también. ¿Crees acaso que ella ha terminado mal?

– No, pero fíjate en lo que dice la gente de ella. No quiero que a mí me suceda lo mismo -dijo volviendo a ponerse seria.

– A ti no puede pasarte eso, patito. Recuerda que ella obligó a un rey a renunciar a su trono. Tú, en cambio, eres una mujer honrada que cometió un error terrible, se casó con un idiota y luego decidió enderezar su vida. ¿Qué hombre o mujer podría acusarte por ello? Oh, claro, estoy seguro de que alguien lo sacará a relucir algún día, y seguro que de ser así se tratará de algún desgraciado que no tiene otra cosa que hacer que señalar a los demás con el dedo. Pues bien, ¿sabes lo que te digo? Al infierno con esa clase de gente. Si estuviera en tu lugar, no me preocuparía lo más mínimo por tu divorcio. Cuando regreses a Nueva York deberías gritárselo a todo el mundo desde los tejados. Yo en tu lugar, sólo me avergonzaría de haberme casado con él, no de haberme divorciado.

Ella sonrió ante la forma que tenía él de ver las cosas; confiaba en que, de algún modo, tuviera razón, y se sintió mucho mejor de lo que se había encontrado en mucho tiempo. Quizá tuviera razón. Quizá las cosas no fueran tan horribles como temía. Y entonces, de golpe, se echó a reír.

– Si continúas haciéndome sentir tan bien por todo esto, ¿cómo voy a llevar una vida de reclusión en mi granja?

William le sirvió otra copa de champaña y ella le sonrió, mientras él se quedaba mirándola fijamente.

– Tendremos que volver a hablar de ese tema en cualquier otro momento. No creo que esa perspectiva sea tan acertada como me lo pareció la primera vez que me hablaste de ello.

– ¿Por qué no?

– Porque la utilizas para huir de la vida. Lo mismo podrías ingresar en un convento. -Y tras decir esto hizo girar los ojos en las órbitas, al tiempo que tomaba un sorbo de champaña-. ¡Qué desperdicio! Dios santo, no me hagas ni pensar en ello porque podría ponerme realmente furioso.

– ¿Te refieres a lo del convento o a la granja? -preguntó ella burlona.

William le había ofrecido un regalo increíble. Era la primera persona con la que hablaba de su divorcio, y no se había mostrado conmocionado, ni horrorizado, ni siquiera sorprendido. Eso constituía para ella el primer paso hacia la libertad.

– Las dos cosas. Pero no sigamos hablando de eso ahora. Quiero sacarte a bailar.

– Eso sí que parece una buena idea. -Hacía más de un año que no bailaba y, de pronto, la idea le pareció extremadamente atractiva-. Si es que me acuerdo de bailar.

– Yo te recordaré cómo se hace -dijo él acariciándole la mejilla.

Pocos minutos más tarde emprendían el camino hacia el Café de París, donde la entrada de William, acompañado por ella, produjo una pequeña sensación y, de repente, pareció como si todo el mundo echara a correr en direcciones distintas para ayudarles. «Sí, Su Gracia», «Por supuesto, Su Gracia», «Buenas noches, Su Gracia». William empezó a aburrirse con tanta etiqueta y a Sarah le divirtió la expresión de su rostro.

– No puede ser tan malo como aparenta -dijo-. Vamos, alégrate por ello.

Trato de que sus palabras le tranquilizaran y poco después se dirigieron hacia la pista de baile.

– No tienes ni idea de lo tedioso que puede llegar a ser. Supongo que sería algo estupendo si uno tuviera noventa años, pero a mi edad me parece realmente horrible. Ahora que lo pienso, hasta mi padre afirmaba que era una molestia, y lo dijo a los ochenta y cinco años.

– Así es la vida -dijo ella con una mueca burlona.

Empezaron a bailar al compás de Ese viejo sentimiento, una melodía popular desde el invierno anterior. Al principio, ella estaba un tanto rígida, pero al cabo de unos compases se movía por la pista de baile como si hubieran bailado juntos desde hacía años, y lo más importante, descubrió que a William le gustaban sobre todo el tango y la rumba.

– ¿Sabes que lo haces muy bien? -le alabó William-. ¿De veras que has estado oculta durante un año? ¿No te habrás dedicado a tomar lecciones de baile en Long Island?

– Muy gracioso, William, pero lo que acabo de pisar ahora mismo ha sido tu pie.

– Tonterías. Sólo mi dedo gordo. ¡Pero vas mejorando!

Rieron, hablaron y bailaron hasta las dos de la madrugada, y cuando él la condujo hasta el hotel, Sarah bostezó y le sonrió, con expresión soñolienta, apoyando la cabeza sobre su hombro.

– Me lo he pasado tan bien esta noche…, William. Te lo agradezco, de veras.

– Yo, en cambio, me lo he pasado espantosamente mal -dijo él con un tono serio y convincente, aunque eso sólo duró un instante-. No tenía ni la menor idea de que saldría con una mujer caída. Pensaba que sólo eras una jovencita agradable de Nueva York, ¿y qué ha resultado de todo eso? Mercancía usada. ¡Dios mío, qué golpe tan terrible!

Sacudió la cabeza, como lamentándose y ella le golpeó en broma con el bolso.

– ¡Mercancía usada! ¿Cómo te atreves? -exclamó, medio enojada, medio divertida, pero ambos no dejaban de reír.

– Está bien, entonces he salido con una vieille divorcèe, si lo prefieres así. En cualquier caso, no era ésa la idea que me había hecho.

Aún sacudió un par de veces la cabeza, como si lo lamentara, dirigiéndole de vez en cuando miradas maliciosas. De repente, ella empezó a preguntarse si su situación no significaría para él que la considerara una presa fácil, que la utilizara con descaro durante unas semanas, hasta que se marchara de Londres. Ese simple pensamiento la hizo ponerse rígida y apartarse de él, mientras William conducía el coche en dirección al hotel Claridge. El movimiento de Sarah fue tan brusco que él comprendió en seguida que algo pasaba. Se volvió a mirarla, extrañado, en el momento en que entraban en la calle Brook.

– ¿Ocurre algo?

– Nada. He notado un pinchazo en la espalda.

– Eso no es cierto.

– Sí lo es -insistió ella sin lograr que él la creyera.