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– Eso parece muy atractivo -dijo él con un timbre grave-. ¿Podría convercerte para no hacer nada conmigo? ¿Qué te parece un pequeño paseo por el campo para tomar un poco de aire fresco?

Sarah dudó, pero acabó por estar conforme. A pesar de todas las advertencias que se hacía, ahora ya sabía que no podía resistirse. Y casi había decidido no intentarlo siquiera hasta que se marcharan de Londres.

Al día siguiente, William acudió a recogerla poco antes de la hora del almuerzo, en un Bugatti de serie que nunca le había visto conducir. Emprendieron el camino hacia Gloucestershire y, mientras conducía, fue mencionándole los lugares de interés por los que pasaban, para así entretenerla.

– ¿A dónde vamos?

– A una de las propiedades rurales más antiguas de Inglaterra – contestó con expresión seria-. La casa principal data del siglo XIV, aunque me temo que es un poco triste, pero en la finca existen algunas otras casas que son un poco más modernas. La mayor de ellas la construyó sir Christopher Wren en el siglo XVIII y ésa sí que es realmente magnífica. Hay unos establos enormes, una granja y un bonito pabellón de caza. Creo que te gustará.

Su descripción le pareció muy interesante y se volvió hacia él para hacerle una pregunta.

– Parece maravilloso, William. ¿Quién vive allí?

Él vaciló antes de contestar con una mueca burlona.

– Yo. Bueno, en realidad paso allí el menor tiempo posible, pero mi madre vive permanentemente en la mansión principal. Yo prefiero el pabellón de caza, que es un poco más rústico. Pensé que quizá te gustaría almorzar con ella, puesto que dispones de un poco de tiempo libre.

– ¡William! ¡Me llevas a almorzar con tu madre y no me has dicho nada! -exclamó, horrorizada, asustada al comprender lo que él había hecho.

– Es una mujer bastante agradable, te lo prometo -replicó él con aire inocente-. Creo que te gustará, de veras.

– Pero ¿qué va a pensar de mí? Sin lugar a dudas, se preguntará por qué vamos a almorzar.

De repente, volvió a sentir miedo de él, de sus sentimientos desbocados y de a dónde podían conducirles a los dos.

– Le dije que estabas desesperadamente hambrienta. Bueno, en realidad, la llamé ayer por teléfono y le dije que me gustaría presentarte antes de que te marcharas.

– ¿Por qué? -quiso saber Sarah dirigiéndole una mirada acusadora.

– ¿Que por qué? -replicó él, mirándola sorprendido-. Pues porque eres amiga mía y me gustas.

– ¿Fue eso todo lo que le dijiste? -preguntó casi gruñendo, a la espera de una respuesta.

– En realidad, no. Le dije que íbamos a casarnos el sábado que viene y que me parecía correcto presentarle antes de la boda a la que iba a convertirse en la próxima duquesa de Whitfield.

– ¡Basta, William! ¡Estoy hablando en serio! No quiero que tu madre piense que ando detrás de ti, o que voy a arruinar tu vida.

– Oh, no, también le hablé de eso. Le dije que vendrías a almorzar pero que, por el momento, te habías negado en redondo a aceptar el título.

– ¡William! -exclamó echándose a reír de improviso-. ¿Qué estás haciendo conmigo?

– Todavía nada, querida, aunque te aseguro que ahora mismo me gustaría hacer muchas cosas.

– ¡Eres imposible! Deberías haberme dicho a dónde me llevabas. ¡Ni siquiera me he puesto el vestido adecuado!

Llevaba pantalones y una blusa de seda, y sabía que eso se consideraría bastante descarado en algunos círculos. Estaba segura de que la duquesa viuda de Whitfield no lo aprobaría en cuanto la viera.

– Le dije que eres estadounidense, y eso lo explica todo -bromeó él tratando de apaciguarla aunque, en realidad, creía que se lo había tomado bastante bien.

Le había preocupado un poco la posibilidad de que se enojara en cuanto le comunicara que la llevaba a almorzar con su madre, pero de hecho se lo había tomado con bastante deportividad.

– Puesto que pareces habérselo dicho todo, ¿le has informado también que sigo los trámites para divorciarme?

– Maldición, eso se me ha olvidado -contestó él con una mueca burlona-. Pero asegúrate de decírselo tú misma durante el almuerzo. Seguro que querrá saberlo todo al respecto.

Le dirigió una sonrisa encantadora, más enamorado de ella que nunca, totalmente indiferente ahora a sus temores y objeciones.

– Eres verdaderamente repugnante -le acusó burlona.

– Gracias, cariño. Siempre a tu disposición – sonrió él.

Poco después llegaron a la entrada principal de la mansión y

Sarah quedó impresionada ante lo que vio. La propiedad se hallaba rodeada por altos muros de piedra que daban la impresión de haber sido construidos por los normandos. Los edificios y los árboles parecían centenarios y todo producía la impresión de haberse conservado impecablemente. La vista parecía un poco abrumadora. La casa principal tenía más aspecto de fortaleza que de mansión, pero al pasar ante el pabellón de caza donde William se alojaba con sus amigos, observó con agrado su aspecto acogedor. Era más grande que su propia casa en Long Island. Y la mansión donde vivía su madre era realmente hermosa, llena de hermosas antigüedades francesas e inglesas. Sarah quedó asombrada al conocer a la diminuta, frágil pero todavía hermosa duquesa de Whitfield.

– Me alegra mucho conocerla, Su Gracia -dijo Sarah con cierto nerviosismo, sin saber muy bien si debía inclinarse ante ella o estrecharle la mano, aunque la anciana le tomó la suya cuidadosamente y la sostuvo durante un momento.

– Y a mí conocerla a usted, querida. William me ha dicho que era una joven preciosa, y veo que tiene toda la razón. Pase, por favor.

Indicó el camino al interior. Caminaba bien, aunque apoyada en un bastón que, luego supo, había pertenecido a la reina Victoria y que recientemente le había regalado el propio Bertie la última vez que vino a visitarla.

Le mostró a Sarah los tres salones de la planta baja, y luego salieron al jardín. Hacía un día cálido y soleado, en uno de esos veranos insólitamente calurosos para Inglaterra.

– ¿Se quedará aquí durante mucho tiempo, querida? -preguntó agradablemente la anciana, ante lo que Sarah negó con la cabeza y una expresión de pena.

– Nos marchamos a Italia la semana que viene. Regresaremos a Londres para pasar unos pocos días más a finales de agosto, antes de emprender el viaje de regreso. Mi padre tiene que estar de vuelta en Nueva York a principios de septiembre.

– William me ha dicho que su padre es banquero. Mi padre también lo fue. ¿Le ha comentado William que su padre perteneció a la Cámara de los Lores? Fue un hombre maravilloso, y se parecía mucho a William.

Miró a su hijo con una evidente expresión de orgullo y éste le sonrió, rodeándola con un brazo, en una abierta muestra de afecto.

– No es bueno jactarse, mamá -dijo burlón, aunque era evidente que su madre pensaba lo mejor de él.

Había sido el consuelo de su vida, su alegría desde el momento en que nació, y constituía para ella la recompensa definitiva a un matrimonio extremadamente prolongado y feliz.

– No me estoy jactando de nada. Sólo pensé que a Sarah le gustaría saber algo sobre tu padre. Quizás algún día tú mismo sigas sus pasos.

– No es probable, mamá. Eso me daría demasiados dolores de cabeza. Es posible que ocupe mi escaño, pero no creo que me dedique a ello por completo.

– Quizás algún día te sorprendas a ti mismo.

Se volvió hacia Sarah, sonriéndole. Poco después, entraron para almorzar, La anciana era un encanto, extraordinariamente alerta para su edad, y no cabía la menor duda de que adoraba a William, a pesar de lo cual no parecía aferrarse a él, ni quejarse por no verse suficientemente atendida o por no disfrutar lo que quisiera de la compañía de su hijo. Por lo visto, le agradaba dejar que su hijo llevara su propia vida y sentía un gran placer cada vez que sabía cosas de él. Le contó a Sarah algunas de sus divertidas travesuras de pequeño y de lo bien que le habían ido las cosas durante sus estudios, en Eton. Más tarde había completado sus estudios en Cambridge, especializándose en historia, política y economía.